Otra vez el truco de las cámaras de vigilancia. Aunque esta vez nos cuentan un poco el pasado de los personajes de la segunda parte. Es decir: si usted más o menos tiene pensados cómo han de ser los sustos o los miedos que este universo de las cámaras de vigilancia convoca, no va a encontrar muchas más novedades. Salvo el hecho de que aquello que comenzó como la puesta a punto de algo que aparentaba ser “real” poco a poco va tomando la densidad del relato, de la saga y de la referencia. No es que esté mal: más bien el problema es que el dispositivo que pone en juego la película no tiene demasiadas variantes y, por lo tanto, se transforma en una especie de juego que se vuelve más pertinente cuanto más “experimentado” (es decir, cuanto más conozca el resto) esté el espectador. Por cierto, esto no quita que en algunas secuencias el miedo sea efectivo, que uno salte del asiento o que no tenga su (módico, seamos concisos) atractivo. Pero da la impresión de que se está estirando artificialmente y a puro lugar común lo que, en el origen, había sido una buena idea.