EL COLABORADOR FORÁNEO Misántropo es el título para Argentina (y para apenas un puñado de países más) con el que se conoce la nueva película de Damián Szifron, mientras que en Estados Unidos su nombre es To Catch a Killer, nombre genérico y menos representativo de las ideas que -a priori- este “simple thriller” tiene para ofrecer. En la noche de Año Nuevo, un francotirador acaba con la vida de 29 personas en Baltimore, todas las víctimas fueron elegidas al azar. La investigación para encontrar al asesino es liderada por Lammark (Ben Mendelsohn), un veterano agente del FBI sobre el que no solo carga el esclarecimiento del caso, sino también todas las miserias burocráticas y, además, una dinámica consubstancial del organismo, contra los que él debe luchar. A su cruzada se suma la oficial Eleanor Falco (Shailene Woodley, también productora de la película), una policía de uniforme agotada, aunque de carácter proactivo y con una capacidad intelectual e intuitiva superior al promedio de sus compañeros. La relación entre ambos se desarrolla dentro de la estructura de un maestro y una aprendiz con un entrecruce de generaciones. La primera parte es la más vertiginosa, la que revuelve el pasado reciente de un Estados Unidos tajeada por el miedo sembrado en territorios lejanos y que desde el 2001 pueden sufrirlo en casa. De todos modos, Misántropo es una moneda que cae perfecta en un receptáculo de actualidad candente, porque el terror ya está inoculado, no es necesario importarlo. Es así que las matanzas escolares y/o tiroteos en lugares públicos ya no sorprenden, están amalgamados a una época de violencia tácita. Igualmente, Szifron no oficia de cizañero de problemáticas en tierras ajenas, toma esa actualidad para narrar una historia de personajes, de piezas oxidadas por el sistema y una mirada social, desde la que se suele presentar a los “monstruos” que cometen los atentados más atroces. Hacia la mitad, se asoma la cocción a fuego lento de una trama que se traslada a los interiores de oficinas, despachos, morgues y lugares más oscuros del alma que los dos personajes (en especial Falco) esconden. Aquello que puede apreciarse como anticlimático resulta perfecto, en términos narrativos, porque no estamos en presencia de un thriller, esto es un policial que en su superficie tiene un misterio por resolver, pero de manera socavada construye un perfil a modo de correlato para intentar unir esas miserias de apariencia extremas y ubicadas en las antípodas entre buenos y malos. No faltan momentos de acción articulados con nervio punzante; es la escena del supermercado donde Szifron prueba una vez más su destreza narrativa visual. De manera opaca, el director de El fondo del mar expone su cinefilia por las películas de la década de 1970, en cuanto a una temática actual similar a la “conspiranoia” de aquellos tiempos y, también, por una atmósfera claustrofóbica en espacios cerrados con personajes que tienen que luchar contra un enemigo invisible y una burocracia, igual de feroz. En esta última representación surge el nombre del director de fotografía Javier Juliá, ladero imprescindible del director. En las entrevistas dadas por Szifron se pueden completar muchas de las ideas que rondaron sobre esta producción: primero el sentido de hacer esta película ambientada en una ciudad de Estados Unidos y segundo las complicaciones de un director extranjero para imponer su visión personal, en un proyecto internacional de mercado anglosajón. Hacia el final (como las grandes películas que el director venera) vicia de desasosiego y de una lobreguez espesa que se mantiene en el recuerdo, forzando a un espectador -incluso a alguno desprevenido- a hurgar más allá de la superficie del misterio que la propia trama construye.
BORDERLINE Las fuentes para una película pueden ser múltiples, las noticias increíbles son una de ellas. Ahora, ¿qué puede desprenderse de una premisa como la de un oso intoxicado con cocaína, tras la caída de un avión narco que perdió el control y dejó caer su carga en un parque nacional? Por supuesto que la veracidad que ofrece la noticia en profundidad está descartada para fines dramáticos, y es en el desarrollo de la idea que el relato se emancipa y navega por su propio territorio. Oso intoxicado sigue la línea del terror a la naturaleza, que nació con Tiburón (al menos en el cine mainstream) y lo hace -en gran parte- nutrida por una hipérbole en el tratamiento que se le da a la conducta de un oso recargado de ladrillos de cocaína, cuyo motor es tomar más y más. El entretejido humano es el más débil como eslabón dentro de la cadena narrativa. Lo que sería un verdadero problema se desvanece por las logradas composiciones de los diferentes personajes, que son muchos y forman un relato coral entrecruzado. Una de las dos puntas sigue a una madre (Keri Russell) que busca desesperadamente a su hija preadolescente y a un amiguito, ambos fugados en una excursión infantil hacia unas cascadas dentro del parque. La otra sigue a un mafioso local (Ray Liotta) desesperado por recuperar la droga dispersada en el bosque, que para ello envía a su hijo (Aldren Ehrenreich) y a otro subordinado (O’Shea Jackson). En el medio se mezclan con otros personajes, casi todos a modo de excusa para ser víctimas del oso (osa, en realidad). La principal virtud es el tono que le encuentra Elizabeth Banks -de pésimos antecedentes en su hasta ahora corta carrera en la dirección- porque al terror de los animales que se vuelven contra los humanos se le adosa la comedia; cada muerte tiene la creatividad precisa en la misma tesitura de ridiculez que la propia premisa. El guion le saca unas pequeñas chispas a la banquina con momentos pertenecientes a un drama, lejos del disparate que representa la película desde la idea de un animal salvaje, con la cara blanca, desenfrenado y a la caza de personas para saciar su apetito por la droga consumida. Que un estudio de Hollywood todavía apueste a ideas alejadas de una formula y, principalmente, de la búsqueda de simpatía masiva, brinda un halo de esperanza para que estas producciones no queden libradas a la buena voluntad de productoras pequeñas o a una distribución casi limitada al streaming. La escena de la ambulancia y el desenlace de uno de los personajes, durante el clímax, son dos ejemplos perfectos para comprender que la película es tan simple, directa y honesta como lo señala su propio título. Es solo eso, nada menos y mucho más.
TERCIA PARTE Casi como en el propio devenir de su protagonista, Creed III lleva la carga del espejo que supone debe ser el recorrido de la saga, a imagen y semejanza (podríamos agregar carga) del universo Rocky Balboa. En la primera película se contaba el grado cero de Adonis, un hijo extramatrimonial del gran boxeador Apollo Creed y el fin de su recorrido por las peleas clandestinas para encaminarse en la chance de demostrar el nivel de grandeza en sangre, por legado familiar. Mientras que la segunda parte lo encontraba ya en una cúspide con un objetivo de mantenerse en lo más alto; el condimento era la presentación de su rival de turno: el hijo de Ivan Drago. En este racconto se puede advertir el entretejido entre las dos sagas, sin Rocky no hay Creed. Por tal motivo resulta difícil de digerir la ausencia casi total de Rocky Balboa; desde una simple mención de su nombre hasta alguna explicación, al menos por diálogo, de lo sucedido con el “semental italiano”, factótum de todo su propio universo y también del spin-off. Sin Ryan Coogler en la dirección, Michael B. Jordan se pone detrás de cámara, como lo había hecho Sylvester Stallone en Rocky III, aunque ya había probado ese rol en la primera secuela. Hay un prólogo esperanzador, en el cual se reconstruye una historia de Adonis, su pasado como adolescente y primer acercamiento al boxeo. Lo mejor de este inicio es la presentación de un lado oscuro o, por lo menos, gris de este héroe hecho desde abajo. Luego del título de la película regresamos a la actualidad que recorta el final de la carrera boxística del protagonista, para inmediatamente pasar a su vida como manager y promotor de peleas desde su gimnasio en Los Ángeles. Allí aparece Damian “Dame” Anderson (Jonathan Majors), el “Creed que no la pegó” y antiguo amigo de la adolescencia que estuvo 18 años preso. Luego de un momento embarazoso en el reencuentro, Damian le pide a Adonis que le organice una pelea por el título del mundo, a pesar de no contar con experiencia en el boxeo profesional. Lo que sigue a continuación está escrito. Más allá de la trama principal y de una pelea previsible, se cuecen habas en subtramas relacionadas a Bianca (la mujer de Adonis), su hija y la abuela Creed. Sí, vale la reiteración, no hay nada sobre Rocky. Dentro de estas historias secundarias surge la idea sobre la imposibilidad de concretar los deseos, el paso del tiempo y las chances que deben aprovecharse. Que el guion toque todos los puntos esperables es casi parte de un subgénero (el de la superación y la redención). Ahora, que una película perteneciente al mundo Rocky avance sin emoción, es imperdonable. Aquí las peleas se recubren con un virtuosismo más propio de una serie; por ejemplo, en un round donde Adonis y Damian están peleando sin público y con unas rejas que hacen de cuadrilátero. Ni hablar de los clips infaltables con un montaje paralelo de los entrenamientos de los púgiles, o de la escala del héroe al final de la secuencia. Aquí ya no es la escalinata clásica de Filadelfia, por supuesto. La oscuridad del principio nunca se explora y resulta más bien una implosión para el personaje. Justo en esa arista Jordan evade la parte más grasa, sentimental y telenovelesca de Rocky, quien verdaderamente superó una montaña rusa de situaciones: de ser un matón para unos mafiosos locales a convertirse en un héroe de la clase trabajadora, para nuevamente regresar a la pobreza más dolorosa, como se veía en Rocky V. Incluso esa picazón de regresar al ring ya se había explorado en Rocky Balboa (la mejor de la saga después de la primera parte), con un personaje abatido por la viudez y motorizado a duras penas gracias a la reconstrucción oral de su vida para comensales ocasionales de su restorán. Urgido, principalmente, por la necesidad de retomar un vínculo fracturado con su hijo. Adonis, en cambio, no atraviesa más que el dolor de un honor puesto en discusión; incluso en la única muerte tiene su redención de manera instantánea, porque en la tercera parte Rocky se quedaba huérfano en un mundo que desconocía, y por ende, necesitaba reiniciar su boxeo con la ayuda de Apollo. Creed III parece más una obligación, una necesidad de cumplir el “no hay dos sin tres”. Quizás el hecho de llamar a uno de los guionistas de Space Jam 2: Una nueva era no resultó una buena idea.
CINE Y CASTIGO Pocas alusiones o frases prefabricadas son más horrorosas que “una carta de amor al cine”, la cual puede entenderse en términos de una reacción casi natural provocada por un mecanismo artero para activar los reflejos lacrimógenos. Tras una larga filmografía, no era de extrañar que Sam Mendes aterrizara en el casillero del “cine sobre el cine”. En los planos iniciales lo que se ve es cómo se encienden las luces de diferentes sectores de un cine en una pequeña localidad costera de Inglaterra durante la década de 1980, en plena era de Margaret Thatcher y el trasfondo de una economía recesiva. Este montaje de pequeñas postales también dice mucho de un Mendes que retorna a la quietud y a la intimidad, después de dos películas de James Bond y una película bélica filmada en “plano secuencia”. La cuota nostálgica es parte de un rompecabezas que el director arma, más como parte de una moda -paradójicamente- que por un fundamento sostenido en una estructura dramática. Incluso dentro de la propia historia se respira el aire de un pasado mejor. Hilary (Olivia Colman) es la gerenta del Empire, una sala de cine que tiene sus parroquianos y pocos espectadores espontáneos. Ella debe la exclusividad de su tiempo al trabajo, a modo de escape de una condición mental que la recluye socialmente. Entre los personajes que la rodean están un jefe tóxico (interpretado por Colin Firth) y el hacedor de la magia, el proyeccionista (encarnado por Toby Jones). De él brotan las frases procesadas, y no por ello menos esperadas, que hablan de como el público va al cine para huir de la realidad. El quiebre de la rutina en la vida de Hilary lo introduce Stephen (Michael Ward), un joven negro que se incorpora al staff. La revolución dentro de su rutina no es solo laboral; también se presenta una fibra sentimental que sucumbe al cimbronazo. Las condiciones están dadas para un melodrama que tiene al cine como telón de fondo, y a Mendes no se le ocurrió mejor idea que adobarle a una historia de amor que ya tiene age gap, el conflicto racista en términos históricos de un espejo: el pasado se repite o, mejor dicho, persiste en nuestros tiempos. Para el director de Belleza americana todos los temas planteados son importantes y necesarios, y la manera de presentarlos -como si no fuera suficiente- es a través de atajos. “El cine es un escape de la realidad”, esto se dice una y otra vez de diferentes maneras, no solo por diálogos sino también con referencias a películas. La prolijidad del relato, que se extiende a base de pisar cuidadosamente cada momento como baldosa en la lluvia, se descascara al arrojar a Hilary -su principal figura y luz verdadera- a un espectáculo denigrante en la escena de su colapso durante una premiere de Carrozas de fuego en el Empire. En el único momento de desmarque con respecto a las convenciones, costumbres y referencias más obvias (el olor a Cinema Paradiso ronda las dos largas horas), todo se direcciona a la crueldad más gratuita. Imperio de luz tiene la pretensión de ser correctísima, e incluso en la idea de castigo a su protagonista cae en la trampa, al intentar una prolijidad dentro del concepto de “dibujo libre” que supone poner a una actriz a escupir verdades en modo de soliloquio. Ni así pudo conmover Sam Mendes -al menos esta vez- a la Academia, que solo nominó a esta película en la categoría de mejor fotografía.
Las Furias abre con un plano gran angular que muestra un cielo color pastel, el cual parece sacado de un intento de western pop que relee, visualmente, el género. La directora Tamae Garateguy casi siempre demostró tener una destreza visual por encima de la media en el cine argentino, aunque lejos de querer apoyarse sobre los géneros más tradicionales buscó, hasta ahora, tensar los límites de esas cajas pre moldeadas. Si sus experimentos anteriores sobre el terror (Mujer lobo), la acción urbana (Pompeya), el policial erótico (Hasta que me desates) y hasta la comedia más autoconsciente (el por ahora díptico UPA) llevaron al espectador más distraído de la comodidad de los géneros a la incomodidad producto de su estilo, en Las Furias podría llegar a encontrarse en un espacio mucho más confortable, más clásico en la operación de los recursos, en este caso, del western andino (si es que existe tal cosa). Hay una historia de amor tormentosa, dividida por clases (él un indio huarpe y ella una hija de terrateniente pulpo e insensible) y como consecuencia un escape desenfrenado que deja a su paso mucho gore, algo de salvajismo y, por qué no, una escena de misticismo indígena que haría sonrojar a Oliver Stone. En el medio, para entender el encuentro de estos dos personajes, hay una apoyatura en el flashback que explica este melodrama entre Lourdes (Guadalupe Docampo) y Leónidas (Nicolás Goldschimdt), que no es más que un amor transgresor y trágico que representa la imposibilidad de la unión de dos mundos, el de una mujer blanca y el de un joven de una comunidad indígena. Lo que puede parecer la premisa de una novela de la tarde (de otro tiempo) se desploma cuando se hace presente el tono propio de Guarateguy, que estiliza la acción y le da peso a los cuerpos en las coreografías; una cualidad que ya había demostrado en sus películas anteriores. Hay, sin embargo, algunos traspiés narrativos que en ciertos pasajes naufraga en lo orgánico de las actuaciones, presentando asimismo desequilibrio entre los intérpretes. Un Daniel Aráoz más automático que de costumbre choca con la inexpresividad del protagonista, al que no lo favorece demasiado su baja estatura para adoptar el rol de héroe; esto se evidencia en el plano general del momento en que sale de la cárcel, porque hasta que se acerca a la cámara no se distingue si es un niño o un adulto. Las pequeñas imperfecciones conforman, de todos modos, una experiencia disfrutable en esta cabalgata por el interior profundo argentino y también por cierto cine criollo muy de primera mitad del siglo XX. Hay cierto libertinaje que se mezcla con el exploitation de otro tiempo en el cine de Guarateguy, que invita a ver sus películas sin importar si luego resultan más o menos fallidas en la ejecución. Su pulsión por romper y reconstruir de una manera deforme las convenciones le otorgan un plus a estas historias, que en manos de otros (que además tienen más renombre en un pequeño circuito de festivales de género) se podrían volver monótonas porque solo saben utilizar un papel del calcar, no sólo fórmulas, sino hasta películas enteras. Que aparezca una película razonable en el siempre problemático panorama del cine de género argentino, más aún desde una mirada femenina consolidada por una filmografía, es para celebrar.
ALTA EN EL CIELO ¡Nop! es la tercera película de Jordan Peele que, además, se presume como una película bisagra en su filmografía. Desde el misterio de los aparatos discursivos que proponen las vías publicitarias (posters, teaser trailers, trailers, etc.), la cuota de ambición estaba ya inoculada. Vaya que eso se materializa. El prólogo presenta un off que pertenece a un diálogo de una sitcom, lo que sigue después es de lo más aterrador que se haya visto este año. Por supuesto Peele, como inteligente narrador que es, desovilla esta subtrama avanzada la narración principal. Sin ser una película con situaciones claves que podrían atentar contra una experiencia, hay de todos modos ideas que sí invitan a la sugestión prematura si se conocen de antemano. La historia de Eadweard Muybridge (como el precursor en materializar la idea de capturar imágenes y ponerlas en forma secuencial) desde un costado racial es, quizás, la única alusión revisionista histórica de Peele. Lo cual puede entenderse desde un prisma de nuevos tiempos, no necesariamente mejores, pero sí ya distanciados de las películas de hace un par de años que solo le hablaban al presidente saliente de Estados Unidos. No es casual que desde ¡Huye! muchos trataron de copiar y emular una fórmula discursiva (inexistente, por cierto), entre ellos el propio Spike Lee y su ranciedad en Da 5 Bloods. La sensibilidad de ¡Nop! toma el rumbo del cine, su reproductibilidad técnica y, principalmente, su carácter receptivo. El azar es un concepto ajeno al cine de Peele (al menos en esta primera trifecta), es de esa forma que la idea de un cielo amenazante tiene diferentes lecturas. La primera es la de una invasión extraterrestre, la conclusión a la que arriban los dos personajes principales, OJ y Em Haywood (Daniel Kaluuya y Keke Palmer, respectivamente), hermanos dueños de un rancho de caballos en la profunda California. Ambos pretenden sacar un rédito económico al tratar de captar imágenes de lo que podría ser un OVNI que merodea unas sierras. Las ideas originales ya no existen, lo que sí tenemos son novedades; algunas pueden ser variaciones ligeras o más libres. ¡Nop! es un compendio de referencias y citas, pero para su director es más importante trazar una línea deforme sobre un mapa ya conocido, digerido y recontra estudiado como lo es la estructura de Tiburón. El cine que cuenta una historia sobre sí mismo podría considerarse casi un género propio porque posee cualidades y recurrencias propias, aquí hay una mirada sobre esa obsesión del hombre por la documentación y el espectáculo articulados. El western, en la categoría del género cinematográfico por antonomasia, ocupa en la narración un espacio dramático fundamental que se presenta -también- en términos de entretenimiento extinto, en más de un sentido. Siendo una película de Universal Pictures, otra película del estudio que aparece señalada sin ser nombrada es Terror bajo tierra, en forma refractaria hacia el cielo, en especial durante la segunda hora. Jordan Peele propone en ¡Nop! una nueva fase de su cine, en esta instancia más preocupado por hilar fino desde un concepto el funcionamiento del cine desde dos perspectivas que por horrorizar en la construcción de un entramado social, urgente y autoconsciente con el cine de terror. Hay en ciertos pasajes un gusto por la aventura, en lo que puede ser un final que probablemente decepcione al que está acostumbrado a una fiesta de colores y pirotecnia como nos tienen acostumbrados los blockbusters más temerosos de escaparle a la comodidad. Siempre ávido por minar detalles, aquí Peele -entre tantos que se podrían destacar- ofrece la presencia de Michael Wincott (la mejor voz del cine), en un regreso que lo tiene como un director de fotografía símil Christopher Doyle embebido en la locura de la tradición, la innovación y el arte. ¡Nop! es una invitación a rever antes que ver, un logro absoluto en el panorama desencantador del cine contemporáneo.
Hay una gran duda sembrada: ¿Es No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo una película o acaso un ejercicio ensayístico que podría presentarse en una clase o un congreso? Si dejamos de lado la variable de la etiqueta, lo que encontramos como sustancia es una trama detectivesca que parte de una frase, la del título. El primer capítulo nos ofrece un material de archivo perteneciente a películas del gran director Raoul Walsh, un hombre que empezó en el cine mudo con cortometrajes (casi todos perdidos) y llegó hasta el declive del cine clásico, más bien hasta esa transición entre la época de oro de Hollywood y su renacimiento en los 70. Dentro de esa primera parte las imágenes muestran a hombres (en su mayoría) subirse a caballos para luego pasar a hombres y mujeres que entran a lugares. La repetición de los planos es un ejercicio de inducción para alcanzar un argumento sobre la frase de “no existen treinta y seis maneras…” que ¿había? pronunciado Walsh. La segunda parte se ocupa de ello. Para el capítulo dos aparece una voz en off terriblemente nasal y muy distractora del propio Zukerfeld, que narra desde una estructura personal un camino para hallar, en cierta forma, la etimología de lo dicho por Walsh. Atraviesa un texto de Cozarinsky publicado en un libro editado por el BAFICI, pasa por ediciones de Cahiers du Cinema y otras revistas francesas de cine menos conocidas hasta poder dar con el entrevistador que extrajo de Walsh, más que la frase, la idea de que hay solo una manera de mostrar cómo un hombre entra a una sala o su variante, la de subirse a un caballo. Si bien el recorrido es simpático por tratarse de una pesquisa periodística para encontrar una fuente y reconstruir el origen de la frase, lo de Zukerfeld opera en un sentido probatorio de la hipótesis de Walsh que funciona de la siguiente manera: lo que se pregunta en la segunda parte tiene su respuesta en la primera. El director usaba el concepto tanto para los personajes que entraban a un lugar como para aquellos que se subían a un caballo. La faceta formal de la segunda parte se limita a poner en pantalla transcripciones de lo dicho y capturas de las revistas mencionadas. En ese minimalismo se advierte la duda sobre qué tipo de obra acabamos de ver, y de la misma manera en la que se resuelve el misterio sobre la frase de Walsh también podríamos aventurar un razonamiento similar para encontrar la respuesta.
LA FRONTERA Los cortometrajes pueden ser un gran camino de aprendizaje en la carrera de un realizador -en este caso realizadora- porque permiten dentro de un terreno de exploración la posibilidad de narrar con libertad, sin corsés ni ataduras comerciales. El caso de Agustina San Martín demuestra que el fogueo en un formato más amable antes de romper el cascarón puede ser el más pertinente antes de lanzarse a la dinámica de una película. La transición entre esos trabajos iniciáticos y la ópera prima se articula con un momento especial del cine, a saber, el fenómeno de directoras que cuentan historias protagonizadas por mujeres dentro de un paño formal y narrativo ubicado en el terror o en el suspenso. Este proceso en los últimos años nos dio obras de diferentes partes del mundo. Hace unas semanas se estrenaba El prófugo de Natalia Meta, pero también (por otras vías de acceso) se pudo ver Censor de Prano Bailey Bond, Saint Maud de Rose Glass, entre otras. El cine argentino -y la presente edición del Festival de Mar del Plata lo demuestra- ya tiene su propio corpus de películas ubicadas en la columna de género hecho por mujeres. Lo que en otro tiempo para nada lejano era “este director entiende a las mujeres”, como si se tratara de un valor o de un don, hoy ya aparece como una cualidad rancia. No solo las historias están protagonizadas por mujeres de cierto porte, carácter y configuración psicológica sino que, además, los encuadres y la fotografía están confeccionados también por ellas mismas. Matar a la bestia transcurre en una gran atmósfera; todo sucede en un pueblo fronterizo entre Argentina y Brasil y a la vez los contornos son difusos. No solo los territoriales, también los que el cuento traza porque los borra, los vuelve a delinear, los borra otra vez. En ese “loop” nos encierra San Martin, en un espacio fantasmagórico que se presenta desde el plano de apertura con un horizonte nocturno neblinoso, de rasgos dibujados, casi como si se tratara de una escenografía teatral. Adosada a esa imagen aparece una voz telefónica, la de Emilia (Tamara Rocca), que le deja un mensaje a su hermano, Mateo, al que irá a buscar a su pueblo natal. Su regreso es obligatorio y desesperado, a pesar de que nunca manifieste ese estado en su rostro. La pesquisa por el paradero de Mateo tiene dos carriles: el de lo urgente y el de lo impensado. Esto último vinculado a sus 17 años, una edad marcada por los cambios, las dudas, los deseos y demás sentimientos encontrados en ese pasaje entre la adolescencia y la adultez. Los personajes que se cruzan en el camino son fundamentales para el despertar de diferentes situaciones. Hay roces, un despertar sexual y una revuelta amplificada por un mito oral de unos lugareños sobre una bestia con forma de buey, en el que habita el espíritu de un hombre del mal. El gran mérito de la película es abrazar el devenir particular de un personaje en el contexto de una época actual y, a la vez, exhibir un escenario cargado de una idiosincrasia colorida y fascinante. El primer trabajo de Agustina San Martín es una sorpresiva mirada sugerente por diversos temas, sin caer en la declamación discursiva ni en la banalización de una cultura. La idea de los cruces de los pueblos, en esa localidad fronteriza, auspicia de metáfora para el tratamiento tonal de la película. En consonancia con las ideas, la destreza fotográfica de la DF Constanza Sandoval es apabullante; una muestra de ello se aprecia en un plano secuencia final pocas veces visto.
EL SHOW DEL CHISTE A esta altura, el corpus de obra perteneciente a Mariano Cohn y Gastón Duprat tiene una línea temática que es bastante transparente; la burla desde un pedestal bajo el disfraz de comedia negra correctiva sobre el mundo de las artes, en general. El pequeño hiato de 4×4 solo fue un desvío para exponer una serie de ideas sobre la “inseguridad”, las cuales se presentaban como un eco vacuo que ponía sobre tierra las fallas del funcionamiento de un sistema, en contra de las posibilidades individuales. En ese punto también se puede pensar el cine de esta dupla, porque cuando se trata del arte también hay una comezón que no les permite presentar sus propias ideas sino desglosar conceptos e ideas preconcebidas. Competencia oficial nace de la idea del prestigio, esa necesidad que tienen algunos por trascender, como lo que le sucede a un empresario farmacéutico español después de cumplir 80 años. Su primera idea es construir un puente que lleve su nombre, para luego donárselo al Estado. La segunda, que brota repentinamente, es producir una película. Su asistente convoca a “la mejor directora”: Lola Cuevas (Penélope Cruz), realizadora de obras que tuvieron una llegada en el circuito de festivales, mas no en el público general. Hasta aquí, la alusión a dos nombres propios es evidente; por un lado el empresario no es otro que Hugo Sigman (dueño de la productora K&S y, también, empresario farmacéutico) y la directora es Lucrecia Martel. Cohn y Duprat no escatiman en trazos bien gruesos para contornear las figuras de ambos. El empresario es bruto, ni siquiera leyó el libro que compró para la transposición cinematográfica y repite la palabra “mejor” cada vez que puede para mensurar la calidad artística. Lola Cuevas es excéntrica, desborda un carácter hiperbólico en su presencia física, en su dialéctica con los actores; sus maneras formales escapan a los cánones. En la ausencia de sutileza ambos directores se muestran más sueltos y punzantes, como por ejemplo en los dos momentos en los que ella se encuentra experimentando con el sonido. El trabajo meticuloso en el aspecto sonoro de Martel la diferencia del resto, por mostrarse preocupada por aquello que muchos desprecian. Construir a un personaje con el fin de reírse no es un problema necesariamente, pero darle todas las características de una persona para señalar que hay una falla en el arte (aquí el cine) por su culpa es poco menos que insultante. Los actores elegidos para los dos papeles importantes también representan estereotipos: Antonio Banderas es el actor que trabaja para el entretenimiento (casi en una composición meta de sí mismo) y Oscar Martínez es el intérprete de método, al que se lo considera un “maestro”. La grieta, un concepto sobre el que Cohn y Duprat se regodean desde antes de la aparición del término, está desde un principio: mientras Martínez llega en un taxi al primer ensayo, Banderas arriba con su joven novia en un auto deportivo de color naranja. Las diferencias y fricciones entre ambos van en escalada, también potenciadas por la propia directora en los ensayos extravagantes. En una bolsa de personajes desagradables, al menos como están presentados aquí, es difícil generar empatía por alguno de ellos. En una escena en la que ambos actores terminan de ensayar, antes de salir Banderas hace un comentario misógino y homofóbico sobre una mujer que espera fuera de un recinto. Luego Martínez (quien hizo caso omiso a los dichos) le presenta a quien es su mujer. En ese remate solo hay silencio, no hay incomodidad ni vergüenza, es por ello que la recepción del espectador podría mostrarse igual de indiferente. Al margen de los intereses temáticos de los directores, la película se sumerge en un espiral de chistes, observaciones y posiciones de los personajes, incluso trastabilla en la previsibilidad de los momentos dramáticos más determinantes. Competencia oficial es un chiste interno puesto en forma de película, en la idea de mostrar en público lo privado como si se tratará de un telón que se levanta sin permiso para que todos miren. En la canchereada de pensar que se le quita el velo a algo que está escondido, los directores caen en su propia fosa, porque de toda la cartilla sobre la creación de una película, Cohn y Duprat creen que ninguna de esas posibilidades les salpica. La discusión rancia de “cine arte” y “cine espectáculo” es la base de esta película, que solo exuda modernidad y progreso -según ambos directores- en las locaciones fastuosas donde se desarrollan la mayoría de las escenas. La única reflexión arriba al final, a partir de una voz en off rústica que direcciona el sentido como si fuera un piloto automático, pues Cohn y Duprat subestiman a todo el mundo incluso a sus propios espectadores. Precisamente una de las tantas ideas que uno de sus personajes esboza más de una vez, por si no quedó claro.
CON EL CORAZÓN Como en Vicio propio (2014), Paul Thomas Anderson revive un género en clave autoral: aquí no es el noir que atraviesa las épocas, los contextos y los escenarios de un país sino que es la desgastada comedia romántica. Cierto es que ya había incursionado en esos territorios con Embriagado de amor (2002), pero ese Paul Thomas no es el mismo desde que traspasó sus propios límites y escapó de la posible comodidad acechante al hacer Petróleo sangriento (2007). De ahí en adelante todos sus proyectos fueron y son (¿serán?) magnánimos. Es así que la simple fórmula de “chico-conoce-chica-se-enamoran-se-separan-se-vuelven-a-amar” es tan sólo una estructura para él, es un croquis del que incluso puede prescindir y no retomar. Licorice Pizza es, nuevamente, una película de múltiples capas en la filmografía de PTA. Desde las reconstrucciones de época (nuevamente estamos en el Valle de San Fernando en California) hasta las citas y referencias cinéfilas. Sobre estas formalidades sostiene a sus dos personajes principales: Alana (la guitarrista Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman, hijo del recordado Phillip Seymour Hoffman). Ambos representan perfiles de hegemonía contrapuestos a los construidos históricamente en la comedia romántica; entre ellos hay una vibración magnética que los atraviesa, no por nada el inicio no tiene prólogo ni plano de establecimiento. Ya a los dos minutos Alana y Gary están en pleno duelo dialéctico; nutrido de retórica (la repetición de frases), de resignificaciones y, por supuesto, de un coqueteo mutuo, el combustible necesario para alimentar el género. ¿Quiénes son estos personajes? Ella una empleada de 25 años, él un actor adolescente y mini celebridad de 15 años. La propia narración es autosuficiente en términos de fundamentos para justificar la relación asimétrica, mucho más para los guardianes de la reserva moral de estos días. Mientras él vive casi como un adulto independizado, ella vive en la casa familiar junto a sus dos hermanas (las otras dos hermanas Haim) bajo un control paterno. Los roles no solo aparecen intercambiados en estos escenarios sino que también se presentan en la dinámica inicial de esta relación rara, ejemplificado en el encuentro que tienen en el mítico y desaparecido restaurante Tail O’ the Cock (un espacio frecuente durante el desarrollo de la película). Hay en Licorice Pizza una posta retomada de Había una vez en Hollywood (2019) en emprender un viaje (aquí por el Valle de San Fernando) dentro de un cápsula del tiempo construida a base de anécdotas cuyos ingredientes son reales (algunos en su totalidad, otros parcialmente). También hay reconstrucciones orales de algo que pudo o no haber pasado. Mientras Tarantino reescribía una parcela de la historia del cine, aquí PTA se regocija y sacude el pincel para darle forma a diferentes hechos cinéfilos, políticos, sociales, etc. que rodean la relación de sus dos personajes principales. Tal es el caso de la escena de casting de Alana y Jack Holden (Sean Penn) en el que todos los diálogos pertenecen a Interludio de amor (Breezy, 1973), la segunda y casi desconocida película de Clint Eastwood como director, una de las influencias de Licorice Pizza. En el repertorio también hay capas de crisis contextuales, como la de la escasez de petróleo en Estados Unidos durante 1973, en lo que fue el encausamiento hacia el final de la era Nixon. De ese hecho se desprende una de las escenas de acción más brillantemente filmadas y montadas con un camión, esto es, cuando Alana intenta maniobrar un vehículo sin nafta para sacarlo de una carretera. En la reconstrucción lúdica se despliega la ridiculez de las prohibiciones a los pinballs (“flippers”, para nosotros) que rigió en Los Ángeles hasta 1973, hecho que da lugar a la presentación del segmento del personaje Joel Wachs, un concejal candidato a alcalde con diversas inseguridades. Junto a Jack Dalton es uno de los tantos personajes que presenta la cartilla coral de Licorice Pizza, en una idea de perforación para segmentar cada una de las experiencias vividas por Alana y Gary. Licorice Pizza se une -también- a la última película de Quentin Tarantino en recubrir esa nostalgia, la cual muchas veces aparece sesgada por el carácter emotivo que segregan los recuerdos, con las necesarias cuotas de historia para escaparle a la trillada frase de “todo tiempo pasado siempre fue mejor”. Vietnam sobrevuela, la contracultura hippie aparece casi exterminada y se proyecta -como consecuencia- el concepto de emprendimiento, en lo que puede pensarse como los albores del capitalismo salvaje. Gary salta de un negocio a otro con éxito y algunas torpezas, pero siempre con Alana en su horizonte. En ellos no hay un romanticismo más allá de lo platónico, en primer lugar porque las edades impiden un acercamiento físico. De esta relación se desprende que PTA fue a lo más estricto y, a la vez, al meollo de la palabra “romance”. Licorice Pizza es el corazón de Paul Thomas Anderson hecho película.