Del extraterrestre al mono en un segundo
Tal vez sea un lugar común comenzar un texto crítico sobre un film del género de ciencia ficción -o de “ficción espacial”, como dice mi amigo y colega Pedro Seva- hablando de 2001: Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, pero como en cine -por ende, como en la crítica- se debe partir de ese cliché para escarbar y encontrar algo más allí; al cliché hay que amarlo, apegarse a él y luego reinterpretarlo, para así obtener de esa materia prima atávica otra relectura posible.
El film de Kubrick es la película más ambivalentemente influyente de la historia, principalmente por tres motivos. Uno, su devoción por la tecnología y su carácter predictivo inherente. La sustancia de 2001 no está contenida en lo que llamamos trama ni en los personajes sino en la propia admiración por el decorado y los utensilios del género. Dos, la exaltación tanto por el espacio exterior material como por el espacio como unidad narrativa. La cualidad pictórica de base de los planetas, las estrellas, la galaxia, y el mismísimo espacio exterior posee más valor que la vida humana. Y tres, la pregunta por el devenir de la humanidad, la pregunta fundamental del género, sobre la que, de alguna manera, se construye cada exponente. El legado de la película resultó ser totalmente polar, influenciando así, más quizás por sus imágenes autónomas que por su correlato específico, a directores como James Cameron y Brian De Palma cuyos Terminator, Terminator 2, Avatar y Misión a Marte fueron permeables a este género sin caer en la periferia, es decir, la mera contemplación cuasi-documentalista de sus herramientas diegéticas, mientras que en los films de Christopher Nolan como Interstellar o el de Lynch de Eraserhead todos esos elementos pasan a primera plana.
El más reciente film de James Gray pertenece al primer grupo. En principio, porque comprende que es una película de género -es decir, un “estado de transparencia”, según Faretta- y, por ende, tiene sus reglas, las cuales 2001 -o más bien, su lastimoso legado- pareciera haber dictaminado como verdad ulterior. Afortunadamente, Gray es autoconsciente de su existencia al mismo tiempo que polemiza con su proceder, como también lo haría, tal vez en menor medida, Gravity de Alfonso Cuarón. Mientras que 2001 es una película exorbitantemente tecnófila, Ad Astra no se regodea en ningún momento de sus elementos ni mucho menos de sus posibilidades tecnológicas: aquí no hay escenas de lapiceras levitando por la ausente gravedad, ni compartimentos que giran circularmente ni naves espaciales al compás de las cuerdas de Strauss. En Gray, las naves espaciales son los caballos de los westerns de Ford y no los de Leone, un obsesionado con la explotación del tiempo como Kubrick del espacio, los microchips son los intercomunicadores de Misión: Imposible y la falta de gravedad es análoga al clima nocturno e incierto del noir.
Sin embargo, aquí es cuando el film pasa a un estado superior: mientras que la visión supuestamente trascendente en Kubrick se regía únicamente por lo tecnológico o por viajes astrales arbitrarios, la visión del mundo de Gray se nos revela a partir del viaje coppoleano alla Apocalypse Now del protagonista, Roy McBride, un personaje triplemente mítico por intruso, por primogénito de un personaje cuya existencia es aún incierta y por su carácter mesiánico. Su odisea (homérica al revés, podríamos decir) comienza igual que la de aquel Willard: se le otorga una misión oficial, material, que luego irá virando hasta convertirse en un objetivo personal, entrañable. En el film de Coppola, Willard termina asesinando a Kurtz ya no por un mandato oficial sino casi porque él se lo pide. Asimismo, en Ad Astra, Cliff McBride, el padre, le pide que lo suelte en el espacio exterior una vez producido el (re) encuentro.
Tampoco hay una exaltación por el espacio exterior ni por el tamaño colosal del medio; en Ad Astra las distancias, si bien reales y conocidas, no son relevantes: un viaje de la Tierra a la Luna tarda, en el plano del relato, dos minutos. De hecho, en varias ocasiones se mencionan las distancias exactas entre el lugar en el que los personajes están respecto de la Tierra, pero Gray sabe que el verosímil científico (otro de los aciertos de la película: nunca se especifica exactamente cuánto se conoce de la Luna ni de Marte ni dónde y cuándo se puede respirar ni los reglamentos dentro de una nave) no le corresponde al campo del cine sino al de las ciencias exactas, terreno que algunos periodistas de cine intentaron inmiscuir en películas como Interstellar. Como en este último film mencionado o en 2001, la enormidad planetaria no solo era motivo de reflexión insoportablemente solemne sino además material de “registro puro de la realidad”, llegando a un nivel casi documentalista. En Ad Astra los astros no son vistosos, la luna luce como una plancha de telgopor, los anillos planetarios son berretas. Es un film en el que irónicamente (o no) sus mejores momentos visuales se encuentran en los interiores y no en la espectacularidad “real” del espacio exterior.
También se ubica en una tercera posición -como todos los buenos films- respecto de la calidez para con los personajes: En un extremo, 2001 pecaba de tener una frialdad repulsiva por su distancia con esos personajes tremendamente rígidos y unidimensionales. En el otro, el E.T. de Spielberg, cuyo epónimo se trata de una criatura empalagosamente benigna; en ese sentido, Gray sortea con éxito la indiferente lejanía kubrickeana no solo a partir del uso reiterado de planos cortos de Brad Pitt sino también a partir de la carga de humanidad que el director le da: entendemos que para Roy el enigma de la figura paterna y su posibilidad de supervivencia es trascendente para él, lo mismo que su relación con su (ex) esposa. Y también esquiva de manera vivaz el sentimentalismo barato de Spielberg: recordemos una secuencia particular en la que uno de los tripulantes de la nave que se dirige a Marte le dice a Roy que en caso de ver a ET (sic) le avisaría, mientras él se ausenta en busca de una nave que ha pedido auxilio. ¿Qué ocurre minutos después? No hay vida inteligente (misión primaria de la empresa que envía a Roy a Neptuno) ni humanos (como él) ni ETs sino un primate dispuesto a asesinarlo. Aquí, la obviedad que el periodismo ha convenido en llamar “la elipsis más larga de la historia del cine”, refiriéndose al hueso convirtiéndose en una nave, queda absolutamente ridiculizada por la maestría narrativa de Gray.
En Ad Astra todo es cine porque todo es puesta en escena. Grey se ciñe al género al mismo tiempo que lo reinventa, a diferencia del espacio kubrickeano, que pareciera ser más importante que los personajes, incluso más que la propia trama. Se diferencia de Tarantino, pues éste cree que la porción de torta hitchcockeana está en el depósito de Reservoir Dogs que opera como escenario de esos personajes y situaciones teatrales. Si se asemeja al De Palma de Snake Eyes, que comprendía que el ring de boxeo era la periferia, el engranaje más chico de un sistema inquebrantable y no al revés. Es cercano al Coppola de Apocalypse Now respecto de la gramática que implica llevar a cabo un viaje, a diferencia del griterío ridículo de Full Metal Jacket. Ad Astra es una película hermética en su sentido etimológico más estrecho: pueden convivir lo alto, lo trascendente, lo político y lo religioso al mismo tiempo que lo bajo (entiéndase bajo como lo palpable y no como lo chabacano): la trama, la acción, la curva dramática. En Ad Astra puede haber una persecución con tiroteos alla Fuego contra Fuego en la luna al mismo tiempo que presentar un viaje mítico, transhumanante; una diatriba física contra un primate kubrickeano en una nave espacial perdida y la búsqueda de una respuesta por el futuro de la humanidad contenido en la relación padre-hijo; puede haber una explosión nuclear al mismo tiempo que una subtrama melodramática sin caer en ridículos valetodos amnésicos como Hereditary, pero sin olvidarse del género, lo que la convierte, sin dudas, en una de sus mayores exponentes.