Esa fascinación por la superficie de las imágenes
Desafectada, superficial, desangelada, cada una de las imágenes de Adoro la fama no puede ser de otra manera, porque así son también sus personajes. Adolescentes de hablar impostado, que están todo el tiempo en pose -atentos a cómo mirar, peinarse, vestir, fotografiarse-, sin tacto compartido, con la energía sexual sublimada en los nombres de las marcas de ropa, con la mirada futura depositada en alguna carrera dedicada a la moda y sus pasarelas o en la administración de empresas: de ésas que, como dice (la admirable) Emma Watson, permitan liderar para hacer cosas buenas, como lograr la paz o ayudar a niños hambrientos.
Es tan ridículo lo que se les escucha decir que vale entonces prestar atención al mundo adulto que les rodea: nada diferente, si bien la mayor parte del tiempo ausente. Los adultos de este barrio acomodado de California apenas sobrevuelan por las vidas de estos pajaritos, encerrados como están en sus jaulas de oro. Preocupados por conocer -y robar- las mansiones de sus adorados dioses: Paris Hilton, Orlando Bloom, Megan Fox.
Se meten en sus casas con una facilidad pasmosa, y deambulan por un narcisismo fascinado en forma de almohadones y cuadros con el rostro divino (de Hilton), indagan entre los armarios de ropa, los calzados de pares interminables, el dinero escondido (curioso el detalle del cofrecito pequeño, como el que atesoraba el Fagin de Dickens, y que se reitera como figura en las mansiones profanadas). ¿Cómo es que pueden ingresar tan fácilmente? ¿Y por qué no? Es un gran barrio privado, amurado en su clase social, donde todos son tan adinerados como todos. Así, las casas guardan sus llaves de ingreso bajo la alfombrita o dejan sus coches abiertos en medio de la calle. Porque, ¿quién va a robar qué y a quién?
Adoptado el robo como práctica, nada tiene de transgresor o provocador. Sino, antes bien, de gesto de admiración. Un hurto realizado con el cuidado suficiente, como para no alertar sospechas, como para participar desde el gesto frívolo y acercar la vida soñada. Pero, la verdad, de sueños nada. En todo caso, fotografías para el facebook. Conexión virtual sin necesidades anticonceptivas. Mecanismos de control cuyas imágenes, finalmente, autoincriminan. Pero ¿cómo resistir la tentación de mostrar la ropa, los adornos, las carteras, los zapatos?
Sofia Coppola desliza su cámara sobre la epidermis de estas futuras cáscaras de camas solares. Y siente pena por ellos. Porque son los que podrían -pero no lo parece- hacer algo distinto. Dentro de la mansión de Audrina Patridge, por ejemplo, los chicos corretean y tocan y roban dentro de un único plano, capaz de mostrar la casa completa, vidriada y semejante a una casa de muñecas. Un acto delictivo cuya picardía está apagada, apresados como se les ve dentro de un mundo donde piden, paradójicamente, querer siempre estar.