Entre 2000 y 2001, en la ciudad iraní de Mashad un obrero de la construcción y veterano de la guerra de Irán-Iraq llamado Saeed Hanaei secuestró y asesinó a 16 prostitutas, a quienes recogía en las calles, las llevaba a su casa donde vivía con sus hijos y esposa y las estrangulaba mientras ellos no estaban. Su fundamentalismo religioso justifica las muertes: la misión es limpiar las calles del vicio y la corrupción moral. Apodado “el asesino araña” por la prensa, Hanai se convirtió en un héroe de la derecha religiosa, pero también el de una buena parte del pueblo iraní que veía en sus crímenes el accionar de la justicia divina hecho carne. Porque esta historia no es solamente la de un hombre monstruoso, sino también la del orden patriarcal de una sociedad que tiene una amplia cultura de profunda misoginia y desprecio por la vida. Holy Spider (Santa araña) es la nueva película de Ali Abassi (Border) y ficcionaliza la historia de Saeed Hanaei en forma de un thriller con un aire neo noir en el registro del realismo social. Para construir un relato más propio del género, Abassi introduce dos personajes ficticios: Rahimi (Zar Amir Ebrahimi) una periodista feminista y progresista que viene de Teherán para investigar el caso y conseguir evidencia para arrestar al asesino serial; y Sharifi (Arash Ashtiani) un periodista de Mashad que recibe llamadas de Hanaei (Mehdi Bajestani) luego de cada homicidio. Como retrato socio-político, Holy Spider es tan descarnado como contundente. No podría ser de otra manera. Si bien no llega a transitar el realismo sucio, se acerca bastante. Noches peligrosas y amenazantes, calles apenas iluminadas, casas y edificios de una pobreza lastimosa dibujan un paisaje urbano desolador. Y nunca falta el opio para intentar paliar la angustia de tanta desidia. Nada es apariencia, simplemente es así de crudo. Como en muchos neo noirs, la ciudad es la gran protagonista de Holy Spider. En el curso de su investigación, Rahimi se convierte en una figura irritante para el establishment. Es ninguneada por la policía y los magistrados, acosada sexualmente por un colega y hasta rechazada por buena parte de la población, incluyendo los familiares de las víctimas que no quieren que las vidas privadas de sus hijas sean investigadas – aun cuando esto podría ayudar a capturar al asesino. Pero, de hecho, poco importa si colaboran en la investigación o no ya que los oficiales de la ley y el orden consideran que estas mujeres son descartables. Su inacción no es casual. Lo que no se visibiliza no existe. Y lo que no existe pero existe, queda en los márgenes. En tanto relato criminal, Holy Spider funciona muy bien. Sigue las convenciones de un thriller clásico casi al pie de la letra. No busca innovar y no tiene por qué hacerlo. Sin anestesia, Agassi confronta al espectador con un escenario que, a veces, se hace difícil de ver. Se podría cuestionar cómo las muertes están filmadas. Vemos primeros planos de los rostros de las mujeres mientras son estranguladas, los ojos llenos de sangre, la mirada que se va perdiendo en el vacío; escuchamos jadeos, gritos ahogados, sonidos guturales que van desapareciendo de a poco. Antes vinieron los forcejeos y los golpes. No creo que si todo esto se hubiese filmado en fuera de campo, como cierto pudor cinematográfico pediría, el efecto emocional en el espectador habría sido el mismo. Es imprescindible que sepamos qué pasa, pero no es solamente eso lo que le importa a Agassi. Se trata de mostrar el horror en su dimensión más cruda, tal como sucedió. Es una elección válida y elocuente. La impresión que deja en la memoria es indeleble.
Todos sabemos que los payasos dan miedo. Nadie se olvida del payasito de Poltergeist. Tampoco de Billy, de El juego del miedo. Otros nos inquietan, pero nos divierten: los payasos del clásico de culto Killers Clowns from Outer Space; y Captain Spaulding, de La casa de los 1000 cuerpos y Los rechazados del diablo. Javier, de Balada triste de trompeta, y Joker, son muy distintos. Son payasos trágicos y tristes. Sufren el drama que les toca vivir, no son asesinos por naturaleza. Son más humanos – hasta cierto punto. Claro que el payaso más famoso, el que nos da mucho miedo es, sin ninguna duda, Pennywise. Sobre todo, el que interpreta Tim Curry en la versión original de It. Nos daba miedo de chicos y nos pone nerviosos hoy. Es insuperable. Y en Terrifier aparece Art the Clown. Desquiciado y sádico, este payaso no tiene límites de ningún tipo. No solamente por toda la gente que mata, sino particularmente por cómo la mata. Si fuera humano, sería más peligroso que Dahmer o Bundy. Aunque, en realidad, toda su perversidad recién se hace carne en Terrifier 2, una de esas raras secuelas que superan, y por mucho, a la primera película. Es que Terrifier 1 no asusta, no impresiona, no entretiene. Es curioso ya que ambas fueron escritas y dirigidas por Damien Leone. Hasta parece que Terrifier 2 fue hecha por otro director. Sea como fuere, los que amamos el cine de terror ahora sí podemos celebrar. Estamos en Halloween y Art the Clown (David Howard Thornton) regresa al Condado de Miles, luego de haber resucitado porque sí (no podía ser de otra manera) y ahora persigue a Sienna (Lauren LaVera), una joven adolescente, y a su hermano menor para hacerles de todo hasta matarlos. De paso, va a matar a muchos otros y otras. Esta vez no viene solo: lo acompaña una niña, una especie de ¿fantasma? que puede llegar a ser más perturbadora que el propio Art. Muerte más, muerte menos, esa es la trama – si es que se puede llamar trama. No nos importa que sea solamente eso porque lo que nos divierte (un poco) y nos impresiona (mucho) es el épico festival de gore con todas sus muertes en una fotografía de colores vivos, saturados y muy contrastados, con un vibrante rojo sangre como gran protagonista. Sumemos una dosis generosa de un humor muy negro, hasta enfermizo, desde la primera escena hasta la última, sin respiro. Art the Clown tiene su propio arsenal, con cuchillas y cuchillos oxidados, sierras, martillos, tenazas, una ametralladora y hasta un lanzallamas. Todo preparado para descuartizar, desmembrar, decapitar, disparar a quemarropa y quemar gente (viva). Sus matanzas son puro espectáculo, la violencia no podría ser más gráfica y los impresionantes efectos especiales – realizados de manera artesanal, con muy poco CGI- conforman una estética retro al estilo de clásicos como Evil Dead y Bad Taste. Mucho más cerca del formalismo que del realismo, Terrifier 2 hace del gore extremo un modo de expresión, sin avergonzarse de nada. Y le sale muy bien. Es admirable como Leone revisita y enlaza géneros y clichés típicos del terror. Claro que Terrifier 2 es una película con un payaso asesino, pero también es un mega slasher furioso con torture porn que ocurre en Halloween, con fiesta incluida, en los no tan apacibles suburbios que John Carpenter y Wes Craven exploraron en sus slashers de culto. Es explotation a la enésima potencia, su herencia está presente en cada una de las masacres. Nos hace acordar a películas de la nueva extrema francesa, pero sin el realismo tan verosímil de À l’intérieur o Martyrs. Sobre el final, tenemos una suerte de surrealismo en un parque de diversiones, con casa embrujada y todo. También un neuropsiquiátrico, el broche de oro ideal para tanta insania. Hay una masacre que es memorable. Ocurre en un set televisivo lleno de niños y algunos adultos. Tantas muertes, de todas formas, en tan poco tiempo. Lo mejor es ver a Art the Clown riéndose en silencio mientras se deleita con la agonía de sus víctimas. Todo mezclando el terror con la parodia. Más políticamente incorrecto, imposible. Art the Clown no será Pennywise, pero sigue sus pasos. En otro registro y con otro tono, ya se ha convertido en todo un fenómeno. Pennywise mata selectivamente, Art mata indiscriminadamente. De una u otra manera, ambos nos producen un placer culpable. Y, digamos la verdad, nos divierten mucho. ¿Por qué sino veríamos películas tan violentas?
Entendida como una parábola sobre la paranoia a una posible invasión comunista a Estados Unidos, La invasión de los usurpadores de cuerpos -dirigida por Don Siegel y estrenada en pleno macartismo- narra la historia de un médico de una pequeña ciudad que descubre que sus habitantes están siendo sustituidos por duplicados perfectos que, de hecho, son seres del espacio exterior que no tienen emociones. Es esta desafectivización lo que los delata, aunque casi nadie se dé cuenta, y justamente por eso son tan peligrosos. Sin ser una remake del clásico de ciencia ficción de Siegel de 1956, Little Joe, de Jessica Hausner, tiene una premisa similar, aunque adaptada a nuestros tiempos de capitalismo tardío. Seguramente por eso se siente como más cercana, más urgente. Alice una científica que trabaja para una compañía de ingeniería biológica en el cultivo y cosecha de plantas diseñadas genéticamente. Little Joe es su última creación, una planta que funcionaría como antidepresivo natural, brindando una sensación de bienestar general que se parece mucho a eso llamado felicidad. Ya se sabe que la felicidad es inasible, cuando no elusiva. No debería sorprender, entonces, que nada salga como fue planeado. Quienes entran en contacto con el polen de la planta – un perro, algunos científicos, dos adolescentes- se transforman en Otros, de apariencia idéntica a quienes ellos eran antes, pero sin afectividad alguna. Su único interés es proteger la planta. Pero, Little Joe sugiere que ahora no se trata de Otros que pueden despojarnos de nuestro ser, sino somos nosotros mismos los que hemos perdido nuestra identidad. Nuestros vínculos ya no nos conmueven, en cambio nos agotan. Nuestra humanidad está aplanada, pero ni lo notamos. Nuestro ser está alienado y nos hemos acostumbramos. No hay nada que reemplazar si lo único que hay es vacío. Aún así, no estaría de más borrar los pocos sentimientos que quedan. No sorprende, entonces, que lo que más le importa a Alice sea su trabajo. Si bien trata de conectar con su hijo adolescente, Joe, el vínculo madre-hijo está casi inerte. Tampoco a Joe parecen importarle mucho los afectos. Inertes también están las relaciones entre los otros personajes. Robóticos y cerebrales, distantes aunque estén bien cerca, solamente muestran entusiasmo por la planta, a la que no por casualidad Alice le puso el nombre de Little Joe. Más que una búsqueda individual, aquí la felicidad es una obligatoriedad colectiva. Un estado del ser que se transforma en un mandato deseado. Casi nadie cuestiona su carácter antinatural. Incluso cuando una colega de Alice percibe que algo extraño está pasando, su disrupción es neutralizada sin agresión alguna. La violencia ya no es necesaria para sofocar la disidencia. Todo es muy civilizado. Little Joe sugiere, también, que lo que Alice vive como real podría ser el producto de sus miedos más profundos, que están más vivos que ella misma. ¿O son sus miedos los que, precisamente, le permiten ver más y mejor? Entendida como un drama existencial, Little Joe es lacerante. Su naturaleza distópica nos asusta. No por nada el terror – invisible, intangible- está tan presente. Pensada como un thriller futurista en tiempo presente, todo este escenario es todavía más desalentador. No podría ser de otro modo. Estos son los tiempos en los que nos toca vivir.
“Diez años pasaron sin ver a mi madre, hasta que en 2012 pude viajar de Argentina a Taiwán. Llevé una cámara para capturar momentos y me encontré con una película. Mi madre no era la misma que recordaba, estaba más vieja, y “más humana”. Con la cámara de por medio, nos conectamos como nunca en la vida. Ella siempre fue fría y lejana, pero el dispositivo nos acercó”, señala Juan Martín Hsu acerca de su documental La luna representa mi corazón, en cartelera en el Cine Gaumont y disponible en CineAr. Se puede pensar a La luna representa mi corazón como una crónica intimista de los eventos transcurridos en los dos viajes de Argentina a Taiwán que realizó Hsu a lo largo de siete años, con el objetivo de reencontrarse con su madre y averiguar lo no dicho sobre el asesinato de su padre. En el interín, Hsu se da cuenta de que, en realidad, su viaje tiene más que ver con trazar un retrato de una madre que siempre, incluso a veces a pesar de ella misma, fue una luchadora inclaudicable. Así se repasan anécdotas y pedazos de vida, se revelan secretos y se da cuenta de todo un estado de situación, yendo de lo particular a lo general y viceversa. La cámara atenta y alerta de Hsu no pierde un instante que pueda ser significativo- incluso aquellos momentos que parece que no lo son. Da la impresión de que todo lo filma, que el registro es infinito. Ya en La salada, su documental previo, se podían observar estos méritos típicos de cualquier buen documentalista. Queda corroborado, por si era necesario, que hay aquí un realizador que sabe observar bien de cerca y transmitir su mirada, con las subjetividades del caso, a toda una audiencia que ni idea tiene de este universo que se nos presenta lejano geográficamente y un poco ajeno culturalmente. Humanamente, es imposible resumirlo. Es tan complejo y diverso como cualquier otro universo donde los vínculos son los protagonistas. En Buenos Aires o en Taiwán, nadie es tan simple como lo que una primera visión podría sugerir. De hecho, a medida que transcurre el documental, cada vez más pequeñas grandes revelaciones salen a la superficie. Demasiadas. Sin priorizar un eje narrativo con suficiente potencia, La luna representa mi corazón llega a ser digresiva sin buscarlo. Menos es más podría haber sido la opción más indicada para evitar cierta redundancia y la morosidad que suele acompañarla. Un criterio de montaje más ajustado, más ágil, le habría dado el ritmo ideal. Que quede claro que todo esto no ocurre en forma continua. Es muy evidente en ciertas zonas de la película, y es entonces cuando pierde impulso. Pero luego lo recupera y sigue siendo el retrato agudo y lúcido que se vislumbra desde los primeros planos. Un retrato, o una crónica intimista, si se quiere, que de fácil no tiene nada. A eso se le suma la espontaneidad general, otro acierto difícil de lograr. En muchos documentales, sobre todo en los de este estilo, los protagonistas están posando, esperando su turno para hablar, concientes de la presencia de la cámara. Este no es el caso, ni por asomo. Aquí todo se ve y se siente de una manera muy natural. Como si uno estuviera ahí.
“¿Qué significa habitar? ¿Cuál es el vínculo entre un espacio y una persona? ¿Cómo se convive? ¿Cuál es la relación entre un espacio y la memoria? ¿Qué es una casa?” señalan Gustavo Fontán y Gloria Peirano acerca de El piso del viento, una película que entrelaza rasgos del ensayo fílmico con los del documental con la voluntad de explorar, entre otras cosas, las relaciones posibles entre una casa y quien vive dentro de ella. Un grupo de personas es invitado a recorrer un espacio recién construido, un pequeño piso enteramente blanco y extremadamente pulcro, una casa en la que pronto vivirá una pareja. Los invitados ingresan al recinto, lo observan mientras lo recorren, comparten sus impresiones y hacen comentarios varios. Algunos de ellos están más directamente relacionados con el espacio en sí mismo, mientras que otros son más oblicuos y hablan de recuerdos y evocaciones que la casa dispara en sus visitantes. Entonces, ese espacio aún vacío se llena de miradas, palabras y sentimientos. Aunque sea por unos momentos, cobra vida antes de empezar su nueva y, posiblemente, larga vida. Como en toda la obra de Fontán, aquí también el elaborado diseño de sonido general es esencial para expresar los distintos climas de la casa y sus alrededores, del mismo modo que lo hace la fotografía con su luz suave y envolvente. Eso dentro de la casa, porque hay otro mundo, el del afuera inmediato, que con su aspereza y semi penumbra contrasta con el plácido interior. Es un mundo de tormenta, no solo en su literalidad. En los hallazgos de esa tensión entre lo interno y lo externo también se pueden leer los distintos pliegues y matices que habitar esa casa propone. En esta ambigüedad reside una buena parte del encanto de El piso del viento. Como en toda la vertiente poética y menos narrativa de la obra de Fontán, La casa del viento también es una película que recurre a lo sensorial y lo torna tangible de un modo admirable. Peirano narra en off poéticos textos de su autoría y es esta otra de las características más pregnantes de este ensayo fílmico documental. Por otra parte, los discursos varios de quienes visitan la casa no tienen el mismo impacto. Algunas reflexiones sí nos permiten construir sentidos vinculados a la propuesta de base, nos invitan a pensar y a hacernos nuestras propias preguntas mientras escuchamos las de otros y otras. Son disparadores espontáneos para nuestros monólogos internos que hacen que nos exploremos. No podrían funcionar mejor. Otros discursos, sin embargo, quedan en el nivel de la anécdota personal o se mueven en la superficie, apenas bordeando la esencia. Así, la palabra se aplana, pierde volumen. El piso del viento tiene un comienzo fuerte con una primera visita, un hombre de una percepción aguda que nos invita a imaginar lo que no se ve, con sus subjetividades y sin solemnidad. Hay algunas otras visitas que también profundizan en las cuestiones del presente y el pasado que este inusual juego entre casa y visitante propone. Aún así, el eventual zigzaguear de la progresión dramática hace que la película pierda impulso y fuerza de tanto en tanto. Sin la expectativa de encontrar un todo que funciona con impecable precisión – como lo es buena parte de la obra de Fontán – vale la pena ver El piso del viento por sus logros puntuales y sus momentos más poéticos, que no son pocos. Aún siendo una obra irregular, está absolutamente comprometida con su premisa. Es que Fontán siempre es fiel a su visión y a su percepción, más allá de los resultados.
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos es la primera película de Emmanuel Mouret que he visto. Ergo, es imposible ponerla en perspectiva con su filmografía. Pero creo no equivocarme, al revisar las sinopsis y leer críticas de sus películas anteriores, que los temas de este director son, casi exclusivamente, el amor, el deseo y los muchos romances que experimentamos en nuestras vidas. Sin duda, esos son los ejes por los que transita Las cosas que decimos, las cosas que hacemos. Con ecos de Rohmer y Truffaut – y hasta me atrevería a decir al Woody Allen de Hannah y sus hermanas, en menor medida- es una película que sabe qué es lo que quiere decir y cómo narrarlo. De ahí a que lo logre, eso es otra cosa. Es que una película ambiciosa como esta no puede evitar enfrentarse a obstáculos difíciles de sortear. Y no siempre logra evitarlos. Todo comienza cuando Daphné (Camélia Jordana), una joven vivaz y curiosa, embarazada de tres meses y pasando sus vacaciones en el campo, recibe como huésped a Maxime (Niels Schneider), aspirante a escritor, un tanto melancólico, y primo de su novio Francois (Vincent Macaigne), quien tuvo que retornar a París para reemplazar a un compañero enfermo. Durante un período de cuatro días impredecibles, mientras esperan el regreso de Francois, Daphné y Maxime empiezan a conocerse, con prisa y sin pausa. Así, comparten historias íntimas acerca de romances pasados – y quizás presentes también- que los acercarán cada vez más. De esos relatos y de otros por venir, con flashbacks y elipsis varias, surgen otras historias de amor entre los mismo personajes que se entrelazan entre unas y otras, que van y vienen, que se clausuran y vuelven a abrirse, y que asumen, voluntariamente o no, las formas de un zigzag caprichoso pero también muy calculado. Como película coral, está muy bien organizada. Diría que su geometría es prácticamente impecable. Nada fácil de hacer considerando que hay tantas (tal vez demasiadas) voces hablando todo el tiempo, complementándose y eclipsándose. Nadie aquí queda a un costado o desdibujado. Otro mérito es que consigue que nos identifiquemos con las tribulaciones amorosas de estos personajes que dicen cosas que no coinciden con las cosas que hacen. Todos y todas hemos pasado – o estamos pasando o pasaremos – por situaciones similares, o hasta idénticas. Quizás un tanto exageradas aquí, a propósito, pero en esencia nada puede resultarnos (muy) ajeno. De ahí las sonrisas cómplices que esta comedia romántica agridulce nos provoca. Es evidente que a Mouret la palabra hablada lo fascina. Casi literalmente, no hay minuto de silencio en todo el metraje. Diálogos cruzados, reflexiones en solitario y enunciados retóricos se suceden unos a otros. A veces, incluso se superponen, tal como lo hacen los distintos romances. Sí, es una estrategia narrativa. Pero no siempre funciona. Y se nota. Es ahí donde encuentro el problema central: en su verborragia interminable de cosas ya dichas muchas veces. Lamentablemente, nunca no dichas ya que no hay el suficiente espacio para los silencios elocuentes. Todas estas formas del hablar conforman un discurso inteligente con frases inteligentes – quizás demasiado inteligentes – y poco queda que el espectador complete sentidos a su buen saber y entender. No se trata solamente de que hablan mucho (hay directores que han hecho de la palabra hablada el material de obras maestras), sino de cómo hablan. Entiendo los subtextos, los hay, pero tampoco son muy difíciles de dilucidar. Pero, también es cierto que la explicitación un tanto artificial es una elección narrativa, no un error por parte del director, lo que no significa que no pueda ser un problema. Al menos para mí lo fue. Entiendo el dobles sentidos, es que la obviedad los acompaña. Y llega un punto en el que este modo de la verborragia puede llegar a agotar o a resultar indiferente. Por otra parte, las interpretaciones son más que loables. Hacen que lo más disparatado sea creíble, que los personajes tengan carnadura, en cambio de ser portavoces de nociones ya conocidas Y, sobre todo, que nos importe lo que les pasa. Si no, no nos identificaríamos y no nos preocuparíamos por ellos. El agudo y contagioso sentido del humor es otro mérito insoslayable que va de la mano de las aventuras y desventuras de los protagonistas de Las cosas que hacemos, las cosas que decimos. Y sí, el título es muy acertado. Porque analizar y mostrar las contradicciones entre las palabras y las conductas, cuando de amor se trata, es algo que está realmente muy bien resuelto. Y que sea tan lúdico ayuda, y mucho.
Luego de ganar el premio principal en Festival de Biarritz y el Premio al Mejor Largometraje en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata 2021, Jesús López, de Maximiliano Schonfeld (Germania, La helada negra, La siesta del tigre) se ha estrenado recientemente en Malba Cine, en el cine Gaumont y CineAr TV. Jesús López fue guionada por el mismo Schonfeld y la escritora Selva Almada. “Jesús López es una película acerca de los duelos colectivos, sobre todo en los adolescentes, y como de una forma u otra ese dolor se materializa en la rutina, en los actos cotidianos. También en la búsqueda constante de dialogar con el más allá, con el misterio y con la manera en que nos aferramos al desapego como una única salida posible cuando la tragedia invade, abrupta y silenciosa”, señala Schonfeld acerca de su tercer largometraje de ficción, un sentido, melancólico pero nunca sentimentaloide drama que va más allá de lo que puede parecer a simple vista. Situada en un pueblo que parece estar empezando a agonizar ante el paso del llamado progreso, Jesús López (Lucas Schell), un joven piloto de carreras apreciado y querido por todos los lugareños, muere en un muy desafortunado accidente. Su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente introvertido, a la deriva y un tanto depresivo, siente un deseo profundo, y hasta irracional, de ocupar el lugar de su primo muerto, ante su familia, amigos y el pueblo entero. Incluso parece que ha sido poseído por el difunto (¿o acaso es pura subjetividad desesperada?). Sea como fuere, se obsesiona con vincularse con todo aquello y con quienes mantenían una relación cercana con su primo. Como si quisiera borrarse a sí mismo, de a poco, para ser ese Otro que se fue irremediablemente. Y que no puede duelar, tanto como el pueblo tampoco puede hacerlo. Cuando se organiza una carrera para homenajear a Jesús, Abel no duda en participar con el mismo auto de su primo. Es entonces cuando el destino (¿o el conjuro de ese destino?) entra en escena y no va a tardar en dejar sus huellas. La mixtura de géneros, tonos y texturas hacen de Jesús López una película inusual, y para bien. Porque el drama y la sugerencia de lo sobrenatural, más el retrato de la juventud de un pueblo perdido en el medio de la nada, se superponen con fluidez, sin que se vean las costuras. Por eso, el sutil enrarecimiento puede ser perturbador y seductor, atractivo y siniestro a la vez, más en algunas ocasiones que en otras. Como en las películas previas de Schonfeld, son los climas, las atmósferas, las aristas que le dan forma a su narrativa, independientemente de la trama. Claro que son muchos los sentidos que se pueden construir a partir de lo que pasa, pero son más profundos aquellos que emanan de cómo pasa lo que pasa. Impecable la fotografía – lo que no debería sorprender- en sus composiciones tan pensadas, pero no rígidas ni de un formalismo vacío. Sugestivo el diseño del sonido, que por momentos nos habla de otros planos de este mundo terrenal – o al menos eso parece. Y la música, de un dramatismo subterráneo que aflora en la superficie inesperadamente también es otra textura que se entrelaza en este universo conocido pero extraño. Quizás eso fue lo que más me gustó de Jesús López: esa indiscernibilidad entre lo que pasa en el mundo real y en el otro, el que habita en Abel; los dobleces casi invisibles del vínculo que establece con la novia de Jesús; la dificultad de leer qué pasa en el fondo de su personalidad tan opaca y su afectividad tan retraída. Creo, también, que Abel no es solo Abel, sino también un recorte posible del pueblo entero. O, más precisamente, un reflejo, quizás un tanto deformado, de tantas subjetividades y cosas no dichas. Pero que siempre están presentes. Se perciben, aunque no se vean.
La estética de El perfecto David es tan refinada y expresiva como delgada y casi anecdótica es su narrativa. Lo que se diría un triunfo del estilo sobre el contenido. Atmosférica, climática, envolvente. Aunque también redundante, bastante estática, sin ningún sobresalto, incluso cuando los necesita. Como una especie de loop que ni siquiera marea. Pero una cosa es cierta: la vuelta de tuerca del final sí funciona al resignificar casi todo lo ya visto y dar cuenta de la premisa de la película. Demasiado tarde. David (Mauricio Di Yorio), un adonis adolescente, está obsesionado con entrenar su cuerpo, ya de por sí deslumbrante, para alcanzar el yo idealizado de un fisiculturista. Horas y horas en el gimnasio, rutinas demoledoras y esteroides conforman su vida cotidiana. Su madre, Juana (Umbra Colombo), una reconocida artista plástica, mide y estudia cada músculo de su cuerpo. Siempre exige más masa muscular, más definición, nada de imperfección. Busca, y consigue, que desarrolle proporciones físicas perfectas. Como el David de Miguel Ángel. Pero el panorama es más complejo: la relación madre-hijo es endogámica – ¿y por qué no incestuosa?, aunque no se concrete literalmente. No parece haber mucho afecto ni registro de las necesidades del hijo por parte de la madre, pero sí parece que el hijo desea otros cuerpos masculinos. Aunque no lo pueda asumir. Aunque le produzca vergüenza. Aunque sufra. Y sí, con tanta presión, tarde o temprano todo detona. Mauricio Di Yorio sabe transmitir todo ese sufrimiento contenido. En sus ojos medio tristones, en su mutez interrumpida por apenas algunas palabras, en su andar cabizbajo y su fragilidad emocional que es puro contraste con su cuerpo tan musculoso. Y su deseo bien escondido se revela en miradas fugaces a sus compañeros del gimnasio. Uno de ellos, en particular, le devuelve las miradas. Eso lo excita y lo pone en guardia a la vez. Por supuesto, también lo retrae. Umbra Colombo tiene el physique du rôle adecuado para su personaje – una artista distante, de rasgos angulosos en el rostro, con una mirada intimidante, como esas personas que se llevan el mundo por delante sin importarles quienes quedan tirados en el camino. Pero su interpretación es monocorde, no tiene un solo matiz, no sorprende porque siempre mantiene un registro con la misma expresión – y dudo de que sea a propósito – y con una voz que recita las líneas del diálogo. Casi una caricatura. Por otra parte, la estética de El perfecto David es, efectivamente, perfecta. Luces perdidas en sombras bien profundas que atrapan al dúo madre-hijo los aíslan del entorno. Contraluces suaves pero intensos, una atmósfera sombría propia de una película oscura, quizás incluso de terror. Y tiene sentido. Porque estos personajes viven en un mundo cerrado en sí mismo, no tienen un afuera que los atraiga. Juntos, casi pegados, hasta asfixiándose el uno al otro. O, para ser más preciso, una madre que asfixia al hijo y un hijo que la seduce con su cuerpo. No hay lugar para otra persona. Y es esto lo que la fotografía – con sus cuidados encuadres, su composición tan estudiada y su puesta de luces tan elocuente – logra comunicar sin dar un paso en falso. Lo mismo ocurre con el sonido. Es el pulso que necesita esta narrativa, acompaña y hace de contrapunto a lo que pasa y lo que pasará. Nos hace sentir lo que no podemos ver. Crea un mundo propio unido, sin fisuras, al diseño visual. Es cierto, también, que hay un aire general a cine publicitario, pero no veo por qué eso tenga que ser un problema. Es claramente una elección del director, Felipe Gómez Aparicio, quien precisamente se formó en ese terreno. El perfecto David tiene una duración de 75 minutos, sin embargo toda la primera hora parece ser un cortometraje extendido. Va en una misma dirección, sin sorpresas. Es ahí adonde le falta fuerza a la trama. Pero, también es cierto que estos hermosos cuerpos tienen su drama propio. Y eso sí se nota muy bien.
Anahí Benítez, una joven vivaz y vital de 16 años de la Escuela Normal de Banfield desaparece en el año 2017. Sus compañeros inmediatamente se movilizan por su aparición con vida. Pegan su foto en cada calle, marchan por la ciudad, producen radios abiertas. Luego de cinco días, sus compañeros encabezan otra movilización, esta vez al Congreso. La reunión fue interrumpida y los estudiantes se vieron obligados a cambiar su consigna de aparición con vida a un reclamo de verdad y justicia: Anahí había sido asesinada. Así comienza Algo se enciende, el sensible documental de Luciana Gentinetta, que puede verse en Cine Ar Estrenos desde el 9 de diciembre hasta el 9 de enero. Tristemente, no es la desaparición de Lucía la única que ha marcado la historia de la escuela. Ya que durante la última dictadura cívico-militar 32 estudiantes fueron desaparecidos y el caso de Lucía no puede sino actualizar la tragedia previa. Por otra parte, este sombrío panorama hizo que los problemas socio-políticos de la actualidad y los que conciernen a la educación pública son los pilares de esta incansable lucha de los estudiantes que mantienen la memoria viva. Algo se enciende cuenta con varios aciertos. Es emotivo y conmovedor sin llegar al sentimentalismo ni a la siempre tan conveniente catarsis. No pretende asfixiar al espectador con una angustia intolerable, pero tampoco hace caso omiso de todo lo doloroso que hay que mostrar para informar y generar una profunda reflexión. Son diversas las miradas de los estudiantes, se complementan, no son redundantes y no dan rodeos. Que ellos sean tan jóvenes hace que sus palabras sean más sentidas todavía. Otro mérito reside en el tono general del documental. Rabioso por momentos, más sosegado en otras oportunidades y siempre asertivo, acá no hay gritos desde la barricada ni consignas desaforadas. Incluso, un poco antes del final, se ve cómo los estudiantes hacen sus duelos de manera activa, dejando de lado tanto martirio y retornando a una especie de vida normal. Es que vuelven a apostar por la vida una vez más. Antes, la depresión los agobiaba; ahora, cierta alegría y vitalidad los cobija. El material de archivo – creo que, en parte, es inédito – nos retrotrae a los momentos de lucha más aguerridos, a las marchas, al reclamo de una comunidad entera. Eventualmente, también al dudoso valor de los medios de comunicación a la hora de explotar el dolor de los otros. Pero eso ya lo sabíamos antes de ver el documental. Siempre, o casi siempre, buscan culpar a la víctima, tergiversar información y construir una narrativa propia que sirva para sus fines. La película termina en una nota desalentadora, con una placa que señala: “Según la propia querella, el juicio no despeja lo que le ocurrió a la adolescente de Lomas de Zamora. El caso tiene una trama en la que se mezclan corrupción policial, redes de trata, narcotráfico y una comisaría intervenida. Desde el feminismo denuncian que no hay pruebas contra Marcos Bazán, el único acusado que espera el veredicto. Hicieron encajar todos los indicios para inculpar Bazán, para proteger a la policía”. Una vez más, nada nuevo bajo el sol. Tarde o temprano, la impunidad es la gran protagonista, en este caso y en tantos otros.
“No hacía mucho que había salido del armario, a mediados de los años 90, cuando un día vinieron a dar una charla en un espacio de lesbianas, Ilse Fuskova y Claudina Marek. Quedé impactada, supe que habían escrito un libro: Amor de mujeres, el lesbianismo en Argentina, hoy. Corrí a buscarlo a la biblioteca del centro cultural y me lo leí en una noche. Ese texto le dio raigambre y luz a mi reciente y culposo lesbianismo”, señala Liliana Furió acerca de su luminoso documental Ilse Fuskova, realizado en co-dirección con Lucas Santa Ana y actualmente disponible en Cine. Ar. Estrenos. Ilse Fuskova es un retrato puntilloso sobre la vida y obra de una de las activistas históricas del feminismo y del lesbianismo en Argentina, al haber transitado un camino esencial para las nuevas luchas por los derechos civiles en el siglo XXI. Primero fue azafata, luego periodista hasta que se declaró feminista en 1978 – en plena dictadura militar – y ocho años después, al regresar del Encuentro Latinoamericano de Mujeres de Bertioga, se reconoció públicamente como lesbiana. Hoy Ilse tiene 92 años y este documental realizado por Furió y Santa Ana da cuenta tanto de su esfera privada como de la pública. Creó, junto a Adriana Carrasco, los Cuadernos de existencia lesbiana, una publicación indispensable para difundir sus ideas, y pronto se convirtió en una figura clave al hacerse presente en los medios de comunicación en los 90. Así, abrió un debate público que la sociedad argentina necesitaba. Los realizadores de Ilse Fuskova, Liliana Furió y Lucas Santa Ana, son dos figuras reconocidas por sus amplios conocimientos de la historia de la luchas por los derechos de la comunidad LGBTQI, con documentales como Tango Queeridoy El puto inolvidable, la historia de Carlos Jáuregui. Por eso, si de los contenidos de este nuevo documental se trata, entonces las expectativas han sido más que superadas. La información es mucha y relevante y, sobre todo, está muy bien organizada. Lo que podría haber resultado confuso tiene, en cambio, una claridad meridiana. No importa si el espectador conocía a Ilse o no antes de ver el documental porque de una u otra manera, siempre va a saber más. Va a ampliar su conciencia política, va a recorrer no solo la historia de Ilse, sino también la historia política de una sociedad entera. Todo es político y eso queda ampliamente demostrado en cada escena, aunque se trate de una anécdota aparentemente trivial. Incluso el material de archivo, que en muchos documentales es apenas material de relleno, aquí se despliega en el escenario. Lo que no funciona del todo bien, como también era el caso con El puto inolvidable, es la forma fílmica. O, mejor dicho, es tan convencional y poco creativa que, por momentos, hace que el interés en lo narrado decaiga. La riqueza del lenguaje cinematográfico no es explorada expresivamente y tampoco sobresale como un documental tradicional que hace de la fotografía y el montaje, por ejemplo, elementos narrativos en vez de simplemente funcionales. Dicho de otro modo, es lo formal lo que es plano. Es muy común ver este tipo de desaciertos en documentales que parecen dar por sentado que si el contenido es muy valioso – y sí, claro que en este caso lo es – entonces la forma fílmica no es tan importante. De ahí entonces que sean tan desparejos. Aunque también es cierto que Ilse tiene una presencia en escena tan imponente dentro de su simpleza, un discurso tan inteligente y bien articulado, y tantos saberes para compartir que ella sola puede llevar el documental adelante. Uno sigue viendo porque está Ilse. Compártelo: