La cámara retiene algunos momentos compartidos entre padre e hija durante aquellas vacaciones en un hotel de Turquía. Una cámara analógica y su imagen sucia, vibrante, verdadera. Sus destellos asoman en el pequeño televisor de tubo de la habitación y la silueta de Calum (excelente Paul Mescal) se fragmenta en su reflejo en el espejo, apenas visible en una esquina del encuadre. La memoria infantil de Sophie (Frankie Corio) se asemeja a esas postales aisladas, retenidas en una polaroid, tras el vidrio de un balcón en una tarde calurosa, en el granulado del video que guarda del pasado. Aftersun, la ópera prima de Charlotte Wells, asume la forma de esa ingente memoria, de una relación entre padre e hija que late viva en el recuerdo y llega hasta el presente adulto de su personaje para conservar perpetuo su amor y su misterio.
“¿Qué imaginabas que ibas a estar haciendo ahora cuando tenías 11 años?”, le pregunta Sophie a su padre apenas llegan al modesto hotel en la playa. Sophie acaba de cumplir 11 años y esas vacaciones resultan el preámbulo del esperado regreso al colegio y la rutina, el último esplendor del verano, bailes, karaoke y buceo; pero también esos días compartidos con su padre a quien no ve tan a menudo. Las charlas en la pileta se alternan con la ceremonia del protector solar, los lejanos recuerdos de la infancia en Edimburgo con las preguntas obligadas sobre las tareas escolares, las enseñanzas algo inquietas sobre los peligros de la vida con los gestos de confianza y protección. Pero entre las risas y la complicidad, un esquiva distancia rodea a Calum, reposa en su mirada y sus silencios, flota en el ambiente como una verdad nunca puesta en palabras. ¿Qué origina su tristeza, su indefinido malestar? ¿La falta de dinero, el exceso de fracasos? Es esa atmósfera ambigua de disfrute y melancolía la que Wells captura en sus imágenes, certeras y dolorosas, seguras y esquivas.
En el ánimo de Aftersun hay ecos evidentes del cine de Sofia Coppola, sobre todo de la extraña y melancólica Somewhere: un lugar en el corazón (2010) con una imagen paterna flotando entre lejanos recuerdos; también una insistente vocación documental que recuerda a la experiencia de El silencio es un cuerpo que cae (2017) de la argentina Agustina Comedi; pero sobre todo hay una dedicada exploración de ese vínculo que une a Sophie con la elusiva figura de su padre, el peso de su cuerpo herido, su sonrisa intermitente, esa adultez tan difícil de dilucidar cuando todavía somos niños. La magia de la película está en la sencillez de su apuesta, ese juego entre lo real y lo evocado, el tejido de esos recuerdos que nunca enmascaran la materia viva que les dio origen.
Aftersun es una película tan íntima como universal, capaz de asumir la mirada infantil sin mistificarla, restituyendo su aguda consciencia, su firme percepción. Tanto en los momentos de soledad como en aquellos que comparte con su padre, Sophie observa y descubre, se interroga sin respuestas, abraza ese inmenso mundo que se ofrece a su alrededor. Wells inviste su puesta en escena de esa misma búsqueda, nunca agotada del todo, siempre ávida de ese encuentro posible, de esa memoria compartida.