Roy McBride (Brad Pitt) es un astronauta de grandes talentos y un hombre muy solo. Dos cuestiones que sabemos pronto, a través de las fantásticas imágenes creadas por el director James Gray. Que antes filmó otra película sobre un viaje extraordinario, la brillante Z, la ciudad perdida. Y que arranca la historia de esta travesía con una explosión sideral, en todo sentido, que pone los pelos de punta. Ahora, la travesía es hacia los confines del sistema solar. Y McBride es elegido no sólo por su pericia, sino por el objetivo: su padre (Tommy Lee Jones), una leyenda de la industria aeroespacial, al que se dio por desaparecido veinte años atrás, parece estar vivo, en algún rincón de la galaxia.
Con ecos de Solaris, 2001 o Interestelar, este nuevo ejemplar para la colección de películas de ciencia ficción metafísica es una especie de one man show para Pitt (se habla de un Oscar), con su personaje solo en medio de la nada y el resto del elenco, salvo Lee Jones, en roles muy acotados. Pero lo que empieza como una aventura espacial con protagonista atormentado, deriva en un asunto de resolución de daddy issues. Entonces se impone el psicologismo ramplón y solemne. En un largo y sinuoso camino que entretiene poco, con situaciones como paradas inocuas, mientras la voz en off, y algunos diálogos al borde del ridículo, nos llevan a mirar el reloj o el celular.