Con películas como Juegos, trampas y dos pistolas humeantes, Snatch: Cerdos y diamantes y RocknRolla Guy Ritchie se convirtió en un director de culto por parte de una cinefilia que admiraba su estilización formal, su humor negrísimo y su violencia casi de comic. Con el tiempo fue aceptando con mayor o menor suerte encargos para producciones de los grandes estudios de Hollywood (Sherlock Holmes y su secuela, El agente de C.I.P.O.L., El Rey Arturo, Aladdin) y en los últimos años volvió al thriller con la apenas correcta Los caballeros: criminales con clase (2020), con Matthew McConaughey, Charlie Hunnam y Hugh Grant; y la más que interesante Justicia implacable (2021), también con Statham.
La agradable sorpresa que regaló Justicia implacable permitía hacerse ilusiones respecto de este reencuentro con Statham, pero el resultado es a todas luces frustrante: un film que no tiene nada (ni siquiera lo peor) del sello del cineasta inglés, un producto si se quiere correcto, prolijo y profesional, pero a todas luces anodino e impersonal.
Statham, bastante menos carismático, canchero y potente que lo habitual, es Orson Fortune, un espía / mercenario bastante rebelde e independiente que es contratado por los agentes Norman (Eddie Marsan) y Nathan (Cary Elwes) para que siga el derrotero de un portafolios robado en Odessa para descubir quién lo tiene y -más importante aún- qué es lo que contiene (la incógnita del MacGuffin se sostiene hasta casi el final). Fortune termina formando un equipo con Sarah Fidel (Aubrey Plaza), JJ Davies (Bugzy Malone) y una estrella del cine llamada Danny Francesco (Josh Hartnett) para desbarartar una confabulación que tiene como villano de turno a Greg Simmonds, un traficante y multimillonario interpretado por Hugh Grant, y como rival a otro team liderado por el despiadado agente Mike (Peter Ferdinando).
Si Agente Fortune: El gran engaño puede leerse como una parodia o al menos un émulo de la saga de Misión: Imposible al film de Ritchie le falta aprovechar mejor las locaciones (aquí van de Londres a la Costa Azul y de allí a Turquía), humor, creatividad y espectacularidad. En este sentido, las coreografías para las escenas de acción son de una elementalidad absoluta. Ningún plano de las peleas dura más de un par de segundos, por lo que todo está “maquillado” desde una edición vertiginosa y taquicárdica que imposibilta el disfrute genuino de una batalla cuerpo a cuerpo. El resultado es un film que no molesta, pero tampoco seduce: convencional, efímero y rápidamente olvidable.