Mansión tomada
A medias entre Los edukadores y Spring breakers, pero sin la vocación política de la primera ni el riesgo estético de la segunda, Adoro la fama es un filme menor pero valioso: en su retrato específico de clase logra captar un estado de cosas, un zeitgeist.
El dato: el filme de Sofia Coppola recrea un caso verídico, el de un grupo de adolescentes californianos que dedicaron una temporada a saquear casas de famosos (de Paris Hilton, Lindsay Lohan y otros) hasta caer en manos de la ley. Y lo de “grupo” adquiere rasgos propios: salvo las individualidades de Emma Watson e Israel Broussard, el único varón de la pandilla, el protagonista de la historia es un colectivo joven difuso; ausencia de jerarquías que es también planteo formal, en tanto en la cinta la repetición se sobrepone a la progresión, la laxitud disipa el sensacionalismo.
Y eso también vale para la ambigüedad pop de la película, que no celebra ni condena el consumismo 2.0 de sus protagonistas, más cercanos a unos hipsters sin ironía que a unos terroristas de barrio cerrado: su vandalismo pasa por la devoción, no por la transgresión, aunque las leyes estén ahí para condenar su abúlico pasatiempo. De todas maneras hay algo romántico en ellos, en ese situacionismo inocente de habitar mansiones vacías por un rato para probarse ropas, ponerse pintura de labios o tomar alcohol ajeno. Su banalidad es sentida, no nihilista, y por eso la comparación con Bret Easton Ellis, el autor de Menos que cero, es anecdótica (para un filme Ellis, ver The Canyons).
Adoro la fama es un filme trágico, de una clase social pero también una generación que no puede generar experiencias legítimas: su afuera está en el adentro, en los interiores y la intimidad expuesta. Ellos solo consiguen encontrarse fugazmente ocupando vanamente el lugar de otro, registrando el devenir y el cuerpo en imágenes, escapándole a la monotonía a través de las drogas, la velocidad, el pop y la electrónica.
El fin del hedonismo llegará con otro espacio interior, el de la cárcel, uno áspero y despojado y angustiosamente “social”, lejano al éxtasis y la comodidad de las redes.
Es cierto, hay algo pueril en la mirada de Coppola, un tufillo sociológico y cierto descuido conceptual (sus cámaras ocultas se parecen a las de Actividad paranormal más que a las de Caché). Pero el filme es lúcidamente noble y ofrece una oportuna metáfora del mundo actual, una casa abandonada en la noche con sus luces prendidas.