Acá y acullá es un documental poderoso, de ideas enormes y de ejecuciones brillantes. Vamos por pasos, la idea es simple: en un taller de cine, alumnos del colegio armenio Jramain de Valentín Alsina tienen diversas tareas sobre las historias familiares de cada uno. Los ejes de los trabajos son la diáspora durante el Genocidio Armenio, la huída hacía otras partes del mundo y el desarrollo de una nueva vida para los sobrevivientes. Hernán Khouiran, el director y docente de este taller, sabe que la mejor manera de transmitir las consignas es evitar la linealidad y la gravedad del asunto, no porque no sea pertinente pensar en el peso específico del terrible hecho histórico vivido por la comunidad armenia sino porque la expresión artística está por sobre el mensaje, esa palabra tan trastocada y usada equivocadamente para tratar diferentes problemáticas. Aquí los niños y niñas también se preguntan, entre muchas cosas, “¿Qué es el cine?” o, como sucede al final: una alumna le consulta al sonidista sobre el funcionamiento del micrófono para inmediatamente después hacer ella misma una prueba con los auriculares, la caña y el boom.
La otra gran idea del documental está en el barroquismo de sus formas, en la manera de retratar los testimonios a modo de capas superpuestas o de recursos visuales del estilo cuadro dentro del cuadro. Una forma que asemeja el juego de los alumnos al del propio director. Podrá uno confundirse con que este es un documental sobre el Genocidio Armenio desde el punto de vista de las nuevas generaciones descendientes de esos hombres y mujeres obligados a escapar del horror, a modo de reconstrucción oral, pero el velo de este tema gigante no alcanza a tapar que la historia es sobre el primer contacto de esas nuevas generaciones con la educación audiovisual; una nueva manera para ellos de poder comunicar ideas, pensamientos, sensaciones y -por qué no- pasiones. No es casual que en uno de los mejores momentos una alumna cuente una historia de terror que le gustaría filmar, a propósito de una leyenda que circula dentro del establecimiento. También hay espacio para el humor, incluso en las voces de los familiares que colaboran no solo con los trabajos asignados de sus hijos sino también con un intento posible de reconstruir una historia de retazos. Las dudas existenciales también cubren una parcela importante en este recorrido pues, como señala un alumno que no pudo establecer contacto con su abuelo enfermo y dubitativo en su relato, es una angustia que se esparce. La idea de la desaparición en la memoria de los otros representa la desparición de uno mismo como sujeto histórico.
Proyectos de esta densidad conceptual y retórica son dignos de celebración porque no solo escapan de una media monotona y perezosa -especialmente en el formato documental- sino que además dan una esperanza para los modos de producción: en esta película hay tan solo dos cursos (uno de primaria y otro de secundaria), una cámara, un sonidista y muchas ganas de explorar formas novedosas, ni hablar de la conexión de la Historia con las nuevas generaciones, el lenguaje audiovisual y las nuevas tecnologías. Entre las diferentes cuestiones que ofrece para un debate, Acá y acullá es un fresco ideal para presentar a modo de ejemplo, en pos de pensar que todas las escuelas deberían tener una materia/cátedra/espacio sobre educación audiovisual; un imperativo que nadie atiende y que es de suma urgencia si tenemos en cuenta que los hábitos de consumo se han transformado y los puentes de acceso a la información y al ocio se dan mediante dispositivos electrónicos. Las tizas y los pizarrones, mientras tanto, permanecen como íconos de una educación anquilosada en el más vetusto siglo 20.