Y un día volvió a dirigir Philip Noyce, uno de los sólidos realizadores del cine de aventuras de Hollywood, que en este caso se unió a la poseedora del sex appeal más contundente de la pantalla grande que, pistola en mano, potencia la revolución hormonal del espectador masculino (anque femenino) hasta niveles nucleares.
En Salt todo lo que parece ser, no es, y si bien como premisa no resulte del todo novedosa (desde el Hitchcock mudo para acá, lo hicieron todos) el resultado en términos de cine de espionaje, acción y aventuras, es formidable.
Tenemos a lady Angelina maltratada en una prisión norcoreana, más tarde como agente de la CIA que interroga a un presunto soplón y más tarde como una fugitiva de sus propios jefes de la agencia de inteligencia. Sólo se trata de vivir, esa es la historia, y nuestra intrépida agente hace lo suyo para que las balas no la alcancen, por momentos a lo John McClane, en otras ocasiones al más puro estilo McGyver. Pero siempre, siempre, con un estilo que sería la envidia del James Bond made in Conney más refinado.
Noyce apela a todo su oficio, ese con el que se recibió de lord of the camera en Patriot Games o Clear and Present Danger ("Peligro inminente", en Argentina) y hace del gran guión de Kurt Wimmer (Equilibrium, The Thomas Crown Affair) una pieza de colección sobre como elaborar un rompecabezas en 35 mm y no morir en el intento.
Claro, como yapa, el tufillo a remake de la guerra fría, a nostalgia por épocas en las que el enemigo de Washington era claro y concreto, y no una ameba sin imagen icónica como lo es hoy en día, una virtualidad que, según el punto de vista siempre en la esquina de la paranoia borderline yanqui, aparece poco clara, desdibujada, difusa en la niebla de las eternas amenazas de destrucción masiva y aniquilación de Occidente.
Pero siempre nos quedará Angelina, sus labios de Mata Hari irrefrenable, su figura encapsulada en un vestuario siempre adecuado, siempre fatal, siempre certero y en pie de guerra.