Las chicas solo quieren divertirse
Uno está tentado de decir que hay aquí una película pálida, una cosa minúscula, ciertamente una nimiedad. Una película que es como un programa de televisión, volátil, a veces un poco engorrosa, que cae en la trampa de su propio palabrerío y que, de a ratos, tiende incluso a excusarse a sí misma de no ser más que una especie de vacío sin fondo, donde la letra de un libro nacido para ser best-seller (faltaba más) va a inscribirse, casi como una pirueta inevitable. La gracia de todo el asunto es que dentro de la película asoma una historia de chicas: la rubia es una suerte de vampiro, una princesa de una casta extraña a la que hay que cuidar y que se disputa una “tribu” enemiga. La chica morocha, su mejor amiga, tiene poderes sobrenaturales y asiste por la fuerza a la academia del título, institución centenaria en la que, mientras se instruye sobre las materias propias de su condición y se prepara para sobrevivir junto a otros jóvenes congéneres que participan de su misma naturaleza, aprovecha para encandilarse soñadoramente con su entrenador, un guardaspaldas adusto y taciturno que prácticamente la dobla en edad. Academia de vampiros podría ser un destilado de Harry Potter y de Crepúsculo aderezado de a ratos, no siempre orgánicamente, con algo de slapstick y de comedia de enredos. Lamentablemente, estas dos últimas líneas no llegan nunca a hacerse visibles del todo, porque es evidente que los responsables de la película están mucho más interesados en explotar el filón que se les ofrece al mimetizarse en la estela de la saga de vampiros hormonales de la señora Stephanie Meyer. Si embargo –hay verdades que no son del todo concluyentes– por momentos la película nos dice como en susurros que no estamos ante un espectáculo completamente desestimable. Hay que oír los diálogos que la película dispone con precisión y suficiencia en cada escena, disparados como fuegos artificiales en los duelos verbales en los que se embarcan los personajes, siempre midiéndose y retándose unos a otros, con el brillo de una elegancia isabelina que viene a contrastar cómicamente con las figuras de esas chicas que parecen salidas de algún show tipo America´s Next Top Model. O verlas si no asistir a una fiesta, mediante una bella entrada en ralenti llena de color, que sugiere el tono de síntesis emocional que el director Mark Waters parece querer colar sutilmente, casi como un esbozo de marca autoral, en la uniformidad un poco desoladora del conjunto. Así las cosas, no es difícil advertir que la estrategia del espectador feliz debería ser la de dedicarse, perversamente, a desestimar todo clímax, toda vuelta de tuerca de la trama –¿a quién le importa, en realidad, quién cambia de signo en esta historia, quién parece bueno y al final no lo es?– , pero también todo posible happy ending o final abierto (ese signo de interrogación que las franquicias de su clase dejan flotando en el último plano), y concentrarse, en cambio, en los desvíos milimétricos, en las imprudencias, las breves oscilaciones que la película regala en cuenta gotas, como si fueran el testimonio de un orgulloso secreto.