Toda la memoria del mundo Después de dos décadas de filmar en Tailandia, Apichatpong Weerasethakul deja su país para ir a Colombia. El cambio de escenario amplía el universo sensorial del cineasta con una mezcla de cine de género y experimental, instalación sonora y efectos especiales, sondeando el ritmo de la lengua, las cadencias y los silencios. Si bien encontramos los temas, las formas y los tiempos del autor, lo desconocido no se manifiesta de la misma manera que antes. Jessica se despierta en la madrugada por una detonación sorda y profunda. Se levanta de su cama alarmada y camina hacia la oscuridad en una escena inquietante donde la perdemos como en el teatro de sombras, en una transición brutal del sueño a la vigilia. En la escena siguiente las alarmas de varios autos empiezan a sonar inesperadamente en un estacionamiento. La irrupción de lo extraño es el motivo de una conmoción que anticipa nuevos rumbos. Si la película de Alan Resnais que da título a estas líneas crea el ensayo fílmico sobre los caprichos de la memoria captando e imaginando con su cámara las historias que guardan los libros, la de Weerasethakul explora la memoria como una experiencia sonora, buscando los orígenes del tiempo a través de los ecos en el presente. El resultado es la película más original, potente, bella y sorprendente que hayamos visto en mucho tiempo. Jessica deambula en busca del origen del sonido que la persigue desde aquella noche en su casa: un eco en forma de memoria inquietante que amenaza su equilibrio. Los contornos lineales de los edificios modernos de Bogotá, con columnas de concreto y grandes superficies de vidrio, forman trazos por los que la protagonista se acerca al origen de la detonación. Cuando maneja su auto por las rutas colombianas, las líneas que dibujan las montañas en el fondo parecen responder a las ondas sonoras que se han instalado en su cabeza. El misterio se intensifica en cada escena. De a poco, la heroína y la película avanzan hacia la selva, atraídos por la fuente del cine de Weerasethakul. El encuentro entre Jessica y un pescador al borde de un arroyo es un notable punto de inflexión que remite a la estructura dividida en dos partes de sus primeras obras. La película entra en ese momento en una dimensión completamente diferente, un tiempo suspendido, un giro cósmico, una invitación a abrirse a la memoria de la tierra. El personaje se vuelve cada vez más extraño, como si fuera una suerte de espíritu que resguarda la memoria sonora de los demás. Las escenas se pueblan con ecos de otros mundos, vibraciones de eventos del pasado y sonidos ancestrales de otras civilizaciones. La película se vuelve más misteriosa, hipnótica y fascinante. Los relatos orales, los viajes entre la vida y la muerte a través del sueño y las diferentes capas de sonido conforman una experiencia visual y sonora única que permanecerá grabada en nuestros recuerdos para siempre.
El título rohmeriano de la última película de Nicolas Pariser remite inmediatamente a El árbol, el alcalde y la mediateca, donde Fabrice Luchini encarna a un maestro de primaria ecologista que está en contra de la construcción del pequeño centro cultural que propone el alcalde socialista porque considera que se deben preservar los espacios verdes del pueblo en lugar de remplazarlos con estructuras artificiales. En el extraordinario prólogo de aquella película, les explica a sus alumnos el uso del condicional con este ejemplo: “Si no tengo el árbol frente a mí todas las mañanas, me iré de aquí”. A lo que una niña le contesta sentada al pie del árbol: “¡Está gritando al vacío! En lugar de gritar, hay que actuar”. Casi treinta años después, Luchini tiene los medios para salir de aquel callejón: ya no es un profesor escéptico y ligeramente reaccionario, sino el alcalde socialista de Lyon en Alicia y el alcalde. Nicolas Pariser fue alumno del genial Eric Rohmer en La Sorbonne. La influencia del maestro se nota inmediatamente en la erudición de los diálogos. Alicia y el alcalde es una ficción precisa y apasionante ambientada en los espacios de poder de una gran ciudad, que se empeña en hablar de política con un discurso que parece de otro siglo. El protagonista intuye que la forma de hacer política que encarna con profesionalismo ha quedado obsoleta. Después de treinta años de carrera, Paul se siente desmotivado y supone que la contratación de Alicia, una joven profesora universitaria de filosofía, va a regenerar su capacidad de tener nuevas ideas. Alicia y el alcalde posee la particularidad de mostrar gente trabajando alejada de la habitual representación del sufrimiento. La película combina de forma dinámica y creíble situaciones públicas, rivalidades internas y conflictos culturales. El director se infiltra en el decoro político utilizando la mirada inocente de la joven Alicia, que descubre los usos y costumbres del gobierno municipal de Lyon: un teatro de verborrea y gestos, mezcla de cinismo y costumbre, que llega a un punto cumbre en una memorable reunión del consejo municipal. El flujo de palabras técnicas, discursos y demás intercambios generan una energía paradójica frente a un alcalde desconcertado que se ve obligado a trabajar. El cineasta posee la inteligencia para evitar cuidadosamente cualquier forma de caricatura. La sobriedad y la ambigüedad de las interpretaciones permite navegar con placer en el entrelazamiento de los grandes temas de la superficie, mientras se crea sutilmente una comunión más profunda entre los protagonistas, fruto de una nutrida relación intelectual. En el transcurso de la historia, Paul y Alicia abandonan sus máscaras para revelar dos rostros más íntimos. La película encuentra así una forma narrativa singular con una inevitable mirada nostálgica, aunque tal vez involuntaria, sobre la época en que los partidos políticos tradicionales eran algo más que fantasmas.
A veces los críticos de cine tenemos una posición firme sobre ciertos temas que no nos permite ver más allá del supuesto “contenido” de algunas películas. Entonces nos apresuramos a decir que son demagógicas o reaccionarias, condicionados por nuestras ideas previas, sin prestar atención a la forma cinematográfica. Más allá del tema que aborden o de su visión crítica sobre la Europa actual, en el cine de los hermanos Dardenne importa más el cuerpo de los actores, los gestos, el trabajo con la luz, el encuadre y el sonido que el mejor de los guiones. El héroe dardenniano se define por la acción pura, la urgencia y los encadenamientos de situaciones que dejan poco lugar a la reflexión. El protagonista de su última película consolida esta marca autoral llevando al extremo la dificultad para expresarse, aceptar vínculos y establecer relaciones sociales. Pero en el universo profundamente humanista de los cineastas siempre hay un hueco por donde se filtra la esperanza. La belleza de su cine reside en esas pequeñas cosas, esos detalles ínfimos que cambian el curso de un destino, frustran una fatalidad y producen una revelación. Ahmed es un preadolescente belga de origen árabe que está en una etapa avanzada de radicalización islámica bajo el control de un imán de su barrio. El niño juzga duramente a su madre y no puede soportar la perseverancia de una maestra por impartir cursos de árabe que no se basen únicamente en la enseñanza del Corán. Ella busca interesarlo en la diversidad de un mundo con el que el joven ha forjado una relación obstinada en la que el significado, los sentimientos y las relaciones son ordenados de acuerdo con las estrictas categorías de puro e impuro. La secuencia inicial es extraordinaria: la cámara pegada al cuerpo del protagonista mientras intenta salir corriendo por los pasillos laberínticos de la escuela sin saludar a la maestra, nos mete de lleno en su mundo y genera la sensación de descubrir con sorpresa cada uno de sus movimientos y sus conmociones. La magnitud del tema elegido por los cineastas es desarrollada mediante una aguda observación de eventos mínimos. La película sigue el detalle de los rituales alrededor de los cuales se organiza la vida de Ahmed, cuya sacralidad por momentos remite al cine de Bresson: la educación paciente y minuciosa del cuerpo para la posición del rezo, la prohibición de estrechar la mano de las mujeres o la imposibilidad de entrar en contacto con los animales. Los momentos cruciales de la película son breves instantes que abordan su cuerpo: un perro que lame su mano, una joven que toca con una ramita su rostro antes de robarle un beso o un golpe brutal. La película se concentra en la humanidad de su héroe con una dimensión de misterio que elude los grandes movimientos para dedicarse a los pequeños gestos que traicionan su estado de ánimo y anuncian una decisión. Los Dardenne confirman su maestría para la dirección de actores reuniendo a un elenco de desconocidos que se desenvuelve con una hermosa y constante precisión. La presencia, densa y compacta, de Idir Ben Addi acapara toda la película. Los cineastas abordan la naturaleza de un personaje problemático con honestidad, sin ceder al juicio ni a la simplificación. La empatía con Ahmed se debe también al talento de los hermanos Dardenne para descubrir actores no profesionales y hacerlos trabajar con una naturalidad conmovedora.
La película comienza con la pequeña Nelly caminando por los pasillos de un geriátrico, despidiendo con un simple adiós a cada residente. En la siguiente escena, sentada en el asiento trasero del auto, pone comida en la boca de su madre que maneja. A través de un montaje minimalista, jugando con las elipses, la película alcanza rápidamente la emoción. Nelly llega a la casa de su abuela que acaba de morir y se queda sola con su padre guardando las pertenencias. Más tarde sale a jugar al bosque lindante y conoce a una niña de su edad muy parecida a ella que enseguida se convierte en su amiga. Su nombre es Marion, como la madre que acaba de irse. Entre juegos, risas, miedos y tristezas, un misterio permanece latente: lo fantástico es perfectamente concebible, legítimo y conmovedor. Petite maman es un cuento realista y encantado de una sencillez admirable que retrata las alegrías de la infancia pero también las primeras preguntas frente a la muerte y el destino. La película seduce con su libertad formal y narrativa generando situaciones enternecedoras, divertidas y extrañas. Las marcas temporales en la ropa, los objetos o en la forma de hablar se convierten en signos que conectan a las dos jóvenes protagonistas. Las palabras están cargadas de una vibración inestable que permite decir las cosas más terribles con el aplomo de los juegos infantiles. Los pequeños momentos aparentemente anecdóticos forjan una amistad que transciende las épocas: la escapada de las dos chicas a bordo de un barco, la carrera en el bosque o la noche de los panqueques. Los viajes en el tiempo invitan a la introspección hacia un pasado familiar. El juego despreocupado fluye hacia una tristeza profunda. El sentimiento de dolor y soledad desde el punto de vista de una niña es aún más conmovedor. Los ecos sutiles de cuestiones insondables sobre la infancia y la muerte transmiten sentimientos que van más allá del tiempo y la materialidad de los hechos.
“Si me dejás, voy a tener que matarte”. Undine comienza con el primer plano de una mujer abandonada que pronuncia estas palabras en la terraza de un café. La sentencia a muerte es una relectura del mito popular que da nombre a la película y a su protagonista: la nereida solo puede vivir en la tierra a través del amor de un ser humano; si es traicionada, tendrá que matar al hombre y regresar al agua. Christian Petzold convoca a Hitchcock y a los hermanos Grimm para trazar un paralelo entre el destino de una historiadora de urbanismo y el pueblo en donde vive. El deseo de hacer desaparecer al infiel y borrar todo rastro de la historia pasada le permite al cineasta volver sobre la Historia alemana, la tentación de la amnesia y el regreso de los fantasmas. La ruptura es seguida por un nuevo romance que abre una veta fantástica para explorar el aspecto irracional del amor e instalar una duda permanente con falsos semblantes, siluetas borrosas y escenas submarinas impresionantes. Undine conoce a Christoph, un buceador que admira sus conferencias. La intensa trayectoria amorosa, con sus idas y vueltas entre la capital alemana y el embalse, revela de a poco la verdadera naturaleza de la protagonista. Un conjunto de símbolos y pistas inquietantes sirven de telón de fondo para este amor fusional, tan inmediato como inexplicable. El carisma y la alquimia entre Paula Beer y Franz Rogowski le otorgan sustancia a la relación. La estructura narrativa está compuesta de ecos y bellas conexiones. Las variaciones poéticas y los momentos de loca incandescencia enfrentan a la aspiración del amor eterno con las contingencias del tiempo. La celebración de este trágico devenir convierte a Undine en una obra de un romanticismo sobrecogedor. Una película fantástica, discreta y lírica con la que Petzold confirma su firme creencia en el poder de los planos para transmitir emociones, para hacer imaginable más de lo que se muestra, para encontrar la verdad escondida en el rostro misterioso y la mirada oceánica de su joven heroína.
El árbol y el pájaro La nueva película Elia Suleiman es un maravilloso tratado sobre las formas de ver. Cada escena está organizada para que los espectadores vean de nuevo lo que ya creen conocer. El cineasta vuelve a demostrar su capacidad para diseccionar situaciones absurdas en la vida cotidiana y luego hacerlas brillar en todas las direcciones posibles. La lentitud, el silencio y el humor son las armas que utiliza incansablemente desde hace veinticinco años: el humor de los débiles, sutiles y desesperados. Con una mezcla singular de Jacques Tati y Nanni Moretti, Suleiman crea y encarna un personaje de ojos tristes, custodio de una ira interior que lo ha hecho mudo: un observador impávido, aunque poderosamente subversivo, de un mundo elevado a la omnipotente estupidez de los check-points de los aeropuertos. Creíamos que el cine de Elia estaba restringido a ese territorio tan real como fantástico llamado Palestina, pero esta vez se va volando a otra parte. De repente, el paraíso comienza nuevamente en Nazaret con una sucesión de escenas cómicas que cuentan al mismo tiempo lo absurdo del mundo contemporáneo, la opresión israelí, los delirios guerreros y la mezquindad humana. La búsqueda de subsidios dirige el trayecto de la película y le permite a Suleiman esclarecer su idea acerca de que el mundo se ha convertido en un microcosmos de Palestina. Las disputas de barrio y la violencia apenas sugerida en la primera parte encuentran ecos en las dedicadas a los dos polos del mundo occidental. La familiaridad aterradora de una París vaciada de sus habitantes e invadida por tanques y aviones militares para el 14 de julio, o Nueva York convertida en un desfile de monstruos en una noche de Halloween. El cineasta comienza a observar al mundo del mismo modo que el mundo mira a los palestinos. Suleiman crea una forma expresiva perfectamente adaptada a un personaje obligado a vivir al margen de su vida: un contrapunto mudo que expresa todo su desconcierto con un leve movimiento de cejas. Las máscaras, los signos, los disfraces y los logos susurran el descenso a una mediocridad sumisa. El protagonista está inmerso en una sucesión de gags lúcidos y sutiles en los que por momentos observa y otras veces se ve atrapado en algún engranaje. Una coreografía de cuerpos y miradas, una geometría risueña al límite la tragedia, un onirismo extraño que dice la verdad con los recursos del fantástico. Pero la verdadera naturaleza dual de nuestro héroe se manifiesta a través de dos protagonistas importantes que tampoco utilizan la palabra: un increíble pájaro bromista y un limonero que a pesar de los saqueos mantiene sus raíces. Pocas veces el cine, con una ligereza y un humor tan singulares, logra transmitir un sentimiento de exilio interior sin dejar de mirar a los ojos una realidad pavorosa.
El ángel exterminador Una mujer regresa a su pueblo para un funeral. También habrá una fiesta. Y una guerra. Ruido y furia, música y gritos, sangre y polvo. Seres míticos surgidos del pasado y de los sueños que fluyen con bellos fundidos encadenados. Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles evocan la incandescencia del cinema novo de los años sesenta con la reinvención del cangaceiro y un artificio deliberado. Los cineastas se apropian del spaghetti western para sumergirlo en las raíces brasileras a través de la historia de una pequeña comunidad olvidada en las profundidades del nordeste sobre la que se cierne una amenaza fascista: un grupo de turistas armados y excitados reunidos en un safari especial que elige el Sertão como terreno de caza. Bacurau es una fábula política, una alegoría brutal atravesada por un espíritu lúdico, una oda a la resistencia, al coraje y a la libertad de un pueblo cuyo exterminio ha sido programado. La película se toma el tiempo necesario para descubrir a sus habitantes, observando a la médica y a la prostituta con igual nobleza, e introducir sutilmente el tema del agua cuyo acceso ha sido restringido por una autoridad lejana. La irrupción del intendente da lugar a una escena maravillosa que condensa la desconexión entre los dos mundos. Bacurau es una extraordinaria ficción política cuya vitalidad inquebrantable funciona como un antídoto contra la monstruosidad real de la extrema derecha contemporánea: un relato fuera de tiempo que logra traducir la tensión social que hoy vive Brasil. Un grito primario y coral, una explosión gráfica, una rabia caótica que invoca los códigos populares para conjurar al espectro. La libertad formal de los cineastas se traduce en una descarga de energía que vibra en el espacio y en los movimientos, en los cuerpos y las historias, en la sensualidad y la muerte.
Sin aliento La película se puede resumir como la historia de una puerta que se abre y luego se cierra: la puerta de un gran departamento parisino que es también la de Francia. El hombre que la atraviesa, en una primera secuencia extraordinaria, se llama Yoav: un joven israelí particularmente bello, con una virilidad desbordante pero fuera de norma. Desnudo y despojado de todo, Yoav es cobijado por Emile y Caroline: dos jóvenes franceses que le ofrecen, entre otras cosas, algo para cubrirse. Entre los tres nace rápidamente una atracción insondable. El protagonista traza su camino en zigzag: la trayectoria imposible de un cuerpo masculino entre el nacionalismo y la poesía, entre el hebreo que se niega a hablar y el francés que declama, entre el hombre y la mujer como un tercero en discordia. Al igual que su personaje, la película navega entre dos orillas: por un lado, la erotización de su actor principal con quien la cámara mantiene una relación casi animal, y por el otro una parodia de la virilidad que llega a su cumbre cuando filma un violento enfrentamiento entre dos paramilitares como una escena de sexo. La ruptura entre Yoav e Israel es un misterio que podemos intuir a través de la actitud furiosa y excéntrica del personaje. El joven se niega a pronunciar la más mínima palabra en hebreo, practicando en su lugar un francés literario y sorprendente. Mientras camina impetuosamente por las calles de París armado con un diccionario de bolsillo, los sinónimos brotan asociando palabras de forma poética con un placer tan sensual como sagrado. Los gestos en bruto del personaje, su movilidad vigorosa y la intensidad de su compromiso físico, contrastan con la apatía del decorado parisino. La puesta en escena es un registro coreográfico que se sacude, rompe el tono y propone desvíos inesperados que bordean lo experimental logrando que la ciudad se difumine como un fantasma. El desplazamiento del cineasta israelí le permite poner su mirada a prueba de una realidad diferente: un diálogo cáustico entre dos culturas y dos cinematografías con el que Lapid redobla su propio cuestionamiento estético. Emile y Caroline pertenecen a una burguesía francesa letrada con su capital cultural y económico. La sátira política y social también los alcanza en una maravillosa escena en una disco donde la juventud dorada aparece como una masa vulgar y superficial. La presencia exaltada del joven israelí tiene un efecto regenerador en la pareja parisina. La actuación teatral de los intérpretes, con gestos grandilocuentes y tonos enfáticos, asimila la identidad a una representación. Yoav puede actuar como loco, rico, francés o israelí, adoptando la vestimenta y el idioma apropiados para cada ocasión. Nuestro héroe sediento de literalidad corre desesperado como Denis Lavant en Mala sangre, emula los gestos de Belmondo en Sin aliento, acepta los trabajos más extraños y recita de un modo desafiante La marsellesa en un curso absurdo para ser francés. Finalmente, pasar de un país a otro es sólo un intercambio de ficciones.
Besos robados La torre Eiffel, París desierta y un ritornello de Philippe Sarde que parece venir de otro tiempo. La voz en off cuenta una historia en pasado. Marianne frente a la puerta de entrada, vestida de cuello alto con la falda debajo de la rodilla. Su bello rostro sin maquillaje tiene el aire alegre del que va anunciar un acontecimiento feliz. Está embarazada, pero no de Abel, su compañero, sino de su mejor amigo Paul. Nombres de otra época como reimpresiones de viejas películas. Abel no pone ninguna resistencia, se precipita por la escalara del edificio y sigue su camino como si nada. Esta antiescena hogareña de antología establece el tono de una película singular en la que la sencillez y la delicadeza conviven con un desconcierto inquietante. Elipsis de nueve años. El corazón de Paul se detiene; Abel y Marianne vuelven a encontrarse en el funeral. Pasaron apenas tres minutos desde el comienzo de la película. La historia va a toda velocidad. Louis Garrel esgrime la libertad narrativa de la Nouvelle Vague. La cámara sigue la más mínima expresión en el rostro de los actores, con una voz en off a lo Truffaut y con una Laetitia Casta imperial filmada como una heroína de Hitchcock. Un hombre ama a una mujer. Pero entre ellos, un fantasma, un niño y otra mujer hacen de obstáculos. El cineasta filma con una notable fluidez los sobresaltos de esta historia escrita como un thriller sentimental: una pequeña colección de enigmas amorosos guiados por las actrices. Navegando de un color a otro, la narración se sostiene hábilmente por una triple voz en off que multiplica los puntos de vista. A cada uno de los protagonistas le suceden situaciones dolorosas, pero ninguno reacciona de acuerdo a las convenciones. Louis Garrel posee una manera de filmar precisa y sutil, una suerte de minimalismo elocuente con el que construye una película que es al mismo tiempo ligera y profunda, siempre elegante.
Una bella historia italiana En el comienzo, Nanni Moretti pone en escena su propia mirada. La imagen muestra al cineasta de espaldas con vistas a Santiago: el cielo, la cima de un macizo montañoso y la bruma que cubre una parte de la cuidad. El plano siguiente prolonga la mirada hacia la traza de un camino que separa, en el medio de la imagen, un barrio popular de otro más confortable. El título de la película también aparece en la pantalla dividido en dos: “Santiago, Italia”. Desde la coma que separa el nombre de la capital de Chile con el de su país, Moretti esboza una reflexión política sobre las divisiones y las fronteras. A partir de este momento, la película exhibe una claridad histórica inédita en el cine de su autor, resumiendo la política de Salvador Allende y el posterior golpe de estado de Pinochet con un montaje vivo y conciso entre testimonios e imágenes de archivo provenientes en su mayoría de La batalla de Chile, de Patricio Guzmán. Los extractos de entrevistas intercalados con otras imágenes ensayan una forma de narrativa común. La profunda melancolía que trasmite la película desde el tono gris del plano de apertura se resume en las últimas palabras del presidente chileno. La mirada retrospectiva provoca un efecto dominó que se despliega en la segunda parte de la película cuando Moretti cuenta “una bella historia italiana”. En aquel momento terrible, cientos de hombres, mujeres y niños se salvaron del horror gracias al asilo de la embajada de Italia que ofreció su hospitalidad a pesar de la vigilancia y la presión de la policía y de los militares en el poder. Un muro lo suficientemente bajo como para ser saltado por una persona separaba a las calles de Santiago de este primer paso hacia un exilio político en Europa. De los archivos de este episodio poco conocido, Moretti extrae imágenes en blanco y negro que muestran los edificios y los jardines de la embajada poblados por chilenos milagrosamente rescatados. Las filmaciones amateur son simples y perturbadoras, preservadas de una tiranía que parece lejana en el tiempo, pero sobre la cual el cineasta dibuja una ventana a la Italia de hoy. El contraste es demoledor. Algunos podrán cuestionarle cierta idealización del pasado, pero Nanni Moretti asume completamente su subjetividad en una escena maravillosa en la que aparece en pantalla junto a un militar encarcelado, precisamente para afirmar: “Yo no soy imparcial”. El giro que le permite asociar cinematográficamente el Chile de 1973 con la Italia de 2019 es la licencia política y poética, nostálgica e insolente, de un humanista orgulloso.