En 2007, el israelí Oren Peli rodó con apenas 15.000 dólares una película de terror basada en la idea del found-footage (videos caseros encontrados) que manejaba con inteligencia los mínimos elementos sobrenaturales y los ruidos para generar tensión y miedo. El film se estrenó dos años más tarde y se convirtió en uno de los más rentables de la historia. En 2010 llegó la inevitable secuela, y ahora es el turno de la precuela -ambientada en 1988-, que describe la niñez de las hermanas Katie y Kristi.
Esta tercera entrega no es una mala película, pero tiene un gran problema: repite con muy escasas variantes la fórmula explotada por sus dos antecesoras. Así, la experiencia se parece bastante a escuchar un chiste por enésima vez: ya no tiene el mismo efecto, la fluidez ni la capacidad de sorpresa que en aquella primera oportunidad.
En un rapto de nostalgia, la historia se traslada a fines de los años 80 y las dos cámaras que tomarán las imágenes (a veces fija, a veces en mano) son en el viejo y ya casi extinto formato VHS. Las protagonistas de las dos primeras entregas (Katie Featherston y Sprague Grayden) aparecen sólo en la primera escena, un prólogo que transcurre en 2005, pero luego las veremos de pequeñas (ya interpretadas por Chloe Csengery y Jessica Tyler Brown) en la casa familiar californiana que comparten con su madre (Lauren Bittner) y con su nuevo padrastro (Christopher Nicholas Smith), que se gana la vida filmando bodas y es un adicto a la imagen.
Poco a poco, con el estilo pausado y progresivo de la saga (casi minimalista frente al terror sádico de, por ejemplo, la franquicia de El juego del miedo ), los directores Henry Joost y Ariel Schulman (cuyo principal antecedente era el documental Catfish ) irán mostrando las presencias fantasmales (¿demoníacas?) hasta llegar a un final bastante más explícito que apuesta por el impacto.