Adiós a la memoria

Crítica de Guillermo Colantonio - Funcinema

LOS RECOVECOS DE LA MEMORIA (Y LA DESMEMORIA)

Existe algo así como las intervenciones de Nicolás Prividera. Es un género discursivo que incluye su participación en diversos sitios, sus opiniones y discusiones sobre cine argentino/política/representación y, por supuesto, sus películas. Es difícil discernir cada esfera en tanto y en cuanto forman parte de un pensamiento que avanza, interpela, propone y polemiza. Adiós a la memoria es una gran película que abarca varias aristas y completa una especie de trilogía ensayística con M (2007) y Tierra de los padres (2011), aunque cada una de ellas tiene su propia fuerza. La diferencia, tal vez, es que en esta oportunidad hay una suma de capas y se resuelve a través del excelente montaje algo muy difícil: un justo equilibrio entre las partes.

El punto de partida es la memoria (“ese arte del olvido” decía el autor de un estudio sobre la autobiografía), planteada en dos escenarios principalmente. Por un lado, el olvido del padre, quien padece Alzheimer; por el otro, el olvido colectivo de un país que aún no resuelve su complicidad con la existencia de dictaduras y embates neoliberales feroces. A lo largo de la película, el vaivén entre lo privado y lo público es el resorte sobre el que se apoya una voz en off que aguijonea, pregunta y postula un diálogo con los espectadores. El fantasma de Gramsci (más insomne que nunca) atraviesa gran parte de los argumentos a los cuales se suman Benjamin, Deleuze, Freud, entre otros. Sin embargo, más allá del mosaico de citas que se pone en escena, también la cuestión afectiva es muy fuerte si se considera que es el hijo quien ahora filma al padre. No obstante, a diferencia de una cantidad considerable de relatos en primera persona que son recurrentes en el regodeo sentimental o repiten fórmulas de ciertos horizontes de referencias, Prividera opta por un acercamiento interrogativo hacia el cuerpo del padre y a su propia historia. Nada es conclusivo, todo se transforma, como la película misma que vemos, armada con diversos registros, archivos y texturas.

Hay un uso de la pantalla para dar cuenta de los recuerdos velados, como si las imágenes pudieran llenar los vacíos de la memoria. Pero al mismo tiempo, son también esas imágenes observadas a la distancia un campo de exploración que no descansa, y un puente para que la experiencia individual conduzca también a un examen generacional. Esos conductos son uno de los puntos más estimulantes del documental, porque no se trata solo de indagar en el misterio de lo real sino en interrogar qué pasó con un país que eligió mirar a un costado mientras otros eran secuestrados y torturados. Y la interpelación también alcanza al llamado Nuevo Cine Argentino. Se escucha por allí “¿por qué no hay política en todas estas películas caseras?”, una pregunta cuyo alcance excede al contexto particular en que se formula y que podría extrapolarse a tantos films con los que el mismo Prividera ha discutido en su labor como crítico y polemista.

Y si el lenguaje se torna un laberinto, la película también recorre varios pasadizos y estantes de libros, citas, referencias, buscando acaso un centro que no necesariamente aparece entre una cantidad de signos perdidos: el Conde de Montecristo, la biblioteca, los libros, las alucinantes anotaciones del padre en los cuadernos. En definitiva, la acumulación, pero también la vinculación con los actos en la vida. Uno de los aspectos más delicados y honestos es la manera en que el hijo intenta comprender el olvido del padre y sus reacciones ante la desaparición de su esposa. ¿Hizo lo que pudo, fue algo deliberado, fue miedo? ¿Es el Alzheimer la crónica de una muerte anunciada, el triunfo del olvido? A medida que transcurren las imágenes, la incertidumbre es lo que reina. Hay una honestidad brutal en este planteo que elige desplazar fuera campo las emociones personales y en ese momento clave en el que el padre, médico, hipocondríaco, ateo y existencialista, deteriorado por la enfermedad, no reconoce la foto de su mujer Marta. ¿Pero acaso ya no la había querido reconocer antes?

Borges aparece citado por Prividera en dos ocasiones al menos. En una es “el viejo que le dio la mano a Videla”; en la otra, el autor de genialidades como El jardín de senderos que se bifurcan. La alusión, más allá de si uno está de acuerdo o no, no significa un gesto de clausura y es, en todo caso, una invitación más a pensar en los límites siempre difusos entre la vida y la obra de un intelectual, un debate cuyas resonancias en el presente no pasan inadvertidas. Es uno de los ejes candentes que se suma a las posiciones de cualunquismo, criticadas abiertamente por el sujeto de enunciación: “odio a los indiferentes” se escucha, la voz de Gramsci a través de la mediúmnica voz en off. La secuencia final, con el triunfo final de la derecha en el país, parece funcionar como consecuencia de un largo proceso de pocas victorias y muchas derrotas. El bacilo de Camus en La peste vivito y coleando.

Memoria histórica. Memoria afectiva. Memoria fílmica. Memoria mnemónica. Todas confluyen en la idea de fragilidad, de la vulnerabilidad en las que el tiempo les provoca, a menos que existan quienes estén dispuestos a no olvidar. Adiós a la memoria es una película que nunca acaba de decir lo que está diciendo, una interpelación incesante, como las mismas intervenciones de Prividera.