Un amor sin palabras En “Siete perros” el director Rodrigo Guerrero exhibe la historia de un hombre al que obligan a desprenderse de sus mascotas. Una vida de perros no es lo mismo que una vida con perros, aunque Ernesto Lino (Luis Machín) hace equilibrio entre ambas situaciones en Siete perros, lo nuevo del cordobés Rodrigo Guerrero. El título de la película alude al literal septeto de canes que comparte departamento con el solitario protagonista, que parece encontrar en ellos el consuelo y la fraternidad que le están vedadas por su condición familiar, social y económica. El afuera se le revela hostil al personaje de manera explícita: los vecinos del edificio en el que vive se oponen a instancias del consorcio a que él posea tantos perros, y en una reunión de mediación comandada por la severa Angélica (Eva Bianco) lo obligan a desprenderse de sus animales y a quedarse con solo dos de ellos bajo amenaza de expulsión. La exigencia cuantitativa se opone así al indivisible amor que siente Ernesto por sus mascotas, por otra parte diversas en color, raza y tamaño y reconocibles por sus nombres: Panchita, Chipá, El Ruso. “Los perros te cambian la vida”, dice él, y es inevitable asociar la ficción con En compañía de Ada Frontini, documental portador de una sensibilidad afín. Ernesto dedica gran parte de su rutina a bañar a sus perros, a darles de comer, a pasearlos, a acariciarlos. Por lo demás su existencia es difícil: una trafic lo transporta regularmente para realizar debilitantes sesiones de diálisis y el vínculo con su hija y su nieta (en un momento se revela que él es viudo) tiene lugar a través de una computadora. Pero Guerrero acierta en evadir el retrato patético matizando el intercambio de vecindario: Ernesto juega al ajedrez con un joven que vive medio apretado (Maximiliano Bini), habla de historia argentina con una adolescente a la que no le va tan bien en la escuela (Paula Galinelli Hertzog) y entabla conversación con una simpática pero agitada madre soltera (Natalia di Cienzo): todos cargan con algún drama y Ernesto acepta las circunstancias con frágil pasividad, en una fábula cotidiana en la que de a poco irá repartiendo sus queridos perros. Desembarazarse de las mascotas representa un vaciamiento para el protagonista, y Machín sobrelleva ese traumático proceso -quizás demasiado abrupto- con destreza de gestos. La fotografía de Siete perros es asimismo clave, ya que exhibe un interior modesto y cálido a tono con la cruda belleza de la película, que no busca más respuestas que lo visible.
Vidas de maqueta Olivia Wilde arma una perturbadora distopía en “No te preocupes, cariño”, su segunda película que llega a los cines. Responsable de una de las mejores comedias estadounidenses de los últimos años (La noche de las nerds, 2019), la actriz devenida directora Olivia Wilde da un giro ambicioso con No te preocupes, cariño, donde toma por asalto el tren en marcha de la distopía social. La historia se sitúa en una comunidad idílica que emula a los fastuosos Estados Unidos de posguerra llamada “Proyecto Victoria”, donde todo son sombrillas, piscinas y jardines impecables de publicidad. “Simetría y control” son los lemas del paraíso aislado que comanda el benefactor Frank (Chris Pine), y por eso las dedicaciones públicas de sus habitantes obedecen a lógicas coreográficas estrictamente delimitadas por el género: las mujeres practican lecciones de danza mientras los hombres acuden en bandada de automóviles de época a trabajar en una hermética base esférica en el exterior desértico. Recién llegada al lugar, la pareja compuesta por Alice (Florence Pugh) y Jack (Harry Styles) parece adaptarse bien a esa vida de maqueta, en una rutina que alterna las esmeradas tareas de ama de casa de ella y la labor de ingeniero de él con apasionadas sesiones de sexo sobre la mesada. Tal artificialidad no puede durar mucho, y así la circulación de rumores de que “construyen armas bajo tierra”, la revelación de unos huevos huecos, la desesperación de una mujer contrastantemente negra (KiKy Layne) que dice “nos mienten a todos” o la caída lejana de un avión ponen en vilo a la protagonista, quien haciéndole mérito a su nombre, emprende una andanza intrépida hacia la fabulosa cúpula futurista. LA CÚPULA Y LAS MENTIRAS La escena de rojo saturado, en que Alice ve su reflejo en el vidrio, se interponen flashes oníricos y suena el pop abstracto de John Powell, comunica de manera directa con la reciente Men de Alex Garland, así como el vallado sociológico apunta a la satírica ¡Huye!, de Jordan Peele; más allá de su faz anacrónica, No te preocupes, cariño es una inconfundible hija del cine mainstream actual. Wilde entrega así The Truman show de la era #MeToo, refiriendo en su paranoia totalitaria al patriarcado, la manipulación carismática, el sectarismo, el simulacro, la tensión entre libido y política exterior o la psiquiatría represiva. Lo más perturbador tal vez sea que aquí ya no hay una cuarta pared de bambalinas mediáticas, sino un detrás de escena neurocientífico que recuerda a La naranja mecánica y que encastra con la administración digital. Inteligente y trepidante, No te preocupes, cariño expone al espectador a una saturación equivalente en su alegoría desbordada, y lleva a preguntarse si este género narrativo en boga cuestiona o justifica el mundo en curso, si no es la ideología ideal para un presente donde decirlo y mostrarlo todo ya no es una garantía de verdad.
Compulsión ancestral Alex Garland lleva la violencia de género al mito en “Men: terror en las sombras”, largometraje que se estrenó en cines. Calificación: Muy buena. La dialéctica de género cobra visos ancestrales en Men, incursión en el terror pleno de Alex Garland. El director inglés deja de lado la dimensión tecnológica de Aniquilación o Ex Machina para sumirse en las profundidades del vínculo femenino-masculino, aunque remitiéndose a una sola mujer y a una parva de hombres que son el mismo. Harper (Jessie Buckley), con nariz sangrante, vislumbra en un departamento de tonos rojizos y a través de la ventana cómo su marido James (Paapa Essiedu) se precipita hacia el abismo del inmueble. La película volverá una y otra vez a esa escena dramática en forma de flashbacks, alumbrando milimétricamente los forcejeos verbales y físicos de la conflictiva pareja. En esa discusión vaga y entorno despojado, ya se torna visible el planteo abstracto de Men, una irrealidad tan alegórica como mental que pierde lazos con lo verosímil. El corrimiento es literal, en tanto la protagonista viaja sin más al campo a despejarse del trágico suceso, alojándose en una gran casona que regentea el bonachón Geoffrey (Rory Kinnear). El aislamiento en la naturaleza, la cualidad antigua de la residencia y el árbol cuyos frutos prueba Harper meten de lleno a la narración en un terreno folklórico y casi bíblico, una fábula autista que se comprueba cuando la joven aún de gabardina urbana se para frente a un túnel y pronuncia su nombre, que le es devuelto en forma de eco. En ese pasaje formidable –gesto de una atemporalidad digital amparada en la banda sonora de Ben Salisbury y Geoff Barrow (Portishead) y la fotografía de Rob Hardy–, la Caperucita ve a su lobo: un hombre desnudo que comienza a seguirla. El acecho probará ser múltiple y mantendrá el semblante cambiante de Kinnear, quien interpreta entre otros a un sacerdote, un parroquiano o un adolescente con una careta pop de Marilyn Monroe, todos confabulados en atemorizar a Harper. Si bien Men juega con los motivos del thriller aportando escenas de violencia, persecución, cuchillazos y llamadas de emergencia, centra su eje en un imaginario cósmico que le rinde tributo al doble altar del Hombre Verde y la Sheela na Gig, íconos de la Inglaterra pagana que parecen encarnarse en el binomio de este cuento de hadas minimalista. Con inteligencia y algo de sátira, Garland envuelve un tema saturado de actualidad en el espíritu del mito, haciendo del tormento, la compulsión y la fascinación el germen de un nuevo ser.
El infierno cotidiano En la premiada “Manto de gemas”, Natalia López Gallardo exhibe la violencia mejicana desde un relato sin centro. Alguna vez enmarcada en un contexto asequible, la violencia en México devino germen de un vórtice que ya no obedece a lógicas ni fronteras. La debutante Natalia López Gallardo se hace cargo de esa condición inenarrable al prescindir de todo argumento evidente en Manto de gemas, película premiada con el Oso de Plata berlinés que abreva en la obra de directores para los que López Gallardo colaboró como editora, en especial Amat Escalante y Carlos Reygadas. Lo único permanente en el filme es el inhóspito desierto mejicano y tres mujeres vinculadas entre sí por una desaparición: una divorciada de clase media (Nailea Norvind), su empleada doméstica (Antonia Olivares) y una policía veterana (Aida Roa). Reticente a cualquier linealidad, la cámara enfoca paisajes, objetos y acontecimientos como una espía accidental. Hay una familia bañándose en una pileta alejada, una oficina congestionada en la que se mencionan nombres y edades de gente perdida, linternas y perros que surcan la noche, un viento que irrumpe a través de una ventana y tira abajo un portarretrato junto a un vaso de agua. Las imágenes encapsuladas acallan la palabra narcotráfico, aglutinador equívoco del horror instaurado, aunque entretejen una trama discontinua semejante a la que desencadena el fenómeno: policías que les venden armas a niños, pobres que secuestran para sobrevivir, una burguesía sin norte, mujeres que deben valerse por sí solas, el paisaje letalmente árido y un infierno silencioso que se cuela por las rendijas más banales de la cotidianidad. Los diálogos captados al pasar responden a la misma vocación descentrada: “Mira, parece un hueso”, “Él empezó a llorar de miedo”, “Estaba sola con sus hijos”, “¿Quién va a querer hablar?”, “Tienen a los cuerpos ahí tirados como bolsas de basura”, “Te veo desmejorada”, “Encontró algo con ropa enterrada”. El efecto es acumulativo y compone una malignidad banal de nuevo cuño, la enajenada convivencia con un sinsentido desesperanzador y brutal. Al no haber relato no hay justicia, sólo un desmontaje moral de asimilación y sometimiento. Dicho esto, Manto de gemas no logra exhibir la violencia sin violencia y echa mano a pasajes reconocibles que de no existir habrían merecido una película mágica (como las recientes ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? o A little love package) o desplazada (Fauna). Las irrupciones tardías de un secuestro, de un simulacro de ejecución y de un hombre en llamas son algo obscenas, pero también reconfortantes al distinguir dónde está el mal.
La fábula del poder Como si de una fábula cotidiana se tratase, la intrépida Alicia (Anaïs Demoustier) se inmiscuye en las internas subterráneas del juego político en Alicia y el alcalde, segundo filme de Nicolas Pariser. Intelectual de formación académica, Alicia consigue empleo como asistente ideológica del alcalde de Lyon, Paul Théraneau (Fabrice Luchini), cuyos colaboradores le trazan ambiguos límites desde un comienzo: su tarea detrás de escena consiste en “trabajar con ideas” y “tomar distancia”. La reunión puertas adentro con el funcionario no resulta más apaciguadora: asustadizo y nervioso, Théraneau le refiere a Alicia su alejado pasado publicista cuando se le ocurrían decenas de ideas a diario. Y añade: “Una mañana me desperté y ya no tenía ideas”. “Ya no consigo pensar nada”, remata. Hombre puro de acción, Théraneau ha sacrificado la vida privada para ejercer su cargo, que lo pasea sin respiro por ceremonias donde pronuncia vaguedades sobre socialismo, democracia y progreso. A Alicia le toca la compleja y ambigua tarea de conciliar ese pragmatismo rampante con citas de pensadores, pero más aún con la responsabilidad ética que le debe a su generación. En una charla con su amigo Daniel (Antoine Reinartz), ella es tácitamente juzgada cuando él le dice que el antiextremismo de izquierda de George Orwell es usado como perversa legitimación conservadora: de manera sutil, la película sugiere que la inocente Alicia puede ser más opaca que Théraneau en su intermediación. TERCERA AMBIENTALISTA EN DISCORDIA La cuerda se tensa cuando aparece en escena la artista Delphine Bérard (Maud Wyler), teóricamente al día en cuestiones de ambientalismo planetario. Al término de una puesta de Wagner (allí donde arte y política se fusionan), Delphine encara a Théraneau para proponerle un tratado de paz con otras especies, advirtiéndole que en 50 años la humanidad habrá desaparecido. Él, cómicamente desencajado y luego recompuesto (la política está hecha de gestos), le responde sonriente que el municipio trabaja en un proyecto de desarrollo sostenible. La respuesta no puede ser más frívola y demodé, pero Alicia prefiere ser testigo y mantener la distancia, acaso la tercera posición que Pariser asume como realizador. “Siempre ha habido príncipes y filósofos”, le justifica una sofista Alicia a un amante que no entiende cómo ella puede trabajar en un ámbito viciado como el ayuntamiento. Con ternura y sin cinismo a lo House of Cards, Alicia y el alcalde posee el mérito de invocar esa sociedad palaciega como el encuentro misterioso que subyace a toda fábula.
Matar o morir Una pareja en crisis experimenta una catarsis fantástica y truculenta en “Pequeña flor”, dirigida por Santiago Mitre. Repliegue doméstico en suburbio extranjero, Pequeña flor marca el demorado regreso de Santiago Mitre a salas luego de esa ambiciosa patinada que fue La Cordillera (2017). Todo lo que allí era presidencialmente diabólico se vuelve mal de entrecasa en la adaptación de la novela de Iosi Havilio, que desplaza a su pareja protagónica a una remota localidad francesa. José (Daniel Hendler) es un dibujante argentino de tiras cómicas que se queda repentinamente sin trabajo, situación que obliga a su mujer Lucie (Vimala Pons) a ponerse el traje y alistarse en un periódico, dejándolo a él a cargo de la beba Antonia. La inversión de roles es tierna y apacible hasta que José va a pedirle una pala al vecino de al lado, el bon vivant de bigotes finos Jean-Claude (Melvil Poupaud), que exacerba la pasividad de José con sus bailoteos melómanos (pone Petite fleur, de Sidney Bechet) y tomadas de pelo hasta incentivar su homicidio. “Esta es una historia de mi asesino”, dice la voz en off de Jean-Claude, que sucumbe al ataque catártico de José una y otra vez, y de las más diversas y macabras maneras, emulando la repetición fantástica de El día de la marmota bajo la estela que dejó Hitchcock. Con esa premisa de fondo, Pequeña flor va desgajando sus pétalos mortíferos a la vez que le da un giro completo al vínculo entre José y Lucie, resentido por la crisis laboral del desempleo de él y la explotación que padece ella. Desenamorados y frustrados sexualmente, recurren a un hilarante chamán (Sergi López) y sus sesiones grupales para recuperar el fuego extinguido. “Hoy la gente quiere renacer sin morir”, les revela. Y es que el matar infinitamente a Jean-Claude supone no matarlo nunca, y es solo el morir (la aceptación de la mediocridad pequeño-burguesa) lo que puede permitirles a José y a Lucie redescubrir la “pequeña muerte” de la pasión conyugal satisfecha. Más allá de sus aciertos actorales y de la lucidez técnica, el mecanismo psicológico-mágico de Pequeña flor es una lección de guion para un cine argentino algo marchito en ese rubro, y con el que Mitre y Mariano Llinás (autor de esa otra y expansiva La flor) se permiten además jugar con el subtexto cruel de la expatriación argentina, pintar una Francia artificial de chanson (que corona la aparición del hoy veterano Hervé Vilard) y combinar oscuridad e inocencia como si hubieran surgido del mismo tallo.
Soledad infinita Buzz Lightyear encabeza su propia aventura galáctica animada sin los muñecos compinches de “Toy Story” en “Lightyear”. Propulsado al género que sugiere su carcasa de astronauta, Buzz Lightyear protagoniza su propia película espacial en Lightyear, nuevo tanque animado de Disney/Pixar. El personaje salido de la franquicia Toy Story (voz en inglés de un simbiótico Chris Evans) aterriza en un planeta inhóspito en una época distante junto a la comandante Alisha Hawthorne, con quien integra una patrulla de exploración intergaláctica. Ya allí se hacen evidentes las ambivalencias heroicas del personaje, focalizado en su llamado altruista con seriedad terca y escaso ánimo de equipo: a la hora de combatir contra unos tentáculos alienígenas, rechaza la asignación del cadete al que llama “ojos tristes”, proyectando en él la exigencia que se prodiga a sí mismo y que parece emerger de un solitario miedo al fracaso. Esa neurosis y su antítesis grupal acompañan el mensaje de la película entera, que acaba de ese modo replicando el tono de Buzz, algo monótono sin sus colegas de Toy Story. Los gags son contados (la existencia de alarmas de auto y lapiceras en el futuro, la poco práctica evolución del sándwich con el pan en el medio y el relleno afuera), a la vez que el filme salta de una aventura a otra como si temiera enfrentarse a su vacío de spin off. Hay algo triste gravitando de fondo en Lightyear, quizás el extravío creativo de Pixar en tiempos pandémicos o la refutación de todo porvenir en el retorno regresivo a la vieja ciencia ficción. Dicho esto, se agradece que no haya golpes bajos emocionales como los de Coco, al tiempo que es innegable la exquisitez técnica y la fidelidad conceptual en la invención del universo inferido del muñeco: Lightyear es Buzz Lightyear. Es justamente para mitigar la sequedad del héroe que el director y guionista Angus MacLane y su coguionista Jason Headley introducen al gato Sox, un robot inteligente que hace más simpático el argumento y de paso salva las papas cuando es necesario. Será junto a él y a una pequeña tropa compuesta por la nieta Izzi Hawthorne, el dubitativo Mo Morrison y la veterana Darby Steel que Lightyear emprenda la misión crucial del filme, la de liberar al planeta ahora civilizado de la invasión de unos autómatas hostiles, allí donde la hipervelocidad se enlaza con el viaje temporal. No sorprende que en una historia tan cerrada el enemigo termine siendo él mismo, y que de esa silueta doble asome una secuela.
Inocencia interrumpida La premisa de Shirley responde a ese viejo precepto de que es mejor no acercarse a los ídolos de carne y hueso. La joven Rose Nemser (Odessa Young) se instala a fines de la década de 1940 junto con su flamante marido Fred (Logan Lerman) en las cercanías pueblerinas del Bennington College estadounidense, donde tiene oportunidad de conocer de primera mano a la escritora verídica Shirley Jackson (Elisabeth Moss), quien reside allí con su esposo y profesor Stanley Hyman (Michael Stuhlbarg). Semejante a sus atormentados personajes literarios, la genial autora de La lotería se pasa la mayor parte del tiempo en la cama con un cigarrillo en una mano y un vaso de alcohol en la otra. El súbito contraste entre la desquiciada Jackson y la candorosa Rose (que ayuda a la autora en las tareas del hogar mientras Fred trabaja para Stanley en la universidad) se anticipa previsible, pero la directora Josephine Decker opta por el desvío. Con la novela ficticia de Susan Scarf Merrell como base para el guion firmado por Sarah Gubbins, Shirley indaga en los reflejos, las diferencias y los contrapuntos entre ambas protagonistas con ánimo de parábola vertiginosa. Pasajes líricos, planos secuencia y elipsis abruptas van construyendo una historia sobre dos modelos de mujeres atraídas entre sí, donde lo que al principio luce como un enfrentamiento entre locura e inocencia acaba siendo una fábula de experiencia y desencanto cómplice ante una sociedad frívola, injusta y cruelmente masculina. Frases de Jackson al principio violentas como “Una casa limpia es prueba de debilidad mental” o “La maternidad tiene un precio” cobran sentido admonitorio, al tiempo que el filme sigue a Rose y a Jackson en sus respectivos alumbramientos, la primera de un bebé y la segunda de su novela Hangsaman (1951), inspirada a su vez en una tercera mujer (la estudiante desaparecida Paula Jean Welden) que completa el triángulo. En similar tono con Retrato de una mujer en llamas (2019), Shirley se apoya en la estampa histórica (debidamente acompañada por peinados y decorados de época) para juguetear con la biopic hasta desdibujarla. La coreografía nocturna de unas chicas de campus, los coqueteos lésbicos o los ramalazos perturbadores de inspiración de Jackson impulsan el suave desborde en sintonía con unos personajes que reniegan de sus roles asignados. El dar a luz, sin embargo, prueba ser un hecho conciliador, quizás el íntimo misterio que hace que el mundo se siga perpetuando.
Agonía y rebelión “Camila saldrá esta noche”, de Inés Barrionuevo, retrata el despertar feminista de una joven en clave generacional. El discurrir de un personaje femenino en edad crítica se tiñe de conciencia colectiva en Camila saldrá esta noche, cuarta película de la directora cordobesa Inés Barrionuevo. La película sigue a la Camila adolescente del título, encarnada con magnética solidez por la debutante Nina Dziembrowski, quien se muda con su familia de mujeres a Buenos Aires con motivo de la enfermedad de su abuela. El escenario doméstico en que la escoltan su madre (Adriana Ferrer) y su hermana menor (Carolina Rojas) hace de contrapunto de los espacios y las rutinas de colegio secundario, donde Camila vive experiencias iniciáticas ligadas a la política y el deseo. El pañuelo verde es el ícono en que se superponen la atemporalidad y la actualidad del drama, en tanto el feminismo aparece como el ideal capaz de dotar a la vida de Camila de una identificación generacional y un sentido de lucha personal. Esa síntesis tiene lugar al final, luego de un encadenamiento de episodios de baile, pileta y clases en que la protagonista oscila entre la relación con un chico (Diego Sánchez) y una chica (Maite Valero), padece un ataque masculino y se levanta en grupo contra la institución educativa. De manera un tanto esquemática, la posición conservadora está sostenida por el director de la escuela religiosa (Guillermo Pfening), quien limita desde su escritorio oficial todo cuestionamiento al orden, y por la ausente y agonizante abuela de Camila. Este último enfrentamiento es más interesante, ya que entabla un diálogo de género distanciado en el espacio y en el tiempo. “Una vieja gorila”, “las reglas de una vieja chota que se está por morir”, “nunca fue una mujer libre”, son expresiones fuertes que juzgan el pasado y el carácter de la mujer moribunda, a la vez que Camila se prueba ropas de la abuela y mira por la ventana a una anciana que podría ser su antepasada. Aquí el filme instala una ambigüedad, ya que Camila bien podría estar reproduciendo un destino atávico o de clase sin saberlo, aunque se entrevé asimismo el margen de posibilidad de estar rompiendo con él. Lo mejor de Camila saldrá esta noche es esa mirada en desplazamiento, tan contundente en la cámara naturalista de Barrionuevo y no siempre acompañada por el guion, en que Camila conjuga el llamado de época con la existencia a flor de piel, la acción sin cálculos y el estallido rebelde en un presente siempre abierto.
Llamado de la selva El debut de la argentina Agustina San Martín emplaza la iniciación fantástica de una joven en la frontera misionera. Múltiples lindes se entrelazan en el follaje preciosista de Matar a la bestia, debut de la directora porteña Agustina San Martín filmado en el triple borde misionero (la película es una coproducción entre Argentina, Chile y Brasil). Emilia (Tamara Rocca) es una joven de Buenos Aires que viaja a la frontera selvática en busca de su hermano Mateo, y que al llegar se hospeda en la casa de su tía Inés (Ana Brun). Muebles viejos, objetos cubiertos en nailon y cartas sin abrir acusan el panorama de abandono que rodea a Emilia, con cuyo cuerpo tirado en la cama o de rondar semidesnudo la cámara entabla un contrapunto visual. Ese erotismo físico y solitario es central en el filme, que despliega de forma paralela el merodeo por el monte de un animal con cuernos al que la población denomina “la bestia”. San Martín ensaya así una transposición del despertar adolescente a un escenario de ambigua localización; la jungla en la que los celulares son reemplazados por teléfonos públicos hace de fábula desplazada y ambigua de la actualidad. En los parajes rústicos y las cabañas de madera hay chicas y chicos que bailan y se besan a la vez que se superponen sonidos de pájaros con música tecno. Así también se cruzan dialectos, razas (en el lazo lésbico que Emilia inicia con la etérea Julieth), géneros narrativos (drama realista, gótico, cuento de hadas), luces y sombras. Todo Matar a la bestia coquetea con ese límite entre inocencia y mixtura, presencia y ausencia (Mateo se resiste a aparecer), deseo y consumación en un devenir onírico, un trance interno, una iniciación femenina: “Voy por la carretera/ y no tengo prisa”, canta Emilia en un último gesto de infancia. La sugerente fotografía de Constanza Sandoval es clave para instalar la poética de extrañamiento, ya sea en los desgastados interiores domésticos como en los exteriores de vegetación abundante y niebla espesa, casi irreal. La eventual exhibición de la “bestia” en primer plano no arruina el misterio, sino que prueba que el monstruo interior de Emilia es sencillo y contundente, más pagano que infernal. El único problema yace en ese esquematismo, en el confluir de capas en una resolución que alcanza demasiado rápido el final de carretera. La película se solaza en sus fronteras al hacer que Emilia resuelva su llamado en un relato acotado, cuando su bestia podría haberse paseado un poco más por el bosque.