De Adiós al lenguaje, la última película del legendario Jean-Luc Godard, segunda en 3D, se venía hablando desde hace más de un año, incluso antes del cortometraje Tres desastres, su primer film en cine estereoscópico digital, también visto por primera vez en Cannes, un año atrás. Esa vez ya se había especulado que el director de Hélas pour moi y El soldadito iba a estar presente con Adiós al lenguaje, un título como mínimo sugestivo, aunque para algunos, los enemigos perennes del director (y de la modernidad cinematográfica), resultaba estúpido o pretencioso.
En su primera incursión en el cine en 3D, Godard lanzaba su tesis envenenada hacia el futuro desde un presente todavía demasiado candoroso en la materia. Decía: “El digital se convertirá en una dictadura”. Si la declaración más poderosa de ese cortometraje, muy cercano a la estética de otro corto notable como De l’origine du XXIe siècle, tenía el peso de una profecía aciaga, era previsible que Godard profundizara esa hipótesis en una película que no podría ser otra cosa que un testamento final tan oscuro como definitivo. Pero Godard hizo una suerte de comedia poética y filosófica en la que, a pesar de no abandonar su pesimismo, dictado por la observación de nuestras prácticas, prefiere insistir en cierta hermosura del mundo físico. Sus detractores dirán que está gagá y que su tendencia al desconcierto semántico, al caos estructural y a la cacofonía caprichosa alcanzan aquí su mayor grado de ridiculez. Deberían aceptar que Adiós al lenguaje es por lo menos materialmente hermosa. No debe haber película más gloriosa para ver el movimiento y la prestancia de las hojas de los árboles en otoño o la sensualidad pluralista del brillo y los colores de las flores. Este film de Godard funciona como un inventario de todo lo hermoso que albergaba el mundo en el que ha vivido.
Adiós al lenguaje no es una comedia en un sentido ortodoxo, pero el humor es constante. Ya en el comienzo, después de decir que “Los que no tienen imaginación se refugian en la realidad, si es que el no pensamiento opaca al pensamiento”, lo que sigue es un chiste: aprovechando la obviedad conceptual del 3D respecto de la percepción de la profundidad de campo, se lee “2D” al fondo del plano y “3D” al frente. El chiste pasa por repetir en signos lo que es ostensible a la mirada, como si se estuviera señalando que hasta ahora la percepción ligada al cine estereoscópico parece concebida por un par de burócratas perezosos del lenguaje cinematográfico.
Se dice que el primer espectador de Adiós al lenguaje fue el gran cineasta Jean-Marie Straub, que visitó a Godard en su casa en Suiza. Es probable que la primera película en 3D que haya visto Straub sea la de Godard, pero su veredicto fue: “Nadie ha hecho algo así”. ¿Qué hizo realmente? En Tres desastres, Godard trabajaba el 3D usando la técnica del fundido encadenado. En el momento que un plano venía a relevar a otro, Godard detenía el procedimiento e imponía una subdivisión del plano; el efecto perceptivo pasaba por radicalizar el frente respecto del fondo, como si viéramos tras una cortina lo que estaba sucediendo “atrás” del plano. La novedad perceptiva de esa película consistía en ese efecto peculiar. En Adiós al lenguaje se podía esperar una repetición y un perfeccionamiento de este procedimiento, pero aquí la búsqueda es otra. Godard prepara su primer truco visual de a poco. Cuando todo permanece más o menos igual, de pronto el plano se desdobla. Una de las actrices, al desplazarse hacia la izquierda, parece llevarse una parte del plano con ella. El efecto es rarísimo, como si la imagen nos obligara a devenir viscos. Si uno cierra el ojo izquierdo, todo lo que está a la derecha del plano se vuelve intelegible y visible; si cierra el derecho, sucede exactamente lo contrario. Parece un juego y hay cierta voluntad lúdica, pero esa secuencia (habrá otras similares) muestra con lucidez que el cine afecta la percepción y precipita asociaciones en los circuitos del cerebro. Godard parece haber descubierto el cine en 2.5D, una zona intermedia entre el 2D y el 3D. Straub tenía razón.
¿De qué habla Godard? En principio, habría que preguntarse desde dónde habla. Su voz proviene de otro siglo y desde ahí interroga al actual. Al comienzo hay un pasaje simbólicamente clave, en una venta callejera de libros. Godard elige un plano medio y focaliza el centro del cuadro en las manos de los personajes. Los libros son de Dostovieski, Levinas y tantos otros escritores que Godard cita sin indicación de autor. Pero el tema no pasa por las citas, ni por la discusión sobre el subtítulo de una obra de Aleksandr Solzhenitsyn, sino por la yuxtaposición de libros e IPhones, vehículos de signos que determinan formas de viaje y consumo del lenguaje.
Adieu au langage, Jean-Luc Godard, Suiza, 2014
De ahí en adelante la película, tímidamente, tendrá una estructura recurrente que va del diálogo que sostienen un hombre y una mujer, muchas veces desnudos, sobre una cantidad de ejes temáticos y filosóficos que le interesan a Godard (la otredad, el lenguaje, la violencia del estado, el nazismo) a un conjunto de planos de la naturaleza que combinan imágenes de flores, expresiones y movimientos de un perro (Roxy, la perra de Godard, pieza fundamental de la película) y algunas secuencias de un buque de pasajeros que llega o parte de un puerto que suele ser el mismo. Un gag antipático y provocador se repite cada vez que la pareja mantiene sus diálogos filosóficos. Él le recuerda a su mujer la famosa escultura de Rodin y sugiere que ese pensador esculpido en piedra hoy debería estar defecando en un baño, situación en la que a menudo se lo ve al hombre cuando discuten conceptos filosóficos. “Es la mierda lo que nos iguala a todos”, dice. El humor irreverente está presente a lo largo del film y la secuencia final es un chiste delirante que involucra el llanto de un bebé y los quejidos de un perro.
Pero Godard dice que hay algo que le importa demasiado, una nueva preocupación vital: el otro mundo. Si, como pensaba Wittgenstein, el límite del lenguaje es el límite de mi mundo, despedir al lenguaje es despedirse también del mundo. El siglo XX ha sido espantoso, pero Godard insiste en recordar y registrar la belleza del mundo. Insolencia final, gesto de recogimiento de último momento. De lo que se trata aquí es de coleccionar en una película de 70 minutos todo aquello que sirvió para conjurar la crueldad sistemática que signó el siglo en el que nació el mayor cineasta de la modernidad.