«Cuando a mi padre le diagnosticaron una enfermedad degenerativa, esa burla del destino tuvo algo de «justicia poética». Porque mi padre había hecho todo lo posible por olvidar. Y ahora que todos los últimos recuerdos familiares se han perdido con él, busco en esas viejas películas caseras para tratar de entender cómo se heredan los recuerdos, como se construyen… “, señala Nicolás Prividera (M, Tierra de los padres), acerca de su tercera película, un lúcido y punzante documental que se llevó el Premio Astor a Mejor Guión y el Premio SEAE a Mejor Edición a en el Festival de Mar del Plata.
Mientras en Argentina en los 70s se impone un régimen dictatorial, que hace del olvido un requisito insoslayable para (dis) continuar la Historia – negándola, borrándola, distorsionándola – el padre de Prividera comienza a perder la memoria, poco a poco. El hijo, entonces, revisa las películas caseras que ha visto tantas veces, pero quizás nunca como las vio ahora. Porque quiere encontrar las huellas de su propia memoria. En esa búsqueda, en ese vínculo entre padre e hijo, existe una ausencia que, de hecho, es una gran presencia: la de la madre y esposa desaparecida.
Se hace difícil sacar conclusiones inteligentes sobre una película que es tan inteligente. Quizás el mejor camino sea el de señalar algunos de sus grandes logros, alabar su mirada inclaudicable y así después dar cuenta de los pensamientos y, sobre todo, de los sentimientos y emociones que experimenta el espectador. Porque, en definitiva, pareciera que a Prividera le interesa tanto narrar una (su) historia como sacudir a la audiencia y crear una conciencia nueva. Incluso revivir aquella que quedó cómodamente adormecida.
Una de las características esenciales que separa a Adiós a la memoria de tantos otros proyectos similares es que no está concebida como un testimonio desde el yo del cineasta, en singular, sino en cambio a través de una tercera persona en la cual Prividera narra en off su historia y la de los otros. No se trata de narrar la anécdota. Eso solo le importaría al cineasta. No es el caso. No hay, entonces, ningún atisbo de un narcisismo inconsecuente. Inteligentísima decisión.
Acá lo que sí importa es que en esta operación discursiva de lo particular a lo general, la traumática dimensión política y social de un país se convierte en objeto de estudio examinado, una y otra vez, desde una perspectiva muy aguda. Pensemos que aquí el discurso del autor, siempre en un tono contundente y de furia contenida, interpela al espectador sin darle oportunidad de esconderse. No deja indiferente a nadie. Ni a los negadores de siempre. Claro que la película es dolorosa y angustiante.
¿Cómo no podría serlo?
Cómo olvidar, qué olvidar, cómo recordar y qué recordar son ejes que atraviesan toda la película. Del mismo modo, la madre desaparecida y el padre que es una sombra de lo que era siempre están. Y todo está planteado sin respuestas fáciles. Sin nada que nos tranquilice.
Es que algunas de las respuestas ya las conocemos y la tristeza que las acompaña, también. Otras las buscará cada espectador, a su buen saber y entender. Claramente, Prividera propone una discusión y una postura crítica activa entre su película y su audiencia. Exactamente como lo hizo con M y Tierra de los padres. Se podría decir que es un tríptico que se completa y resignifica después de cada visionado. Un tríptico más que necesario.
No debería sorprender que de acá a diez años Adiós a la memoria se haya convertido en una película de culto, de esas que no se olvidan nunca.