Adiós entusiasmo

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.” Así comienza uno de los cuentos más conocidos de Julio Cortázar, cuyo desarrollo hace estallar la demarcación entre lo literal y lo metafórico. Podría pensarse este procedimiento en la relación que establecen palabras e imágenes en el enrarecido mundo familiar que propone Vladimir Durán en Adiós entusiasmo, dentro de una casa donde un grupo de personajes permanece en medio de ritos y juegos mientras la madre se encuentra encerrada en un ambiente contiguo y solo escuchamos su voz de vez en cuando, aunque sentimos la presencia de manera constante. La hermana (Verónica Llinás) le dirá en algún pasaje que “siempre fue una madre ausente” y uno nunca terminará de entender cómo hay que interpretar esa sentencia. De esto se trata, de poner en crisis la relación entre palabra e imagen. Pero también el funcionamiento del habla. La alternancia entre el lenguaje escrito y el coloquial subvierte el dispositivo oral. Por eso el comienzo. Se escucha: “¿Vos sabés qué es la materia oscura?” pregunta Axelito, el pequeño del hogar, mientras un fundido en negro se mantiene unos cuantos segundos y allí queda establecido el pacto con el espectador: la aceptación de un universo cerrado, cotidiano, donde se retuercen progresivamente los resortes de la verosimilitud en torno a lo que oímos (erosionando el lenguaje mismo) y lo que vemos (un formato panorámico exagerado con angulaciones varias, planos cercanos, desencuadres y variaciones focales). De modo tal que si en medio de ese cuadro familiar camina un tigre con naturalidad (como en Bestiario del mismo Cortázar) o un niño teje maniobras siniestras (como en varios relatos de Silvina Ocampo), nada debe sorprendernos. En todo caso, podemos recurrir a un tubo de oxígeno para salvarnos de la asfixia claustrofóbica de esta familia.

Pero más allá de las referencias que uno pueda establecer, hay un sólido trabajo de cámara y de montaje tendiente a descentrar permanentemente los hechos, a construir un rompecabezas cuyas piezas nunca van a encajar del todo. Y fundamentalmente a mantener la intriga a partir de personajes poco entusiastas (una maniobra que refuerza un particular sentido del humor como una atmósfera de extrañamiento) y de una madre fuera de campo a la que escuchamos demandar, protestar y pedir para que la saquen. Su voz parece sumergirnos en una especie de Psicosis vernácula. Nunca sabremos por qué está ahí, como jamás podremos determinar la naturaleza del núcleo familiar. Solo algunos indicios diseminados nos harán caer en las trampas de la interpretación forzada. El afuera apenas se cuela en algunos planos aislados, y así el interior mismo deviene en una opresión constante, siempre a punto de estallar y poniendo una barrera con el espectador en tanto y en cuanto es muy difícil tener empatía con los personajes.

Lo saludable de la propuesta es la forma en que solapadamente Durán traza el dibujo de la disfuncionalidad familiar desde una estética que remite al absurdo y al escamoteo de emociones, sin escandalizar. Esto supone un riesgo, el de la frialdad y la indiferencia, sin embargo, quienes estén dispuestos a perderse en esta tierra de incertidumbres y de extrañas costumbres, disfrutarán de la belleza de lo indeterminado.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant