Hace unos años, el BAFICI (Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires) anticipó su novena edición con una serie de spots. En el más conocido hay cuatro personajes comiendo en un departamento. Uno de ellos, apoyado sobre un mueble, sostiene un envoltorio ovalado. Los amigos le preguntan qué tiene ahí y el hombre responde “no lo puedo mostrar”. “¿Por qué?”, le preguntan. “Porque es el cuadro más triste del mundo”, dice. Los amigos se ríen hasta que el hombre da vuelta el cuadro y lo muestra: en él se observa a un gato con un sombrero en la cabeza y una pipa en la boca. El que lo sostiene empieza a llorar de la emoción, dos de los amigos también, mientras el tercero los mira con sorpresa sin entender nada de lo que pasa. Tanto este spot como los otros que se difundieron para aquella edición comparten el mismo espíritu y terminan con la bajada “si no es para vos, no es para vos”. Más allá de la efectividad de los spots, algunos más logrados, otros menos, es interesante pensarlos como síntoma de una manera de entender la experiencia artística. La sentencia clausura la posibilidad de comprender algunas coordenadas a partir de las cuales se puede acceder a una obra de arte y sugiere la existencia de una elite culta que posee cierta capacidad interpretativa y una sensibilidad superior.
Cuando el lector se encuentra con críticas vinculadas al cine de Jean-Luc Godard pasa algo parecido. La mayoría se divide entre defensores acérrimos y detractores ofendidos, como si fuera una cuestión de fé: los creyentes de un lado y los ateos del otro, los que ven la virgen en la silueta que se dibuja sobre un ventanal y los que tan sólo ven una mancha, o los que sí la ven pero desconfían de que la figura se haya formado sin la ayuda de una persona. Son pocas las críticas que intentan ir un paso más allá, no para buscar certezas o para domesticar el cine de Godard con categorías cerradas sino para intentar una aproximación que no clausure la experiencia. Tampoco debería ser necesario haber visto todas las películas del director, haber leído todos los textos que se escribieron sobre ellas ni estar al tanto de la bibliografía enorme a la que remiten sus películas para poder formular una opinión. Sin embargo, apelar a la autoridad, propia o ajena, suele ser una salida posible cuando lo que hay enfrente es un abismo visual y sonoro. El director franco-suizo parece haber inventado un género propio que, especialmente desde las Histoire(s) du cinéma, la serie de televisión que filmó entre 1988 y 1998, transita el terreno del ensayo y el autorretrato, pero los reescribe y niega constantemente, como si hubiera una fuerza dialéctica que surge de las propias imágenes.
Cada plano de Godard vuelve a discutir, aunque sin rechazarlo del todo, al realismo baziniano, aquel que a mediados del siglo XX sostenía que el cine era una ventana abierta al mundo. Según André Bazin el hombre debía abrirle paso a la técnica hasta desaparecer casi completamente. La cámara se prendía e ingresaba una realidad de orden espiritual. Dos décadas después, Serge Daney se alejó de Bazin, pero no para discutir el carácter realista del cine sino el espiritual. El cine, dice Daney, es realista en tanto que está abierto a la dimensión de la historia. Esa apertura implica, además, la responsabilidad de transformarla.
En términos generacionales, Godard está en el medio de ambos. Los tres fueron críticos de la mítica revista Cahiers du Cinéma (Bazin fue uno de sus fundadores y su figura principal hasta su prematura muerte en 1958), pero sólo Godard pasó al terreno de la dirección. El suyo, sin embargo, es un cine que ejerce la crítica desde el cine, que se pregunta constantemente por las formas y que, en relación al vínculo entre la cámara y lo filmado, que Bazin y Daney abordan desde el realismo, oscila entre ambos como una pelota de tenis con vida propia (una metáfora del propio Godard sobre sí mismo, incluida en unos cortos que celebraban el centenario del cine), aunque más cerca del segundo.
Daney y Godard creyeron y se defraudaron con la televisión, y desconfiaron del dogmatismo del cine militante: los materiales son ambiguos, se resisten, el cine no convence sino que pregunta. Godard emprende un juego de aproximaciones, nunca es autoritario ni didáctico y el encuentro con la historia es siempre problemático. A través de dos planos certeros y una voz que los reúne (no para sellar los sentidos pero al menos para que no se fuguen), Godard nos recuerda que la televisión comenzó a transmitir en Berlín la misma época en la que Hitler llegaba al poder. ¿La televisión tendrá un destino fascista?
Como en un juego de cajas chinas las pequeñas pantallas inundan la gran pantalla (que ya no es tan grande). Godard nos demuestra, como J. Hoberman en su libro El cine después del cine, que en el siglo XXI la tecnología digital rompió la relación entre la imagen y la realidad: hoy cualquier imagen puede ser creada. Sólo queda desconfiar de lo que vemos porque ya no hay mundo sino imágenes del mundo. En Adiós al lenguaje una voz femenina pregunta “¿Se puede producir un concepto de África?”. Pero el fuera de campo no es sólo geográfico ni conceptual, no se aplica sólo a lo que está a los costados, arriba, abajo o detrás del plano, sino también a los espacios vacíos que los píxeles rellenan. Adiós al lenguaje está invadida de ellos, las imágenes son el resultado de cámaras semi profesionales y, como se suele decir en la jerga, están rotas, saturadas de filtros que levantan los colores y generan la sensación de estar frente a un cuadro impresionista (la figura de Monet deambula entre plano y plano). Dice Jean-Louis Comolli: “Nos toca, espectadores, cineastas, deshacer punto por punto la dominación, agujerearla de fueras de campo, astillarla de intervalos”.
Si no se puede confiar en las imágenes, piensa Godard, sólo resta la imaginación y la memoria. Quizás haya que buscar, una vez más, en la historia del cine, en el plano ralentizado que muestra a una mujer que se escapa de un hombre. ¿Quién es esa mujer? ¿Por qué corre? Algún cinéfilo podrá indicarnos a qué película corresponde la secuencia, pero el dato no importa, porque aquella mujer ya no es esta mujer: ahora forma parte de Adiós al lenguaje y ya no está acompañada por una trama narrativa que la contiene (¿Seguiremos necesitando tramas? ¿Por cuánto tiempo?), sino por un sumario de imágenes que se superponen a modo de collage visual. En Adiós al lenguaje hay otras mujeres. Hay una que casi nunca tiene ropa (¿Cómo diferenciar un cuerpo desnudo de una cosa desnuda?), y que deambula con la mirada perdida alrededor de un hombre que tampoco tiene ropa, que la ama y la apuñala. Y también hay un perro, la figura antagonista del ego, el único animal, dice Godard, que ama al otro más que a sí mismo. Ese animal nos lleva hacia un territorio donde no hay palabras sino flores, ríos y cielos.
Una primera visión podría concluir que las últimas películas de Godard son pesimistas, algo que también se percibe en el primer corto que realizó en 3D, Los tres desastres, donde califica a la tecnología estereocópica como una dictadura que determina la mirada y anula la libertad del espectador. Se intuye, sin embargo, luego de la avalancha de imágenes y sonidos, que debajo del territorio destruido aparece otro inexplorado, como el que descubre el perro en la escena que le da cuerpo al afiche de la película o como los peces que se dispersan luego de la inmersión de la cámara. Si para Daney el destino del cine era la escritura sobre cine, quizás para Godard el destino del cine sea seguir descubriendo, a partir de imágenes y sonidos, nuevos territorios.