La palabra podría ser “insustancial”. Pero sonaría despectivo, porque la constante de la obra de Sofía Coppola hasta aquí es, justamente, pensar qué es “insustancial”, qué es lo que nos fascina de los brillos fugaces de la fama y sus vestimentas. Salvo en su opera prima, la excelente “Las vírgenes suicidas”, en todas sus películas la idea de ser parte de una elite y vivir en o por ella aparece como una reflexión.
“Amo la fama” es la historia de una banda de adolescentes que robó casas de estrellas y famosos, más fascinados por penetrar ese universo glamoroso que por el dinero en sí mismo. Que el film, elegante y sincero, se base en una noticia real no es lo de menos: el estilo de cuento de hadas moderno que Coppola imprime en todas sus ficciones y que es, en cierto punto, perturbador –en cuanto comprendemos los deseos demasiado humanos de sus protagonistas, demasiado “insustanciales”– choca contra la conciencia de que tales personas existen en el mundo detrás de la pantalla.
El problema siempre en el cine de esta directora es el regodeo en la espontaneidad de algunos gestos, en la deriva circunstancial. No es que esté “mal” en sí, sino que diluye la potencia dramática o la precisión de la mirada y transforma la película en un caramelo pop de consumo inmediato. Al mismo tiempo, su mayor virtud y su mayor defecto. Incluso así, es un film para mirar con atención, de una realizadora que tiene una voz propia. No es poco.