UNA MISIÓN DEMASIADO CANCHERA
Analizando mínimamente su filmografía, se puede notar cómo Guy Ritchie es de esa clase de cineastas que están siempre tratando de demostrar algo tanto a los espectadores, a la industria cinematográfica o incluso a sí mismos. Esa necesidad -donde el ego juega un papel relevante- de probarse como inventivo, original o incluso flexible frente a ciertos requerimientos lo ha llevado a concretar unas cuantas películas muy atractivas (Justicia implacable, El agente de C.I.P.O.L., Snatch), varias que van de lo discreto a lo mediocre (las dos entregas de Sherlock Holmes, Alladín) y algunas bastante irritantes (Los caballeros, RocknRolla). Agente Fortune: el gran engaño es otra especie de maratón que encara para mostrarse capaz de varias cosas, con resultados desparejos, donde se conjugan lo entretenido con lo pedante.
En primera instancia, el agente Fortune que interpreta Jason Statham luce como una especie de James Bond pasado por el filtro del mundo de Ritchie: elegante y bebedor como el 007, pero mucho menos sofisticado, mucho más rudo y con un sarcasmo con un horizonte similar, aunque menos juguetón y más áspero. Pero, a la vez, forma parte de un grupo de trabajo -también integrado por Sarah Fidel (Aubrey Plaza) y JJ Davies (Bugzy Malone), todos supervisados por Nathan Jasmine (Cary Elwes), cada uno con sus habilidades particulares- que recuerda a los de Misión: Imposible, pero con un perfil bastante más realista y granítico. Aunque claro, el objetivo a cumplir (recuperar un dispositivo desconocido pero que se presume letal y que es codiciado por diversas fuerzas criminales) también implicará mascaradas y engaños de todo tipo, en particular cuando deban obligar a Danny Francesco (Josh Hartnett), una excéntrica -y algo egomaníaco- a trabajar para ellos. Esa mixtura entre lo individual y lo grupal atraviesa a todo el film, que a lo largo de todo el relato dialoga con esas sagas -y otros exponentes del género, como las novelas de Ian Fleming o la saga Bourne-, mientras intenta crear algo propio.
Sin embargo, en Agente Fortune: el gran engaño, Ritchie no se limita a intentar construir su propio Bond y/o su propia Misión: Imposible, sino que busca redefinir su propio cine -procedimiento que ya había iniciado, aunque por otras vías, en Justicia implacable– y, desde esa plataforma, trabajar sobre el artificio de la maquinaria hollywoodense. De ahí que, un lado, veamos una construcción del relato que muestra estos agentes por contrato como seres no muy distintos a los pandilleros que integran los mundos criminales de films como Juegos, trampas y dos armas humeantes o Snatch. Por otro, se explicita -mediante algunos diálogos no muy sutiles – que el espionaje es un juego actoral donde todos fingen ser otras personas y que se necesita de la puesta en escena adecuada (además de la creencia) para captar la atención de la contraparte, sea un enemigo/aliado o un espectador. En un punto, lo que terminamos viendo es la que podría ser la primera entrega de una meta-franquicia, que cumple con todas las normas de las sagas de espionaje y la vez las expone desde su estructura discursiva.
En ese ejercicio cuasi paródico y autoconsciente, el personaje de Hugh Grant (un traficante de armas con gustos excéntricos, que incluyen una completa fascinación por las estrellas hollywoodenses) es clave, a partir de cómo se convierte en el vehículo para encarnar la mirada del realizador. Ese gesto, de tan canchero, termina siendo un tanto irritante: allí es donde surge el Ritchie más preocupado por mostrarle al público cuán vivo es y que deja en un lugar secundario a los conflictos y sus protagonistas. A medida que pasan los minutos, Agente Fortune: el gran engaño muestra un creciente deseo por enunciar elucubraciones sobre el género de espionaje y los artificios cinematográficos que por lo más importante, que es narrar una buena historia. Y eso la termina convirtiendo en un objeto entretenido pero superficial, que solo de a ratos muestra la tensión y el nervio que necesitaría una película de espías. Más aún si tiene a Statham en el protagónico.