Serena perturbación
La creciente alienación de los protagonistas por todas las formas posibles de consumo encuentra un retrato que no recarga las tintas, pero que resulta inquietante.
A los 42 años y con cinco películas, está claro que Sofia Carmina Coppola (New York, 1971) habla de lo que conoce: la adolescencia y el mundo de las celebridades del show business. En los casos en que sus personajes no son adolescentes biológicos lo son en términos psicológicos: los protagonistas de Perdidos en Tokio (2003) y el star de Somewhere (2010), padre de una adolescente. La única vez que Sofia se salió del presente fue para conectar con una reina de catorce años, María Antonieta (2006). Y cuando no hizo referencia a las celebrities fue también cuando se basó en material literario ajeno: su ópera prima, Las vírgenes suicidas, sobre la novela de Jeffrey Eugenides (1999). Protagonizada por chicos de high school que se introducen en casas de famosos para sentirse parte de ese mundo, Adoro la fama (The Bling Ring, en el original) es, de sus películas, la que más notoriamente aúna ambos focos de interés.
El opus 5 de la hija de Francis Ford está basado en un caso real (ver entrevista). Los protagonistas son un grupo de chicos de Calabasas, California, con acceso fluido a bienes propios de la economía adolescente media estadounidense (ropa de marca, celulares de última generación, auto) e inmersos en el consumo de vidas ajenas. De las vidas de aquellos que los chicos querrían llegar a ser, claro. Que son los mismos personajes que alimentan las páginas de lo que antes eran tabloides y ahora son blogs, Twitter, Facebook o sitios web: Paris Hilton, Lindsay Lohan, Orlando Bloom, Megan Fox. A esos chicos no les basta con hacer “guardias” frente a un hotel, aullar ante sus ídolos o robarles un beso o un autógrafo. Estos chicos no buscan idolatrar, van más allá: quieren ser sus ídolos. La manera más segura es viviendo sus vidas. Aunque sea por un rato.
¿Cómo lo hacen? Averiguan dónde viven (lo cual se resuelve con un simple googleo) y aprovechando sus notorias ausencias (Paris Hilton da una fiesta en Miami, Orlando Bloom filma en Nueva York y así) entran en sus mansiones, hacen sus propias visitas guiadas, prueban sus colchones y requisan de la primera a la última de sus pertenencias, llevándose cualquier cosa: un collar astronómicamente caro, un par de zapatos ídem, un tapete que vendría bien para decorar el cuarto o un cuadro al paso. No deja de llamar la atención la facilidad con que entran (Paris Hilton deja su llave debajo del felpudo, por ejemplo) y la falta de alarmas o guardia privada (una sola vez aparecen). Tan fácil les resulta, y tan loquitos están los chicos, que no se conforman con entrar una vez: las visitas se hacen regulares, se vuelven cosa de rutina. Hasta que, claro, la policía se entera, gracias a las cámaras de seguridad.
Película serenamente perturbadora (Sofia C. es una observadora aguda y una narradora que desdramatiza), el mayor riesgo de una película como Adoro la fama es que deja el plato servido para el prejuicio y la paranoia antijuvenil de clase media. Si bien la fragilísima Sofia está a años luz de tener la mano pesada (en lo físico y en lo artístico), no se priva de mostrar en qué medida la creciente alienación de los protagonistas se propulsa con toda clase de tóxicos, que a la manera de Tony Montana comienzan a consumir en progresión geométrica. Es verdad que la película se ocupa de señalar que el problema no son las drogas, sino que éstas son parte de un furor consumista en el que Louis Vuitton o Louboutin valen tanto como un BlackBerry o la merca de mejor calidad: lo importante es consumir más y mejor de lo que sea.
Documental antropológico disimulado, el bombardeo rítmico del océano icónico en el que los chicos navegan o naufragan (Facebook, celus, compus), así como el ocasional rap o dance en algún club nocturno, permiten al espectador nadar en sus aguas, que no le son desconocidas a nadie. Algunos ralentis (recurso al que la realizadora es afecta) ayudan a comunicar la sensación de éxtasis, en todos los sentidos de la palabra. Algunos apuntes al paso permiten breves e iluminadores insights. La aparición en un club de Kirsten Dunst (actriz favorita de S. C.) puede verse como forma sesgada de autoinclusión. Que a Lohan la metan presa por robar una joya casi al mismo tiempo que los protagonistas entran en su casa, revela hasta qué punto unos y otra son pares. Después de un día excitante, el protagonista recuerda, en su cama, no los rostros reales de sus acompañantes, sino las fotos que se sacaron. El pícaro, excitado “Quiero robar” de una de las chicas suplanta a un “Quiero coger” que brilla por su ausencia, puesta como está toda la libido en devenir otro.