Comedia mutante y experimental
Con Imperio (2006), David Lynch pudo hacer una obra maestra onírica, erótica y musical mediante las texturas digitales. Lynch rehúsa el juego del cine mainstream, pero confía en el poder mítico, pesadillesco y sugestivo de Hollywood. Jean-Luc Godard hace rato que no confía demasiado en el cine, y sus declaraciones acerca de Hollywood -y del mundo en general, a juzgar por las entrevistas que ha concedido en los últimos 25 años- suelen oscilar entre lo incisivo y lo petulante. Godard, reactivo frente al mundo contemporáneo, rechaza tantas cosas que hasta cabría reclamarle lo que él mismo (cuando era un joven crítico a punto de volverse el cineasta-faro de la modernidad cinematográfica) reclamaba a los directores franceses: filmar las chicas y los chicos de hoy, la vida que les pasaba por al lado.
Pero Godard -taimado y ladino, todavía provocador- logra filmar imágenes contemporáneas desde su torre gruñona: la bajísima calidad pixelada convive con planos radiantes; hay un original 3D que se usa de forma casi dolorosa para los ojos y se impone la pausa en la imagen en movimiento como si estuviéramos viendo videos por streaming defectuoso. Los sonidos son de oscilante calidad, hay cuerpos desnudos de un hombre y una mujer, defecaciones, reflexiones diversas, citas y citas, un perro que reaparece.
Esto es Godard desde fines del siglo XX: cine-ensayo, cuyo máximo y mejor exponente podría ubicarse en el corto Del origen del siglo XXI (2000). Afortunadamente, por más que haya un barco (con bandera francesa de un lado y suiza del otro, un barco-Godard), Adiós al lenguaje es mucho menos plañidera y plúmbea que Film Socialisme.
La película, socarrona, más que plantear interrogantes acerca de cuál será la imagen siguiente nos mantiene alerta acerca de cómo resolverá (disolverá, detendrá, cambiará, resignificará) la imagen presente. Es una comedia experimental mutante y hasta la violencia, las guerras y la sangre se licúan ante la persistente búsqueda de pequeños destellos de belleza y absurdo que el octogenario director (que hizo sus obras maestras como El desprecio, Masculino-femenino y Una mujer es una mujer hace medio siglo) parece querer llevarse consigo mediante un supuesto hermetismo que sólo es tal si peregrinamente pretendemos entender todo lo que nos es dicho.
Hace rato que el juego de Godard en tanto oráculo va por otro lado, y su cine bascula entre la irritación y la fascinación. Adiós al lenguaje, desde su título en extremo grandilocuente, nos libera de entrada: no se trata de entender, sino de acompañar y saludar estas reflexiones que ponen en perspectiva (¿por última vez?) la carrera de un grande del cine que -a diferencia de otro director nacido en 1930 como Clint Eastwood- dio lo mejor de sí en sus comienzos, cuando parecía no sólo saberlo todo, sino que además observaba con avidez y pasión el mundo que lo rodeaba.