Como si no pasara nada raro
La ópera prima de Vladimir Durán plantea una suerte de realidad autónoma en la que es posible que una familia conviva naturalmente con lo disfuncional, en un antiguo caserón barrial en el que reina la endogamia y en el que no se ve a la madre aunque es omnipresente.
Los actores son locales, la lengua y los decorados también. Sin embargo, Adiós entusiasmo es una película extranjera. No sólo porque su realizador, Vladimir Durán, nació en Colombia, sino sobre todo porque no se parece a ninguna otra película, argentina o no. Hay algo enrarecido, una suerte de encerrona en la familia protagónica, integrada por cuatro hermanos, un padre del que ni se habla, una madre que está y no está, y una casa en la que esa familia parece vivir desde siempre. Como si esa casa los precediera y los engullera. Adiós entusiasmo es extranjera al 90 por ciento del cine que se hace, deudor de las conductas y la lógica de la realidad externas. Aquí, esa realidad se recompone en otra que la propia película se ocupa de construir, y que se parece y no se parece a ella. La de Adiós entusiasmo es una realidad autónoma. Una en la que es posible que una familia conviva cotidianamente con lo disfuncional, como si eso fuera lo más natural del mundo. Como si fuera un juego.
En la ópera prima de Durán, coescrita junto a la brasileña Sacha Amaral, hay algo de Casa tomada. Y algo del mundo de Silvina Ocampo también. A la inversa del cuento de Julio Cortázar, donde dos hermanos endogámicos creían percibir presencias extrañas en la casa, en la de Adiós entusiasmo lo extraño se ha instalado, en una habitación vedada con la que hay contacto a través de la ventana del baño, que se mantiene entreabierta. “La ventanita”, le dicen, con una desconcertante y lógica familiaridad con lo enfermizo. La ventanita es la vía de comunicación que Antonia (Mariel Fernández), Alicia (Laila Maltz), Alejandra (Martina Juncadella) y Alex (Camilo Castiglione) tienen con mamá Margarita (voz de Rosario Bléfari). Se cuentan cosas de uno a otro lado de la casa, charlan, nada parece fuera de lugar.
Reina la endogamia en esta película exhibida en el Forum de Berlín el año pasado, ganadora más tarde del Premio a la Mejor Película de la Sección Vanguardia y Género del Bafici. Alicia juega con el pequeño Alex, se tiran sobre la cama, cantan una vieja canción en portugués. Antonia tiene un pretendiente bastante tarambana, al que echa flit. El otro no se entera e insiste. Antonia le cierra la puerta en la cara y entra en la casa, que es como si la chupara. La casa es en verdad un antiguo, bastante descuidado caserón barrial, de esos rodeados de una verja de hierro y con un patio al frente. Como los de las películas de Torre Nilsson, para decirlo en términos de cine argentino. Como en aquellas películas con guiones de Beatriz Guido, todo sucede adentro. Adentro de la casa. Recuérdese, por otra parte, que en La casa del ángel también había una habitación vedada, donde estaba proscripta aquella a la que la familia no quería ver. ¿Por qué el encierro de mamá? No se sabe, y todos se comportan de manera tan “natural” que no hay forma de presumirlo.
Como en los relatos de Silvina Ocampo, las habitaciones de la casona sirven para encerrarse y compartir secretos, para hacer juegos entre ingenuos y perversos. Antonia, Alicia y Alejandra (sí, todos los nombres empiezan con A, y el de Alex también) cierran la puerta de una habitación y se tiran, en un momento de distensión, en la cama. El torómbolo pregunta por una de ellas del otro lado de la puerta y Alicia, imitándole el acento y entre las risas de todas, le dice que no están. Mamá decide festejar su cumpleaños tres días antes de la fecha. Se celebra un poco en el baño y otro poco en el pasillo, donde las mesas apenas caben. El happy birthday se canta en portugués. De pronto hay una discusión, alguien se va y Marta (la infalible Verónica Llinás) se trenza con su hermana Margarita (los nombres de los hijos con A, los de las hermanas con M), en una pelea a puteadas, al mejor estilo tribunero. No es una familia bien avenida.
Hay una permanente latencia, algo que no funciona y que esconde un gato encerrado que sin embargo no se sabe dónde está. Es como si hubiera un olor acre, olor a pis de gato tal vez, pero ninguno de los presentes lo advirtiera. A diferencia de Nilsson, no hay aquí manierismo, cuidada fotografía, búsqueda expresionista y angulaciones desestabilizadoras. Acorde con el modo en que sus protagonistas lo viven, y acorde también con su carácter de clase media venida a menos (a diferencia de los aristócratas venidos a menos de Nilsson & Guido), todo está fotografiado de modo craso y realista. Como si no pasara nada raro. Y sin embargo está pasando, ahí, delante de todos. Pero nadie hace nada.