Un poco más de miedo no le vendría nada mal
Por ley del éxito, lo que empezó siendo una peliculita autoproducida, autofinanciada, casi unipersonal –cajoneada durante un buen par de años hasta su estreno– pinta ya para una serie. Dirigida por un ex técnico informático que aprendió cine al estilo Mecánica Popular, una recaudación que multiplicó casi por 10.000 su ínfimo costo hizo de Actividad paranormal la película más redituable de la historia del cine. Así nomás. Aquí está, entonces, la inevitable secuela, con la curiosidad de que –dirigida esta vez por un director de cine, y no por un especialista en bytes y conexiones– resulta ser mejor que la primera. Lo que todavía sigue faltando –a criterio de este crítico, al menos– es un poco más de miedo. Tal vez la tercera parte, que la escena final anuncia, logre finalmente asustar al personal como es de esperar.
En realidad, lo de “secuela” corre sólo para las últimas dos escenas, que tienen lugar tras un breve salto temporal. Producida ahora por la Paramount, el resto de Actividad paranormal 2 transcurre un par de meses antes de la primera parte, con lo cual se trata antes bien de una precuela. La idea que la anima surge de la presunción, que la primera deslizaba, de que las presencias sobrenaturales tal vez respondieran a una maldición, que la protagonista femenina arrastraría desde pequeña. Aquí está entonces su hermana, mamá reciente de un niño llamado Hunter. Rasgo de fineza del guión, el parentesco entre Kristi y Katie se devela bastante avanzada la película. Recurso digno de William Castle, cuando aparece Micah, marido de Katie y protagonista de la primera parte, se sobreimprime un cartel tamaño Crónica TV, que dice: “Micah, 60 días antes de su muerte”.
“Quiero a Hunter”, confiesa un espíritu, invocado durante una prueba de la copa. De allí que el núcleo dramático se desplace del dormitorio matrimonial, centro de operaciones de la primera parte, al cuarto del niño. Se desplaza y se multiplica: mientras que en la película original prácticamente todo era visto desde un único emplazamiento fijo, ahora son siete las cámaras que filman. Seis de ellas son de seguridad, instaladas por los dueños de casa tras un primer incidente sospechoso. La restante es la de la hija adolescente, que se mueve por toda la casa. Y aunque en ocasiones resulte forzado, esta multiplicidad de registros le da a la película una dinámica que en la anterior se echaba en falta.
Que detrás de esto hay esta vez un director de cine (Tod Williams, que unos años atrás había tenido a su cargo una versión de Una mujer difícil, de John Irving) se nota tanto en esa mayor variedad visual como en la elección del elenco, integrado por actores desconocidos pero convincentes. Y en la construcción de suspenso de toda la primera mitad, que lleva al espectador a revisar hasta el último rincón de cada plano fijo, en busca de una presencia que amenaza con aparecer pero demora en hacerlo. Menos convincente es la resolución, que hace más explícita la idea de posesión, pero en ese mismo movimiento pierde sugerencia. Lo otro que esta segunda parte profundiza es el carácter misógino que la primera dejaba entrever: aquí, el mal no sólo se transmite por la rama materna, sino también de hermana a hermana, con los varones como víctimas.