Del extraterrestre al mono en un segundo Tal vez sea un lugar común comenzar un texto crítico sobre un film del género de ciencia ficción -o de “ficción espacial”, como dice mi amigo y colega Pedro Seva- hablando de 2001: Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, pero como en cine -por ende, como en la crítica- se debe partir de ese cliché para escarbar y encontrar algo más allí; al cliché hay que amarlo, apegarse a él y luego reinterpretarlo, para así obtener de esa materia prima atávica otra relectura posible. El film de Kubrick es la película más ambivalentemente influyente de la historia, principalmente por tres motivos. Uno, su devoción por la tecnología y su carácter predictivo inherente. La sustancia de 2001 no está contenida en lo que llamamos trama ni en los personajes sino en la propia admiración por el decorado y los utensilios del género. Dos, la exaltación tanto por el espacio exterior material como por el espacio como unidad narrativa. La cualidad pictórica de base de los planetas, las estrellas, la galaxia, y el mismísimo espacio exterior posee más valor que la vida humana. Y tres, la pregunta por el devenir de la humanidad, la pregunta fundamental del género, sobre la que, de alguna manera, se construye cada exponente. El legado de la película resultó ser totalmente polar, influenciando así, más quizás por sus imágenes autónomas que por su correlato específico, a directores como James Cameron y Brian De Palma cuyos Terminator, Terminator 2, Avatar y Misión a Marte fueron permeables a este género sin caer en la periferia, es decir, la mera contemplación cuasi-documentalista de sus herramientas diegéticas, mientras que en los films de Christopher Nolan como Interstellar o el de Lynch de Eraserhead todos esos elementos pasan a primera plana. El más reciente film de James Gray pertenece al primer grupo. En principio, porque comprende que es una película de género -es decir, un “estado de transparencia”, según Faretta- y, por ende, tiene sus reglas, las cuales 2001 -o más bien, su lastimoso legado- pareciera haber dictaminado como verdad ulterior. Afortunadamente, Gray es autoconsciente de su existencia al mismo tiempo que polemiza con su proceder, como también lo haría, tal vez en menor medida, Gravity de Alfonso Cuarón. Mientras que 2001 es una película exorbitantemente tecnófila, Ad Astra no se regodea en ningún momento de sus elementos ni mucho menos de sus posibilidades tecnológicas: aquí no hay escenas de lapiceras levitando por la ausente gravedad, ni compartimentos que giran circularmente ni naves espaciales al compás de las cuerdas de Strauss. En Gray, las naves espaciales son los caballos de los westerns de Ford y no los de Leone, un obsesionado con la explotación del tiempo como Kubrick del espacio, los microchips son los intercomunicadores de Misión: Imposible y la falta de gravedad es análoga al clima nocturno e incierto del noir. Sin embargo, aquí es cuando el film pasa a un estado superior: mientras que la visión supuestamente trascendente en Kubrick se regía únicamente por lo tecnológico o por viajes astrales arbitrarios, la visión del mundo de Gray se nos revela a partir del viaje coppoleano alla Apocalypse Now del protagonista, Roy McBride, un personaje triplemente mítico por intruso, por primogénito de un personaje cuya existencia es aún incierta y por su carácter mesiánico. Su odisea (homérica al revés, podríamos decir) comienza igual que la de aquel Willard: se le otorga una misión oficial, material, que luego irá virando hasta convertirse en un objetivo personal, entrañable. En el film de Coppola, Willard termina asesinando a Kurtz ya no por un mandato oficial sino casi porque él se lo pide. Asimismo, en Ad Astra, Cliff McBride, el padre, le pide que lo suelte en el espacio exterior una vez producido el (re) encuentro. Tampoco hay una exaltación por el espacio exterior ni por el tamaño colosal del medio; en Ad Astra las distancias, si bien reales y conocidas, no son relevantes: un viaje de la Tierra a la Luna tarda, en el plano del relato, dos minutos. De hecho, en varias ocasiones se mencionan las distancias exactas entre el lugar en el que los personajes están respecto de la Tierra, pero Gray sabe que el verosímil científico (otro de los aciertos de la película: nunca se especifica exactamente cuánto se conoce de la Luna ni de Marte ni dónde y cuándo se puede respirar ni los reglamentos dentro de una nave) no le corresponde al campo del cine sino al de las ciencias exactas, terreno que algunos periodistas de cine intentaron inmiscuir en películas como Interstellar. Como en este último film mencionado o en 2001, la enormidad planetaria no solo era motivo de reflexión insoportablemente solemne sino además material de “registro puro de la realidad”, llegando a un nivel casi documentalista. En Ad Astra los astros no son vistosos, la luna luce como una plancha de telgopor, los anillos planetarios son berretas. Es un film en el que irónicamente (o no) sus mejores momentos visuales se encuentran en los interiores y no en la espectacularidad “real” del espacio exterior. También se ubica en una tercera posición -como todos los buenos films- respecto de la calidez para con los personajes: En un extremo, 2001 pecaba de tener una frialdad repulsiva por su distancia con esos personajes tremendamente rígidos y unidimensionales. En el otro, el E.T. de Spielberg, cuyo epónimo se trata de una criatura empalagosamente benigna; en ese sentido, Gray sortea con éxito la indiferente lejanía kubrickeana no solo a partir del uso reiterado de planos cortos de Brad Pitt sino también a partir de la carga de humanidad que el director le da: entendemos que para Roy el enigma de la figura paterna y su posibilidad de supervivencia es trascendente para él, lo mismo que su relación con su (ex) esposa. Y también esquiva de manera vivaz el sentimentalismo barato de Spielberg: recordemos una secuencia particular en la que uno de los tripulantes de la nave que se dirige a Marte le dice a Roy que en caso de ver a ET (sic) le avisaría, mientras él se ausenta en busca de una nave que ha pedido auxilio. ¿Qué ocurre minutos después? No hay vida inteligente (misión primaria de la empresa que envía a Roy a Neptuno) ni humanos (como él) ni ETs sino un primate dispuesto a asesinarlo. Aquí, la obviedad que el periodismo ha convenido en llamar “la elipsis más larga de la historia del cine”, refiriéndose al hueso convirtiéndose en una nave, queda absolutamente ridiculizada por la maestría narrativa de Gray. En Ad Astra todo es cine porque todo es puesta en escena. Grey se ciñe al género al mismo tiempo que lo reinventa, a diferencia del espacio kubrickeano, que pareciera ser más importante que los personajes, incluso más que la propia trama. Se diferencia de Tarantino, pues éste cree que la porción de torta hitchcockeana está en el depósito de Reservoir Dogs que opera como escenario de esos personajes y situaciones teatrales. Si se asemeja al De Palma de Snake Eyes, que comprendía que el ring de boxeo era la periferia, el engranaje más chico de un sistema inquebrantable y no al revés. Es cercano al Coppola de Apocalypse Now respecto de la gramática que implica llevar a cabo un viaje, a diferencia del griterío ridículo de Full Metal Jacket. Ad Astra es una película hermética en su sentido etimológico más estrecho: pueden convivir lo alto, lo trascendente, lo político y lo religioso al mismo tiempo que lo bajo (entiéndase bajo como lo palpable y no como lo chabacano): la trama, la acción, la curva dramática. En Ad Astra puede haber una persecución con tiroteos alla Fuego contra Fuego en la luna al mismo tiempo que presentar un viaje mítico, transhumanante; una diatriba física contra un primate kubrickeano en una nave espacial perdida y la búsqueda de una respuesta por el futuro de la humanidad contenido en la relación padre-hijo; puede haber una explosión nuclear al mismo tiempo que una subtrama melodramática sin caer en ridículos valetodos amnésicos como Hereditary, pero sin olvidarse del género, lo que la convierte, sin dudas, en una de sus mayores exponentes.
Los últimos románticos, dirigida por Gabriel Drak, comienza con una escena que será el epítome del metraje: dos hombres adultos -en apariencia, pues en verdad son irritantemente bobos- balbucean, entre porros, algunas trivialidades sobre sus trabajos y una referencia carente de sentido o resignificación de No Country for Old Men, el film de los hermanos Coen. Agregan algo sobre la escritura de un guión, aunque pareciera ser más un capricho autoral que una necesidad de los personajes. Están sentados en dos rocas que sobresalen del río; sabemos que el lugar donde se desarrolla la historia es un tal “Pueblo Grande”, aunque la película es ostensiblemente ambigua respecto de su ubicación exacta (el film se nos introduce con una placa que reza “en algún lugar del Río de la Plata”). Si queremos empezar a entender los temas de un film, las simetrías y los conflictos que va a tratar, resulta prudente analizar las primeras imágenes, los primeros diálogos, los primeros movimientos de cámara. Allí, con algo de suerte, encontraremos todas las semillas que el autor, si es tal, quiere hacer florecer durante su obra. En el caso de Los últimos románticos, esto ocurre pero a la inversa: vemos, de entrada, todas las falencias que desnudará más adelante. Primero, el film de Drak reflota uno de los grandes males del cine argentino de los últimos treinta años, que es la incapacidad de escribir diálogos adecuados: es una película mal hablada. Hay una escena particularmente pobre, en la que un comisario despechado es llamado por el superior a su oficina e intercambian palabras sin un gramo de gracia, sin un ápice de presteza dialogística. También se insulta mucho, y sin sentido, otro de los defectos cinematográficos rioplatenses: las puteadas procuran funcionar como chistes en sí mismos, como si tuviesen una especie de gracia intrínseca. En este caso no solo se abusa del insulto sino que se parte del golpe de efecto, sin simpatía alguna. Mencionamos que los personajes se encuentran escribiendo un guión cinematográfico, una comedia negra (como pretende ser esta obra). Sin embargo, este valor de los personajes no se resignifica ni tampoco vuelve a la trama como un hecho importante: nunca vemos a los protagonistas (Perro y Gordo) desarrollarlo y cuando se habla del tema, siempre su uso argumental es banal. Por otro lado, esa ambigüedad respecto de la geografía diegética se traslada al campo de la trama: hay una indecisión constante sobre los hechos que narra, lo que deriva en un cualquiercosismo algo hartante. Por momentos, el film es una comedia (hay un solo chiste que funciona, pero por sí mismo y no por contexto: “ahórrele el sufrimiento”… El lector que no ha visto el film quizás incluso se ría), por momentos un thriller, por momentos un drama y por otros, un policial. Estos cambios de género, de tono, son sumamente arbitrarios. Los personajes resultan también bastante chatos: Perro es un eterno adolescente que en ningún momento admite redención mientras que el detective es un sexagenario irritante cuyas habilidades detectivescas son una incógnita para el espectador. Una vuelta de tuerca al final quiere alterar un mundo que nunca se fijó del todo; en parte por la indecisión, en parte por la inhabilidad narrativa.
Unos días atrás, en el Auditorium de Mar del Plata, pudimos ver Skate Kitchen, de Crystal Moselle. Previo al film, nos encontramos con una particularidad: la actriz principal, presente, introdujo la película con el clásico cassette puesto pero la rareza regía en que llevaba consigo un skate, objeto principal del universo que el film narra. Al instante nos resultó llamativo pues somos de la idea de la existencia de un quiebre, una división entre ficción y realidad. Sin embargo, finalmente se trató de un film teen prolijo, honesto y sin aires de grandeza. Con Vendrán lluvias suaves, de Iván Fund, sucedió lo mismo en la antesala: el multitudinario elenco, casi íntegramente conformado por niños, subió al escenario para presentar la película y el micrófono fue directo a uno de los chicos. Al público -claro-, con el elenco “adulto” como cómplice, le pareció agradable; el niño dijo lo que pudo, producto de los nervios, y los espectadores respondieron de la mejor manera. Aquí vienen las malas noticias: respecto de la calidad del film, lamentablemente no ocurrió lo mismo que con el americano. Ya es harto sabido que en los últimos años ha aparecido un especie de fervor nostálgico gracias a Stranger Things, IT, y remakes, secuelas y spin offs de películas de los 70 y 80. Siendo un poco menos benévolos, se podría decir que en realidad hay un deseo por la vuelta a lo infantil. Es cierto, también, que de estas obras también se pueden filtrar algunos elementos interesantes pero que no dejan de pertenecer a la cáscara de los films sobre los que se nutren; por lo menos hay algo parecido a la aventura. En Vendrán lluvias suaves, Fund se va exactamente a lo opuesto, aunque su film está provisto de una premisa interesante que se basa en un mundo -confuso e indefinido- donde los adultos no despiertan. Uno podría intuir que dicha situación a lo sci-fi impulsaría a los niños a las peripecias, aunque después ocurra lo contrario. Es curioso el proceder de la película, pues esboza un intento de ser un film de aventuras pero filmado como una de Malick, con la solemnidad del Nolan de Interstellar y con la pretensión de Tarkosvki o el Kubrick más denso; abundan los silencios, los planos largos del cielo o del campo -mal encuadrado- y los primeros planos de las caras de los niños. El sonido es sostenido por música ocasional pero insoportable, parte de un mecanismo perverso para infundirle al espectador reflexiones que el director no sabe inducir. Sin embargo, lo más cruel de la película reside en el tratamiento que hace de los niños: toda la belleza que (no) logra el film tiene que ver con características intrínsecas (ternura-lindura-blancura) de los infantes, y no con una estética perseguida de lo inocente o lo lúdico. Su propuesta no solo es perversa sino insultante: rebaja a los niños a simples caras bonitas despojándolos de toda trascendencia pero además, también impide que el espectador se conmueva con sus imágenes al no confiar en su capacidad de empatizar con ellas. Hay algo parecido a un personaje: una chica alta que deja entrever una obsesión con su abuelo, pero no solo sus apariciones son esporádicas sino que encima es lo más parecido a un adulto. Por último, y para culminar este soporífero comercial de Cheeky de ochenta minutos (le sobran cuarenta, por lo menos), los niños son sometidos a una alegoría, luego se larga a llover y se van a dormir, todos juntos. Es gracioso: al principio del film, los niños están despiertos (bueno, eso parecen), los adultos diegéticos duermen y al final, los chicos se han ido a dormir y el espectador adulto también.
Lars y la Chica Real (2007), aquella pequeña película indie protagonizada por Ryan Gosling, planteaba la posibilidad de que un hombre, Lars, se enamorara de una muñeca a tamaño real. En su segundo largometraje, que hoy es una película de culto, Gillespie toma una otredad –no fantástica, sino más bien absurda– que es absorbida por esa comunidad tan bien retratada de un pueblucho solitario de Wisconsin. Aquí el relato no se detiene puntualmente en definir la rareza, lo otro, aunque esa sea la característica que afecta a todos los sucesos; no se enfoca en el hecho en sí, sino en la adaptación que hace su entorno en relación a dicha extrañeza. De manera humilde, esta película reflexiona sobre las relaciones humanas y no sobre las nuevas posibilidades de la tecnología en nuestro tiempo. Es una película de cómos más que de qués. Diferenciémosla con un ejemplo más popular: aquel capítulo de la segunda temporada de Black Mirror llamado “Be Right Back” donde una chica compungida por la muerte de su pareja ordena por teléfono una especie de autómata con sentimientos, físicamente igual a un humano, que reemplace a su difunto compañero. Aquí, por caso, el énfasis está puesto justamente en el hecho presuntamente trascendente de la posibilidad de encargar por internet una persona. No sólo resulta ser un mal chiste, sino que ese chiste, efectivo en una primera instancia, se repite demasiadas veces. La solemnidad habitual de esta serie ya apropiada por Netflix se hace presente, una vez más, en este episodio. El resultado es la fallida búsqueda de tocar constantemente temas del futuro sin ningún tipo de reflexión profunda; las premisas, aunque interesantes, quedan reducidas a un graffiti, a una pancarta o, en términos digitales, a un tweet. Pensemos en otro caso tal vez más cercano a Lars y la Chica Real: Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos (2004, Michael Gondry). En esta película, cuyo título ya provoca una distancia producto de la solemnidad puesta al servicio del espectador cool, también se encuentra esa idea de la máquina ficticia en un mundo cotidiano. Si bien es cierto que acá sí se hace hincapié en la relación entre los dos protagonistas, hay una idea repetida hasta el hartazgo: el fallo de la máquina ante el enamoramiento incorruptible. De forma perfectamente acertada, Lars y la Chica Real logra tomar distancia de estas dos obras dejando de lado la mera idea superficial de la invención para dar lugar al desarrollo y a la complejidad, esta vez empática, de la otredad en el día a día. Ahora bien: ¿qué une aquella chiquita y dulce de Lars… a Yo Soy Tonya, la película que nos compete? Aquel Lars comparte con Tonya Harding –una correcta Margot Robbie–algunas características: una de ellas –quizás la más urgente– es que ambos, aunque humanos, poseen comportamientos totalmente caricaturescos y hasta robóticos (esto último de manera acabada en el personaje de Gosling en Lars…). Sin embargo, el lazo que los une perfectamente está en la puesta en escena: hay una clara y acertada decisión de la película que consiste en empatizar con sus personajes, por más inhumanos que luzcan. Tras ese salvajismo que resulta controlado de manera exógena, Tonya Harding es un personaje que queremos porque el director la trata con cariño en su narrativa. De hecho, no nos interesa demasiado Nancy Kerrigan, la víctima del incidente principal del film. Ambas películas, con conflictos, escenarios y temas completamente distintos, logran desarrollar con dulzura y sin solemnidad temas complejísimos que atañen al ser humano en sus raíces más profundas. En ningún momento se hacen juicios de valor sobre lo que vemos en pantalla (Yo Soy Tonya es un especie de metadocumental falso) sino que deja todas las conclusiones a merced del espectador, sin bajar líneas obvias; son mucho más recurrentes las escenas fuera de la pista de patinaje que en las competiciones. Es como si Gillespie nos contase el mundo de la compleja Tonya Harding puertas adentro para luego explicar los trágicos hechos en el campo exterior sin ponerse en un lugar altanero. Otro de los puntos interesantes de Yo Soy Tonya es su puesta de cámara. La violencia natural de la historia (la biopic) tiene su correlato en los furiosos travellings, paneos y planos secuencia. Sin embargo, aquí viene la hybris: parece como si la cámara fuera demasiado consciente del cinismo y de la agresividad con la que se cuenta la historia, por lo que comete un exceso tal vez esperable: exagera un poco su propia propuesta. La furia de la propuesta es tan autoconsciente que eso repercute en los travellings, no solamente exagerados sino demasiado recurrentes, donde quizás en algunas oportunidades no haga falta. La inmediata comparación que se establece es, por un lado, con las películas de los hermanos Coen, sobre todo por el tono que lleva a cabo la película y, por otro lado, con la puesta en escena de Buenos Muchachos (1990) y, por qué no, de El Lobo de Wall Street (2013). Gillespie toma algunos elementos de la planificación de cámara de Scorsese, aunque tal vez con menos importancia en los encuadres; el frenesí de la acción por momentos parece llevársela puesta. Incluso en el trailer, una de las críticas sobreimpresa en el video reza “es la Goodfellas del patinaje artístico”. Más allá del título sensacionalista, podemos rescatar algunos elementos inherentes a la película que sin la puesta de cámara elegida por Gillespie no hubiesen tomado esa forma. A priori, y con algunos prejuicios que no suelen fallar, Yo Soy Tonya se encuentra dentro de ese grupo algo merecidamente bastardeado de films que en realidad son vehículo para ganar premios para su elenco. Recientemente, la transformación –un poco vendehumo, si se puede acotar– de Gary Oldman para interpretar a Churchill en Las Horas más Oscuras le valió un Oscar a mejor actor. De la misma manera, Yo Soy Tonya intenta llevar a su punto más extremo a Margot Robbie, que tiene una correctísima interpretación en una película que es rica en varias aristas más. En una entrevista con GoldDerby, el mismo Gillespie (un director que suele trabajar bajo contrato) admite no haber estado interesado en dirigir la película hasta enterarse de que Robbie la protagonizaría. Cuando ingresó al proyecto, no hizo más que robustecer todas sus facetas. Sí, claro, hay alguna que otra escena sobreactuada y con libertad para que Robbie se luzca, pero ninguna queda aislada ni desentonada. Un film parejo, con decisiones acertadas y con la violencia necesaria para hacernos aguantar una interesante biopic, que no es poco.
En esta comedia codirigida por la actriz/directora Jazmín Stuart (Pistas Para Volver a Casa, 2014) y Hernán Guerschuny (El Crítico, 2013), tres parejas de clase media alta que pisan sus cuarenta años cargan consigo una bomba emocional cuya explosión es inminente. El escenario elegido para la tragedia -y la comedia, claro está- es una casa de campo que albergará una paradoja interesante: el descanso y a la vez, el ahogo de sus personajes. Es que justamente los puntos altos de Recreo tienen que ver con la construcción de los protagonistas. La película desarrolla de modo eficiente la tridimensionalidad de los personajes -tal vez algunos más que otros- evitando así su chatura, quizás esperable en este tipo de propuesta. Hay un destacado tratamiento sobre los defectos: evitando retratar ciertos arquetipos sociales, cada uno de los integrantes de las parejas tiene su costado lastimosamente humano, que permite al espectador adentrarse de modo ligero en sus dilemas y preocupaciones. Sin embargo, en este punto a favor que posee la película se encuentra un problema que se va a repetir casi sistemáticamente a lo largo del metraje, que consiste en el desperdicio de sus propias posibilidades. Teniendo un gran elenco, deshecha gran parte de su potencial: los momentos de comedia son llamativamente débiles, y por momentos, forzados. Además, deja en un segundo plano a la pareja interpretada por Peterson y Mirás, quienes quedan relegados bajo los profundos demonios de los otros partícipes. Esto bien podría no ser una falencia si la premisa de Recreo no se basara en la narrativa en partes iguales, lo cual sí hace. En fin: se enreda en sus propios artificios. Decíamos que otra de sus falencias es el uso forzoso de los mecanismos estructurales de la comedia. Una escena tempranera de charla sobre sexo resulta algo imprudente por dos factores: uno de ellos es que se ha creado cierta expectativa al ver el camino de las parejas invitadas hacia la casa de campo, gracias a una correcta interpretación de los actores. Y lo que se pone en juego allí parece necesitar algún nexo entre la presentación de las familias y la conversación erótica. En consecuencia, nos lleva al segundo factor, y es que el tono cambia de forma abrupta, haciendo que el espectador tome distancia de los personajes, a quienes aún no conocemos tanto como para ser observadores comprometidos de esa discusión. Es más: el pasado común de ellos no está bien desarrollado, lo cual impide entender del todo el impacto de la explosión del final ya que el fuera de campo no tiene demasiado recorrido. Por otra parte, aquel chiste ya bastante desgastado de niño que irrumpe en una conversación adulta como recurso cómico tampoco funciona. De hecho, está presentado en el trailer como un momento fresco cuando en realidad es bastante torpe, también por un timing actoral no muy logrado. Recreo es una película que va de menor a mayor, pues lo más logrado comienza a partir de la mitad. Cuando los personajes desnudan sus defectos y obsesiones, se enriquecen y enriquecen la trama, que toma progresivamente mayor profundidad. Todos esos conflictos personales convergen en una escena de clímax potente que incluso podría ser mejor; un gran artilugio dialogal tal como “me quiero separar” desata una tormenta que si bien era esperable, no deja de sorprender, y es justamente allí donde la película más se luce. Es curioso: los pasajes más logrados son los dramáticos y no los cómicos. Discutiblemente la mejor escena del film es aquella charla entre la madre angustiada (Peterson) y su hijo adolescente (Agustín Bello Ghiorzi, ¡un gran descubrimiento!) luego de un fuerte episodio. El film termina redondeando por algunos momentos cómicos pero sobre todo por su contraparte; todo el potencial que parecía tener en la previa es desaprovechado y a la película siempre parece faltarle una vuelta más. No obstante, no deja de ser un simpático aporte menor a la comedia local.
Bianca (Eva De Dominici), una joven actriz de teatro, es interceptada por un hombre luego de la representación de Antígona, en la que interpreta a Ismene. Este hombre es el marido de Alma (Belén Rueda), una consagrada directora de teatro española (nunca queda claro el porqué de la nacionalidad, salvo para justificar la coproducción) a quien Bianca ha admirado desde siempre. Allí, le propone actuar en la próxima obra de Alma, que consiste en interpretar personajes insomnes para así explorar el limbo entre la cordura y la locura. La heroína, como tal, se muestra reluctante al principio, luego acepta la propuesta, en una escena tal vez demasiado débil como para que el personaje se pueda arrepentir de su decisión. El problema del universo que plantea Hernández tiene que ver con los elementos formales que lo componen. Desde su puesta de cámara, su tono y la elección de su elenco, resulta claro que la película se propone ser mainstream (lo cual de ninguna manera es malo per se). Sin embargo, habría que analizar, por empezar, en qué consiste el mainstream actual y cuáles son sus piezas fundamentales o por lo menos las de esta obra. Empecemos por el título: “No dormirás”. Es un título agresivo, desafiante, pues el imperativo parece esconderse detrás de la intención de que el espectador sienta determinadas emociones -que después, comprobamos, no están bien construidas en el relato- cuando en realidad, lo que se propone es que empecemos a vivir la experiencia de la película incluso antes de haberla visto. Esta necesidad nada tiene que ver con una intención narrativa, no hay nada limpio en esta propuesta. Un tipo de propuesta que, por cierto, deviene de la influencia de directores como Christopher Nolan (sobre todo, por su trilogía The Dark Knight) e incluso nos podríamos remontar más atrás, desde la inauguración del cine como evento. No obstante, estos elementos externos a la película en sí, también tienen su espejo en el metraje, ya que No Dormirás toma de Nolan, el presunto heredero de Stanley Kubrick, otra característica que la une a los anteriores mencionados: la excesiva solemnidad del tono. Bianca, luego de experimentar una de las muchas (demasiadas) alucinaciones que atraviesa durante la película, se encuentra con el personaje de Tobal, quien en un momento reflexivo que quiere pasar por casual, le comenta impunemente que ella lleva años ejercitando el insomnio y que “cruzó el umbral hacia lo desconocido”. El problema de esta frase que resume la propuesta del filme es que intenta de forma desesperada hablar de temas trascendentales, degradando esas ideas a un simple graffiti, a un poster, pues en el relato no tienen sustento alguno. Tales tópicos le quedan demasiado grandes: en una fallida digresión lyncheana, Hernández alegoriza y rebaja esas ideas con la excusa de ir y venir entre sueño-alucinación/realidad y locura/cordura. Incluso, propone un giro argumental totalmente confuso que dialoga con algunas hermanas de su género (el terror psicológico): El Sexto Sentido (M. Night Shyamalan, 1999) y El Bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968). Por último, y para terminar de conformar esta estructura fallida, los movimientos de cámara excesivos (los primeros veinte minutos la cámara se desplaza torpe y constantemente, como si fuese un trailer largo) no hacen más que marear al espectador. Claro, sí, se pueden rescatar las actuaciones, algunos momentos visuales y su notoria ambición (la cual es un arma de doble filo). No Dormirás es una película con grandes intenciones, pero como quien dice: de buenas intenciones está empedrado el infierno.
Una vez más una coproducción argentina-española se estrenará este jueves en nuestros cines: Sólo se vive una vez. Esta atípica superproducción tiene intérpretes como Peter Lanzani, Eugenia Suárez, Pablo Rago, Darío Lopilato, y "estrellas" invitadas como Gerard Depardieu y Santiago Segura. El film cuenta la huida de un estafador de un grupo de mafiosos de diferente calibre, y las peripecias que sufre el personaje a razón de esto. Por el tipo de actores y la cantidad de dinero invertido, desde un principio la película parece ser lo que luego de verla termina confirmando: un exceso de inverosimilitudes que pretenden pasar por extravagantes -mal actuadas, por cierto- y supuestos diálogos ingeniosos -que podría decir un tío borracho en navidad, por qué no-. Incluso se podría afirmar que esta película, que por momentos no lo parece, es como si agarrara lo peor del género de acción y de comedia, como podrían ser las últimas entregas de Rápido y Furioso y las películas del estilo Socios por accidente y los mezclara con un estudio de mercado berreta como buscar los videos y memes más populares de Instagram o alguna otra red social. Vamos, la película tiene un título tan malo como Sólo se vive una vez. Pero esto es sólo la cáscara: si bien uno puede esbozar todos estos argumentos que tienen que ver con una intención clara de marketing y tono, ni siquiera está bien dirigida, y las secuencias de acción son lamentables. Una película pretendidamente "comercial" no tiene por qué tener como condición sine qua non ser mala, eso es claro. Sin embargo, en este caso particular, lo que menos se destaca es la narrativa, la acción, los ritmos de comedia. Parece ser que las decisiones han sido tomadas en una mesa chica por un grupo de directivos que lo que menos les ha importado es la idea más noble -y fundacional- que posee el cine: contar una historia. Aquí, ha pasado a segundo, tercer plano. La cumbre de la estupidez y el tomar al espectador por tonto en esta película se encuentra cuando el personaje de Pablo Rago le dice al de Lanzani "hoy te convertís en héroe" cuando tiene que pasar por arriba de una bandada de palomas, a las cuales este último les tiene fobia. Emulando esta frase que se ha desgastado y banalizado de todas las formas posibles, la película saca a relucir lo más siniestro de la narrativa posible, que es venderte el álbum de figuritas mientras estás viendo el producto (¡que ni siquiera es bueno!). Si hurgamos un poco más en la película tal vez se encuentren algunos pasajes un poco -siendo generoso- interesantes que surgen a partir de la mitad. Pero cuando la película parece tomar impulso, las actuaciones de Lanzani, Santiago Segura -que para hacer de malo da menos miedo que Lassie- y el español Hugo Silva frenan este comeback narrativo que proponía la película. Sólo se vive una vez es lo que se espera de ella, lamentablemente. Una película totalmente prescindible, lo que pasa es que es esta vez, es argentina, y esta vez, se ha gastado demasiado dinero para hacer esto.
Se estrenó la séptima película del aclamado director chileno Pablo Larrarín, quién tal vez haya tomado un camino inusual como realizador al encarar un proyecto como Jackie, la biopic que tiene como protagonista a Jacqueline Kennedy, la ex esposa del presidente asesinado. Y desde allí, justamente, es de donde la película parte: los días posteriores al fatídico 22 de noviembre de 1963, desde la perspectiva de la primera dama. El hilo conductor de la película consta del reportaje que Jackie supo dar para la revista Life una semana luego de la muerte de su esposo. Las respuestas a las preguntas del periodista (Billy Crudup, con una interpretación efectiva) disparan flashbacks a la visita guiada de la Casa Blanca a cargo de Jackie misma para la CBS en 1962, al asesinato de Kennedy y a los momentos instantáneamente posteriores. En Jackie encontramos desde un principio una película que se presupone documentalista, por lo que ello enfrenta al público al problema de la comprensión histórica que el film ofrece. Tal vez sea un poco más complejo que esto, pero para comprender un cine de ésta índole, el espectador no necesariamente debe conocer en profundidad al personaje al que la película alude sino que el completo entendimiento de ella recae, simplemente, en vivir y convivir con la realidad en la que se enmarca. Por eso quizás sea difícil de comprometerse a fondo con esta historia no para quién no la conozca de antemano, pero sí para el que no dialoga con este mundo cotidianamente. Jackie es una película que lógicamente se apoya en su personaje principal, tal vez con exceso ya que Natalie Portman, a pesar de las innumerables críticas positivas que ha recibido por su interpretación, por momentos parece exagerar de manera casi cómica los movimientos, el habla y el andar de la verdadera Jackie Kennedy. No obstante, teniendo la responsabilidad de cargar sola la emoción de la película en su espalda, el trabajo de Portman es digno de destacar. Con respecto a la narrativa, tal vez es una película un poco pegajosa, pesada, que se vale de la palabra como herramienta fundamental en un contexto en donde todo parece estar dicho. Además, Jackie dispone de una estética por lo menos discutible, con una rigurosidad de cámara por momentos escasa y con poco cariño por el lenguaje. Sí, claro, queremos ver a una actriz de primer nivel como Portman interpretando a una figura tan reconocida pero el abuso de primeros planos resulta agobiante e insulso. Con un tono un poco humorístico, Jackie se vale de algunos momentos interesantes de narrativa e interpretaciones destacadas, junto a una dirección de arte impecable. Es una película que no destaca, ni mucho menos, pero está lejos de ser un film fallido. 6 puntos.
Lamentablemente, recién cuatro meses luego de su estreno en el festival de Venecia, se estrenará La La Land, la nueva película de Damien Chazelle. Y es que el filme sólo se puede calificar de una forma, con dos palabras: obra maestra. Luego de arrasar en los Golden Globes con 7 galardones, y ya con las nominaciones a los premios Óscar en la que la película se encuentra en 14 categorías (igualando el récord de Titanic y All about Eve), llegará a los cines este jueves. Guste o no del cine, guste o no de los musicales, La La Land es de visionado obligatorio. La cinta de Chazelle (Guy and Madeline on a Park Bench, Whiplash) tiene tantos puntos altos que quizás sería mejor simplemente empezar por sus defectos, que tienen que ver con algún problema de guión pero sobre todo, con sus números musicales. Hay un pequeño desfasaje de calidad entre la trama y las coreografías, que no terminan de tener el impacto que la película requiere, aunque la música sea tan sensible y armónica. No obstante, La La Land destaca en tantos otros aspectos que las falencias que puede tener son atenuadas. Ahora sí: ¿Por qué tiene tan buenas críticas, por qué no para de ganar todos los premios que existen, y en definitiva: por qué es tan buena película? Lo más simple sería responder: Actuaciones impecables, fotografía descomunal, uso de la paleta de colores y la dirección de arte perfecta, música dulce y progresión de planos precisa. Sin embargo, la magia de la película reside en una doble declaración de amor de Chazelle: hacia el cine y hacia el jazz. Basta con mirar el principio de la película, cuando Sebastian (Ryan Gosling) está tocando en el bar y las luces se apagan, creando su propio escenario. Termina la canción, y corta a un plano de Mia (Emma Stone). Esa secuencia está filmada con tanto amor, con tanto cariño por el jazz y por las relaciones humanas que evidencia que la película está a un nivel superior. Además, La La Land, en su busca de recuperar el musical hollywoodense, no sólo lo logra sino que lo reinventa. Gosling y Stone se cargan la película a través de personajes complejísimos, diseñados con una arquitectura de guión casi perfecta. Los momentos de comedia, además de tener el timing justo, son dosificados de modo excelente con los números musicales. Pero cuando la película se tiene que poner dramática, uno empatiza tanto con los personajes que cargan encima ese comentario sobre el éxito (tan presente en Whiplash) que se angustia como si los problemas de ellos fuesen propios, lo cual es otro de los tantos puntos a favor del film. Así, podríamos seguir horas y horas destacando los puntos altos de La La Land. No hay más que recomendarla fervientemente, por sus intérpretes, por el comentario general de la película, por su imaginería visual, pero sobre todo, por el amor con que está filmada. La película del año.
Martín Suárez (Esteban Lamothe), un editor de programas televisivos, es mandado a buscar unas cintas viejas de una antigua película. Entre ellas descubre un video porno amateur, en el que le llama la atención la mujer que lo protagoniza. Pronto descubre que se trata de Isabel (Jazmín Stuart), quién a su vez, es la esposa del responsable del canal, Guillermo Battaglia (Alejandro Awada). Martín, intrigado, comienza investigar los movimientos de Isabel, poniendo en riesgo su vida. Desde bien empezada la película, podemos advertir que tiene muchos homenajes cinéfilos fundantes -y por qué no, nostálgicos-, como las películas de Hitchcock Psicosis (1960), Vértigo (1958) y La Ventana Indiscreta (1954), y filmes como Blow Up (MIchelangelo Antonioni, 1966) y Blow Out (Brian De Palma, 1981). De hecho, Amateur comienza con un médium repitiendo enfermizamente "Hitchcock, Hitchcock, Hitchcock", con lo que desde un principio nos advierte futuros guiños a películas clásicas. Amateur es un cimiento sobre el que construir. El cine argentino para desarrollarse como tal, debe recibir este tipo de películas que funcionen como base, tomando lo más positivo y corrigiendo sus errores. En principio se puede hablar de una gran realización integral del filme, sobre todo a través de una música oscura en conjunto con una estética y fotografía destacada, a cargo de Mariano Suárez. En Amateur se encuentra un trabajo minucioso y cuidado de todas sus partes, como el guión, escrito por el director de la película Sebastián Perillo y Lucila Ruiz, haciéndolo funcionar independientemente y al mismo tiempo, dialogando con las demás facetas de filme, que dicho sea de paso, tienen cierta solidez expresionista que hoy por hoy es una cuenta pendiente en el cine argentino. Los tamaños de plano, los movimientos de cámara, las miradas y el tempo general de la película saben confluir entre sí, a través una gran elemento decisionista a cargo del director. Los puntos débiles de la película quizás tengan que ver con algunas malas interpretaciones de los actores, por momentos, inexpresivos y totalmente funcionales: las escenas de Saslavsky (Daniel Kargieman), el detective y su jefe (Alfredo Castellani), no solamente parecen opacar los buenos pasajes narrativos del metraje sino que además están decididamente mal actuados. Otro problema tiene que ver con la vacilación propia de la película de no saber para dónde ir. Luego de un brusco cambio argumental, se comienzan a abrir subtramas que no logran conseguir suficiente valor individual como para formar un todo conciso. Aunque Amateur es una película con varios errores, constituye una pieza valiosa como para empezar a construir las historias que vendrán del cine argentino, filtrando los mejores elementos que nos ofrece, como la relación entre el ritmo de montaje y la música, la fotografía y por momentos, el suspenso. Puntaje: 7/10