El imperio de la banalidad
Hay tres componentes del cine de Sofia Coppola que siempre terminan haciendo eclosión: la fama, la adolescencia y la abulia. Algunas veces falta uno de estos, pero regularmente vuelve y revuelve sobre esos temas, incluso cuando aborda una biografía como la de María Antonieta. Adoro la fama es un nuevo viaje al centro de su universo, aunque más que universo parece una burbuja: una de dos, a la directora la acomplejó decididamente su adolescencia hollywoodense o no sabe filmar otro asunto, porque el mundo plástico, pop, banal y pleno de aburrimientos es el único que le sale y del que no aparenta poder escapar. Un mundo que, incluso, nunca mira hacia afuera y que -agradezcamos- tampoco es mirado desde afuera, con distanciamiento. Hay en Adoro la fama una cuota de cinismo (evidente en los personajes de Emma Watson y Leslie Mann), pero Coppola demuestra que escasamente le interese burlarse de sus personajes, aunque tampoco endiosarlos. “¿Qué le interesa?”, preguntará usted. En todo caso, mirar con cariño algo que parece ajeno, celebrarlo desde un espacio de banalidad que parece ser el único posible para ver. Comprender, en definitiva, aquello que por frívolo parece injustificable.
En Perdidos en Tokyo, además de una enorme película romántica la directora construía un concepto sobre el no lugar. Incluso, la ambientaba en un no lugar por excelencia como son los hoteles y en una ciudad de una personalidad impersonal apabullante. Eso se ha ido repitiendo a partir de ese, su segundo film; con mucha sabiduría Coppola sabe hacia dónde apunta (estéticamente) y cómo debe construirlo (formalmente). Por eso que a muchos les resultan aburridas sus películas sobre el aburrimiento; cada película traduce sentimientos abstractos de forma tangible. Ese es uno de sus grandes aciertos como realizadora, sobre todo porque retrata mundos que nos son -a la mayoría- muy ajenos. Pero el límite de Sofia Coppola se da a veces en la pérdida del rumbo, el no saber qué quiere contar, básicamente porque se fascina demasiado con sus criaturas. Algo que pasa en muchos momentos de Adoro la fama.
La directora tiene tal manejo de sus universos y de los personajes que los habitan, que no le cuesta más de tres escenas describirnos a quienes protagonizarán su película. Por más que aquí estemos ante un caso real, del que podemos acceder a información con sólo un click, su talento para la descripción veloz resulta evidente en otras piezas de su filmografía. De esta manera uno se zambulle de lleno en la vida de Rebecca, Marc, Nicki, Chloe y Sam, por más que se trate de una vida en extremo superficial, o si no en la vida al menos en esa experiencia que transitarán y que los hará populares -tal vez- en un sentido diferente al que deseaban: acusados por múltiples robos en viviendas de ricos y famosos. Coppola se toma un buen rato en mostrar esos sucesivos robos, en cómo estos chicos se relacionan mientras llevan adelante su maniobra no desde un punto de vista delictivo o criminal (es decir, no lo hacen por robar) sino por el máximo placer de estar cerca de las celebridades que adoran, de ese mundo de mansiones y riqueza, de superficie brillosa, de hedonismo. Si no, no se entendería el escaso cuidado que ponen en protegerse de cámaras de seguridad internas, cómo explicitan sus nuevos bienes (carteras, zapatos, ropa, autos) con fotos en redes sociales, cómo hacen correr el chimento de que se inmiscuyen en esas casas ante todo el mundo. Estamos en el centro del planeta 2.0, el fetichismo de Facebook, Twitter, ser popular, exhibirse, mostrarse. Todo lujo, plástico, superficie, banalidad. No de gusto le roban ese tipo de celebridades que sale en TMZ, no a otras. Eso está presente en el film, aunque no se profundice demasiado.
En Adoro la fama, Coppola cae en una trampa mortal para la película, y que es la trampa en la que corre peligro de caer su propio cine. Así como los “bling ring” se fascinan con esas celebridades, ella se fascina con estos chicos. Los muestra, los sigue, escasamente profundiza en sus comportamientos, y si bien exhibe un estupendo manejo de la puesta en escena para colocar la cámara sin hacer notoria su presencia, como quien chusmea ahí donde nadie puede llegar, incluso mostrando un robo desde un refinado plano general que da bastante de desolación, llega demasiado tarde a sacar conclusiones. La última parte de la película, aquella de las consecuencias para estos pibes, es fragmentada, está como por estar y porque tiene que estar, más allá de que los robos son un gran flashback y durante la película vamos viendo testimonios de ese a posteriori. Algunas frases son lúcidas (cuando a una de las chicas le cuentan que Lindsay Lohan se enteró de todo, se preocupa por saber qué dijo la celebridad sobre ellas) y algunos personajes van desmontando el monstruo interior (Emma Watson, Leslie Mann), pero todo suena a poco, de una liviandad suprema, incluso algo burlón para una película que había evidenciado una preocupación en no juzgar. Si bien Coppola no cae en la tentación documentalista/verista de mucho cine basado en hechos reales (cómo podría ser esto real, de todos modos), tampoco le alcanza para que ese artificio eleve a su película de la medianía a la cual su indecisión en el tono terminó por condenar: o mostrás, o te burlás, o te preocupás, o te solidarizás, o juzgás. O algo. Pero todo, por tramos fragmentados, es confuso. Lamentablemente la indolencia del imperio de la banalidad ensordece los muchos méritos que tenía la película de Coppola.