Una ecuación puramente económica
Tras el inmenso éxito de Actividad paranormal (costó 11.000 dólares y recaudó el año último casi 200 millones sólo en su paso por los cines), no tardó mucho en llegar esta secuela, aunque ya sin aporte alguno del guionista y director israelí Oren Peli.
Lo que en el film original era sorpresivo, genuino e innovador (el uso austero y preciso de unos pocos elementos sobrenaturales para generar sugestión primero y miedo después) aquí se convierte en la mera reiteración (ampliada hasta la exageración) de una fórmula. Por lo tanto, el doble cálculo -comercial y artístico- se nota demasiado.
Los protagonistas de la primera película (la joven pareja entre Micah y Katie) vuelven ahora en papeles secundarios (pero importantes en el desarrollo y desenlace de la trama), ya que ceden los papeles principales al grupo familiar de la hermana de ella (mamá, papá, hija adolescente, bebe y perro guardián). La omnipresencia de un simpático recién nacido, más que un buen recurso de los tres guionistas, se parece bastante en este caso a un golpe bajo.
Tras un supuesto intento de robo, los dueños de la amplia casa californiana deciden instalar un sofisticado dispositivo con media docena de cámaras de seguridad. Esas imágenes y las que toman los propios personajes con su pequeña videocámara concentrarán los dos puntos de vista del relato. Nada que no se haya visto ya en decenas de películas recientes.
Así, entre la estética desprolija de la home movie y un esquema que remite al reality show televisivo, entre la cotidianidad de la dinámica familiar, los traumas infantiles compartidos por las dos hermanas y las apelaciones a fuerzas demoníacas, transcurren los 90 minutos de esta segunda entrega de una saga que todavía es capaz de provocar algún que otro sobresalto en el espectador dispuesto a compartir una experiencia colectiva, pero que no agrega demasiado a los apuntados logros del largometraje original ni mucho menos a la rica historia del género de terror.