Un corralito de tono costumbrista
Bienvenido que el cine argentino recuerde el caos económico y social de 2001, con la gente en las calles, el corralito y los afanos de los bancos. Pero tales hechos merecían otra película, menos arqueológica y vetusta en su forma, más creíble y no tan eufórica en sus tonos y contenidos. Antonio Funes (Luppi), viudo y músico de prestigio, necesita insulina justo cuando aquellas medidas económicas deciden que los bancos retengan los depósitos.
El indócil Funes, que oscila entre momentos depresivos y un transparente malhumor por la situación, provisto de una granada, se refugia en el maldito banco amenazando a todo el mundo hasta que le devuelvan los ahorros. Otras historias paralelas, adentro y afuera (un matrimonio que reclama por sus ahorros junto al gentío –por ahí anda Esther Goris con peinado new wave–; una pareja que necesita retirar la plata para la operación de su hijo sordo; el comisario puteador que encarna Garzón, recordando a Rodolfo Ranni y sus performances más estentóreas), se presentan como complementos del eje central de la historia. El verosímil ochentoso estalla en cada una de las escenas, acompañadas con música desbordante, golpes bajos, diálogos que tuvieron su fecha de vencimiento hace tiempo y un grupo de actores secundarios que no aprobarían la primera ronda de casting para una (mala) película. El tal Funes, héroe o antihéroe, como importa, articula un discurso obvio y rancio, con pocas dudas e incertidumbres, salvo cuando la película recurre a un par de penosos flashbacks en blanco y negro añorando su etapa de músico junto a su esposa (la española Ana Fernández). Luppi hizo grandes trabajos y podrá omitirse el de este viejo gruñón que pelea por una causa justa. Sin embargo, el aspecto más penoso de Acorralados es que sólo pasaron diez años del tema que aborda en su tratamiento, pero en cuanto a su concepción estética, da la sensación de que se está frente a una película prehistórica.