Filmar lo que no vemos
Godard vuelve a sacudir los cimientos del cine. Estamos en presencia de algo nunca visto: una perturbación aguda de la percepción. El vértigo, la desorientación y el desconcierto llevan a preguntarnos sobre lo que efectivamente estamos viendo. El 3D deviene una nueva forma de poner la imagen en crisis. Los experimentos radicales provocan nuestros nervios ópticos y nos hacen parpadear (o verificar el estado de los anteojos). Las imágenes están organizadas en impresionantes composiciones cromáticas. El fundido encadenado de palabras, música y sonidos crea nuevas frases. La confrontación de materiales y texturas genera distintos relieves. El plano se desdobla e invita al espectador a hacer su propio montaje en los confines de lo visible.
La película reflexiona sobre el pasado, la memoria y la historia maldita del siglo XX. El desencanto godardiano se balancea en el presente con un perro y una pareja de amantes como hipótesis de reinvención. “La idea es simple”, resume Godard en el dossier de prensa: “una mujer y un hombre se conocen, se aman, se pelean. Un perro vaga entre la ciudad y el campo. Las estaciones pasan. La mujer y el hombre se vuelven a encontrar. El perro está entre ellos…”. La pareja es el otro gran motivo. Confinada a las tareas domésticas, la mujer reclama igualdad. El hombre sentado en el inodoro afirma que ese es el único y verdadero lugar de igualdad. Godard aborda lo escatológico. El hombre siempre deja a la madre por la puta. La pareja no tiene hijos pero sí un perro: suerte de ser filosófico al que la película dedica planos maravillosos. El perro es testigo de una vida anterior a la separación entre naturaleza y cultura, esa cultura que Godard designa de un modo justo como “metáfora”.
Godard mezcla la alegría del juego infantil con la sabiduría del viejo maestro que no está subordinado a la técnica. El cineasta usa el 3D como arma de combate contra lo binario. Una lucha desigual, inestable, plano a plano, con la fuerza de los colores y el montaje. En el pasaje de 2D a 3D se confunden el frente y la profundidad, el fondo y la superficie. Vemos nublado, doble, borroso. Godard aplica el limpiaparabrisas sobre nuestros vidrios polarizados. La dialéctica se transforma en poesía para llevar a cabo lo que reclama Claude Monet: “pintar lo que no vemos”. Godard lo consigue: donde había dos imágenes ahora hay una sola, nacida de las anteriores pero diferente. Es el poder del montaje dentro de la imagen, una búsqueda permanente del autor desde sus grandes textos críticos en Cahiers du Cinéma hace sesenta años.
Adiós al lenguaje es un poderoso antídoto contra el sopor de fin de año. La obra fascinante de una figura esencial e inimitable. Un torbellino de ideas, brillo y libertad. Una propuesta plástica que exalta la belleza material de las imágenes. Una habitación cuya ventana se abre a los campos de girasoles de Van Gogh, a las amapolas multicolores de Warhol o a los paisajes arbolados rivereños de Monet. Un relieve que se pliega, un espesor que se hace eco y laberinto para mostrarnos lo que no se ve: la esperanza en una poesía deliciosamente loca, en el ladrido de un perro, en el llanto de un bebé.