Adopción está atravesada por una inusual calidez que parece venir a refutar en parte la obligada gravedad de su tema. Un niño recién nacido pierde a su madre a manos de un grupo de tareas en plena dictadura militar. Literalmente la pierde. Es decir, no se sabe qué pasa con ella, desaparece en medio de la noche. El hecho es un agujero negro en la memoria del joven que hoy recuerda (o más bien intenta hacerlo) ante la requisitoria del director David Lipszyc. Así, una zona de la película se construye orbitando alrededor del misterio de esa ausencia y de su peso. El chico separado de manera cruenta de su madre va a parar a un orfanato y termina siendo adoptado por un hombre homosexual. El hombre reconstruye también su historia desde el presente junto a su hijo adoptivo, y la película se balancea entre una historia y la otra sin hacer pie completamente en ninguna de las dos.
Lipszyc hace una película muy rara de verdad. Esto podría ser bueno, pero en este caso no alcanza. Despareja y arrítimica por donde se la mire, Adopción parece proponer un culto a la memoria, en la que los recuerdos adoptan a veces la forma sinuosa de lo fantástico (la eficaz utilización de los muñecos playmobil recuerda superficialmente a Los rubios), pero prácticamente sin asumir conclusiones acerca de sus efectos en el presente. Padre e hijo recuerdan como en un pacto de amor, a partir del cual todo conflicto ha sido neutralizado, expulsado de ese pequeño paraíso privado en el que el cariño persevera ciego: el hombre trayendo de vuelta pasajes más o menos angustiantes de su vida juntos en el pasado que se ven al fin morigerados por el afecto y el apoyo mutuo; el hijo, feliz de haber vivido en un mundo en el que los juegos infantiles operan como guarida y eficaz protección contra las perturbaciones del mundo circundante, que por supuesto incluyen el enigma del amigo de su padre que compartía el hogar con los dos. La película dice poco sobre la homosexualidad bajo un régimen represivo, poco sobre los hijos de desaparecidos, poco sobre la adopción por parte de padres del mismo sexo. La memoria no duele en la película de Lipszyc. Tampoco formula pregunta alguna. Más bien se limita a hacer las veces de artilugio, de motor que dispara historias para alimentar diligentemente al cine (como en las zonas apenas recordadas de la infancia más temprana del joven, en las que la falta de información se repone con imágenes y formas cercanas al videoarte, algunas muy bellas, por cierto, que aparecen proyectadas en una pantalla). No estaría mal si no fuera demasiado poco. Discreta por vocación y fatalmente anémica, Adopción podría representar (tal vez no del todo a su pesar) el ejemplo tardío de una cierta clase de cine cuyas imágenes no osan hablar sino que apenas se remiten a ilustrar.