Son pocas las ocasiones en las que, desde Los Angeles, la monstruosa máquina de producir películas como embutidos logra sacar a la luz un film que se diferencie del resto, que apueste por algo más que el mero movimiento de guita entre cuentas bancarias, productores y demás integrantes de la mafia light de Hollywood. Hablamos del cine que desde los afiches, los nombres involucrados y la temática parece dirigido solo a ese métie pero que, una vez que arranca el proyector, rompe la lógica y se ubica en el lugar de los clásicos. Hace 21 años James Cameron hizo algo así con Titanic. Hoy es el turno de Guillermo del Toro con La forma del agua. Porque este opus del director de El laberinto del fauno y Hellboy deja sensación de clásico desde el mismo momento en que al cierre aparecen los títulos de crédito. El The End como broche de una historia perfecta en la que el realizador mexicano abrevó de aguas explícitas (el clásico B Creature From the Black Lagoon y el Jean-Pierre Jeunet de Amélie y Delicatessen) y no tanto (el Herzog de la narrativa alien y los viajes a mundos perdidos). La trama nos cuenta que en plena guerra fría el servicio secreto de los Estados Unidos mantiene encerrada a una extraña criatura marina con notable fuerza física y una inteligencia sobrenatural. El clic narrativo aparece cuando una introvertida empleada de limpieza del lugar descubre que el ser al que los militares tratan como a un monstruo tiene la capacidad sensitiva de un humano. Estamos ante un texto sin mayores vueltas de tuerca, que no busca la sorpresa de guión entreverado ni mucho menos la bajada de línea de un discurso potente (incluso pese a poner en escena la rivalidad con la URSS). Lo que desde el primer momento parece ser una historia simple sobre un amor imposible es, precisamente, eso. La linealidad a la que apuesta Del Toro mejora al film con cada página de guión sin apelar por ello a golpes de efecto, solo con la pluma certera y una cámara que cada día filma mejor. Párrafo aparte para la fotografía de Dan Laustsen (Crimson Peak, Le pacte des loups), de una belleza visual que juega con la poética del fílmico en plena era digital. Un acierto en cada fotograma.
Hay un cine que incomoda y pone el dedo donde duele. No suele encontrárselo en Hollywood, pero cuando aparece lo hace por esquinas poco transitadas, muchas veces con distribución limitada y casi siempre bajo un cono de sombras tendido por la prensa mainstream y toda aquella asociación encargada de repartir premios. El caso de la directora Kathryn Bigelow, en ese contexto, se destaca por varios motivos y uno, quizá el principal, es que es mujer y se mueve entre la jauría machista de la industria como una Wonder Woman sin superpoderes. En 2017 la directora de la impecable The Hurt Locker estrenó Detroit, uno de sus films más arriesgados, sobre la crisis racial que estalló en esa ciudad estadounidense en 1967 y que tuvo su climax en un pequeño edificio con la matanza de unos jóvenes negros a manos de un puñado de policías sedientos de sangre. Bigelow explicita en pantalla (con guión de Mark Boal, el mismo que le dio texto a sus mejores trabajos) su poder narrativo y de dirección de actores para contar cómo la Justicia de los Estados Unidos ignoró las pruebas y liberó de culpa y cargo a los asesinos de uniforme y armados hasta los dientes. En Hollywood la gorra tiene premio y, de la misma forma que los policías fusilaron a sus presas, la Academia de Artes Cinematográficas se cargó a la película. La problemática del racismo, sin embargo, estará este año en la ceremonia por la más asimiliable Mudbound, uno de esos films que apuestan a vestuarios vistosos y actuaciones made in Actor´s Studio para disfrute de las familias bienpensantes. Detroit va por otro lado. El film elige el clima revulsivo, la asfixia de un escenario acorralado por los caños que apuntan a las cabezas de los muertos inminentes. Es difícil imaginar desde este lado, el de la clase media blanca, qué puede haber sentido un bisnieto de esclavo o un nieto de quien en esos años fue apaleado o masacrado por la policía del Tío Sam. Debe ser complejo tragar saliva frente a un proyector que muestra semejante situación. Incluso filmada por una mujer rica de clase media. Quizá se trate solo de otro de los olvidos de la Academia, tal como sucedió tantas veces con Orson Welles, Alfred Hitchcock, Martin Scorsese o Woody Allen. Salvo que en este caso hay de por medio un tema que en los Estados Unidos vuelve a ponerse de relieve con un racista explícito en el sillón de la Casa Blanca. No sería la primera vez que la Academia juega a la histeria con el poder político. Ni la última, por supuesto. Los 4 premios a los que podría aspirar Detroit Mejor Película, Mejor Dirección y Mejor Guión Original. Por su temática, por su potencia narrativa, por la construcción de escenas de altísima tensión sin golpes bajos pese a tenerlos a mano en todo momento. Por su dirección de actores, por su armado de casting. Mejor Actor Protagónico. El trabajo de Will Poulter como el policía criminal que lidera a la banda de uniformados asesinos es magistral. Juega un rol que podría encajar en cualquier film que necesite de un villano irredimible sin caer en la caricatura.
Hay algo de bienvenida idealización en este nuevo opus de Steven Spielberg, algo de añoranza y de cierto anclaje a que en algunas cuestiones todo tiempo pasado fue mejor. Quizá por eso, para hacerle los honores al caso, The Post retrata con un dream team del cine y la TV el quiebre que significó para el periodismo de Estados Unidos la publicación por parte de The New York Times y The Washington Post de documentación ultrasecreta que desnudó la forma en que la Casa Blanca quiso ocultar el desastre militar que fue para Washington la guerra de Vietnam. Meryl Streep y Tom Hanks encabezan un elenco del que participan varios astros de las series que más alto rankean en el gusto popular: Bob Odenkirk (Better Call Saul, Breaking Bad), Matthew Rhys (The Americans), Alison Brie (Glow, Mad Men), Sarah Paulson (American Horror Story), Carrie Coon (The Leftovers), Jesse Plemons (Fargo) y siguen las firmas. Con ese seleccionado de cracks al frente, el director que está por estrenar el (muy probable) hit futurista Ready Player One, planta en pantalla una fábula sobre el bien y el mal, en el que el primero está representado por la prensa y el segundo por el poder político. Hay un vértigo constante en el guión que Spielberg dirige con mano firme, un ir y venir de personajes que viven exclusivamente para la exclusiva. El imaginario colectivo que piensa al periodista como un manojo de tensión ante la inminencia de la novedad, que fuma y está pendiente de lo que se publica aquí y allá: ese es el retrato que elige el film, montado junto a certeros planos de una vieja imprenta con planchas de plomo que prepara los titulares que ayudarían a cambiar al periodismo de Occidente. Los personajes centrales de la historia son los que motorizan el relato, y pese a que Hanks compone al editor del Washington Post de aquel entonces, quien mueve el amperímetro es la Kay Graham de Streep, dueña del periódico y que ve el juego desde afuera del periodismo pero con la mirada filosa a la hora de las resoluciones. Su moderada dama de hierro, por si caben dudas de su peso dramático, toma la decisión clave en una escena fundamental para que la buena de Meryl esté entre las candidatas al Oscar a Mejor Actriz Protagónica. El periodismo que busca perforar los secretos del poder es el héroe de la historia, un combo de Avengers que tienen enfrente a los paladines de la mentira, enclaustrada en una White House todopoderosa que tiembla ante la posibilidad de que los documentos sean revelados. Allí es donde está el anclaje spielbergiano en su fe por la verdad, pero sobre todo está puesta en la labor de la Justicia, gigante e indiferente ante los intereses de los pasillos del poder. ¿Podría situarse en la actualidad un trabajo que plantea que el Poder Judicial decide sin presiones ante un juicio del Poder Ejecutivo contra dos diarios? No hay nada en la narración que indique intrigas palaciegas o presiones de ningún tipo. Hay una Justicia que decide la opción más justa y ya. El bien y el mal claramente definidos, la imparcialidad impoluta en medio de la grieta, sin intereses ni parcialidades. Toda una obra de ficción.
Estamos ante un film de quiebre. Star Wars: The Last Jedi puede que sea uno de los films más intensos de la saga galáctica inaugurada en 1977. Hoy, a 40 años de aquella primera proyección de A New Hope, que luego también conocimos como el Episodio IV, el gran western del espacio llega con un entorno más high definition que nunca y cargado de gags. La galaxia sigue estando allá, muy, muy lejana, pero este opus dirigido por Rian Johnson (Looper, Breaking Bad) parece haberse acercado a las fantasías de los fans a través de imágenes de impacto y un puñado de personajes reconocibles. El roll-text que inicia la película (sí, con sus históricos cuatro puntos suspensivos) nos dice que, una vez más, los rebeldes están en problemas y a punto de caer en manos del Imperio. Hasta aquí como siempre. La montaña rusa arranca con las primeras naves, presentadas con un grado de realidad visual que impacta por la terminación en pantalla. No hay forma de no dejarse llevar de inmediato por el ritmo hipnótico de los fotogramas, brillosos, contrastantes, de colores vivos hasta el paroxismo. Y la nave va. El Halcón Milenario está ahí, en escena, como un personaje más, casi una extensión presencial de Han Solo, quien cayó en desgracia en el Episodio VII pero parece hacerse presente a través de la melancolía y el recuerdo, grandes dispositivos paratextuales de la saga. La trama aquí está centrada en Rey (Daisy Ridley) y el villano que no termina de diplomarse, Kylo Ren (Adam Driver). Sin embargo, Luke Skywalker (Mark Hamill) aparece como el tronco del que dependen todas las otras ramas del relato, algo que no sucede con Leia (Carrie Fisher), relegada en el film (ai igual que sucedió en su largometraje predecesor) a aportar algunas frases de ocasión. Sin embargo, la gran incorporación de esta nueva aventura de Star Wars es el humor, y un tipo de humor que recuerda de forma ineludible a Spaceballs, aquella sátira que Mel Brooks lanzó en los años 80s a la saga de George Lucas Desde el momento en que el bueno de Luke aparece en pantalla la densidad dramática que asomaba en los primeros minutos se diluye en gestos descontracturados como por ejemplo (#spoiler 1) el momento en el que Rey, en la punta de una montaña, le entrega en mano su legendario sable láser y él, luego de dedicarle una muy seria mirada de circunstancia, lo arroja para atrás al vacío ante la mirada atónita de la intrépida joven. Así, entre buenos chistes, primerísimos primeros planos de elementos fetiche que hacen las delicias de los fans, y algunas escenas de acción montadas sobre una high definition que perfora los límites de la perfección visual, este nuevo episodio de la épica galáctica gana en fluidez narrativa. También ayuda el haber elegido continuar el perfil de un cine más artesanal (si le cabe el adjetivo a una superproducción multimillonaria) que se permite usar animatronics además de los ejércitos de clones en CGI y construcciones arquitectónicas proyectadas en pantallas verdes o azules. Rian Johnson se consolida entonces como un gran director del género de aventuras, digno continuador del film con el que hace dos años J.J. Abrams resucitó la saga de la mejor manera posible. #Spoiler 2: No es este Episodio VIII una oportunidad para las grandes revelaciones, sobre todo esa que atormenta a los más fanáticos relacionada con los parentescos de Rey. Será el turno de la próxima, en 2019. O tampoco.
Carlos Jáuregui no pudo disfrutar del legado que dejó en la Argentina. El primer presidente de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), el tipo que la volvió grande y la hizo marchar a Plaza de Mayo por sus derechos nunca dejó de recibir reconocimientos por su trabajo y hoy es un ícono de la pelea por las libertades civiles. Algo de eso deja en claro El punto inolvidable: vida de Carlos Jáuregui, el film de Lucas Santa Ana que pone el acento en la trayectoria de quien fue un lider social con los pies en el barrio y el grito en el cielo. Testimonios de quienes militaron junto a él en la CHA y de quienes lo conocieron y transitaron las mismas calles y, en algunos casos, las mismas comisarías en las noches de redadas policiales, unen sus testimonios a videos de archivo en los que queda de manifiesto la militancia tan racional como visceral de Jáuregui. En algunos pasajes, incluso, aparece como invitado especial un más joven Mariano Grondona en plenos años 90, cuando en medio de la vorágine menemista su programa Hora Clave aparecía como un espacio abierto a las minorías. De estructura clásica y quizá por momentos un tanto acartonada, la película logra remarcar la figura de un distinto que le puso el cuerpo y el intelecto a mejorar la vida de otros miles de distintos. Hay todavía en el cine argentino un lugar para contar estas historias de personalidades que si no hubieran peleado estarían al costado de los relatos del presente. El cine nos da hoy la oportunidad de conocer una de esas historias y, quizá, multiplicarla a partir del ejemplo que se dispara desde la pantalla. A por ella.
Puede que Gal Gadot, cuando firmó el contrato que la coronó protagonista de la esperada versión cinematográfica de Wonder Woman, no haya previsto que la película sobre la heroína fantástica por excelencia iba a mejorar casi todo lo que se hizo en el rubro comiquero durante los últimos años. Porque además de ser una superproducción cuidada, con un trabajo visual de impacto que en ningún momento resulta ridículo (ahí están The Avengers provocando vergüenza ajena) Wonder Woman es una gran película de aventuras. Patty Jenkins, la misma directora de la interesante Monster (aquella con una "afeada" Charlize Theron) y la serie The Killing, plantea una mirada renovadora sobre el camino del héroe, en este caso heroína que, además, se plantea terminar ella sola con el III Reich. El film nos dice que Diana (Gal Gadot), nacida en una isla ubicada en algún lugar del tiempo y el espacio habitada solo por amazonas lideradas por su madre (Connie Nielsen), llega a adulta como una guerrera de fuste, entrenada por su tía, la generala Antiope (Robin Wright). Hasta ese universo idílico llega por accidente un espía aliado (Chris Pine) mientras escapa de los nazis, que, claro, también invaden la isla y provocan una sangrienta batalla a orillas del mar. La historia se dispara cuando Diana decide cruzar al mundo de los humanos junto al soldado en cuestión, con la meta de matar a Ares, dios de la guerra al que ella relaciona con el nazismo basada en lo que le contó el joven espía. A partir de ahí el film se transforma en un tanque imbatible de aventuras, escenas de acción en alta definición y algunos diálogos que marcan diferencia con las tonterías que le suelen tocar en suerte a los actores que interpretan superhéroes. Entre ellos se destaca la conversación sobre reproducción humana que Gadot cierra con gracia filofeminista al decir que "los hombres son fundamentales para la reproducción pero no para la satisfacción sexual". ¿Hay entonces aquí una bandera feminista clavada en la galaxia machista de dioses comiqueros? Lejos está WM de significar eso, sobre todo por el mero hecho de que Diana depende de un militar para llegar hasta Europa para enfrentar al militar nazi que está a punto de suspender la rendición del Führer. Pero el aguijón ya está clavado y daría la impresión de que la casta heroica de Hollywood aflojará en los niveles de testosterona. De esa manera, con un guión que no sólo logra no dar vergüenza ajena sino que además aporta a que el género mejore y salga de la línea infantil que Marvel y DC venían poniendo en juego en los últimos años (con excepción de la gran Logan), Wonder Woman es una película que se planta sin problemas como parte de lo mejor que llegó a los cines en lo que va de 2017.
"A Kevin no lo mató solamente una bala, lo mató aquella persona de seguridad como los prefectos que dejaron la vía libre para que pasara lo que pasara", dice ante cámara la mamá de Leonel Kevin Benega en el enorme documental que es Ni un pibe menos, del director Antonio Manco. Kevin, el nene de 9 años al que una bala le perforó la cabeza mientras dos bandas narcos se tiroteaban disputándose una casa vacía ante la inacción de las fuerzas de seguridad. Ocurrió en septiembre de 2013 en Villa Zabaleta, un barrio fundado hace más de cuatro décadas por la Ciudad y que hoy aparece en todos los mapas y GPS como un cuadrado de color, sin calles, sin identificación. Sus habitantes se transformaron en un registro molesto para la burocracia estatal, una cosa a la que hay que borrar de a poco. 105 balas se dispararon mientras la Policía decía a quienes llamaban al 911 que ahí no pasaba nada, que no había registro de un tiroteo en el lugar. Ciento cinco balas y una mató a un nene de 9 años. Otra rozó el brazo de uno de sus cinco hermanos. "Yo tengo la Gendarmería cuidándome ahora pero no sé si el día de mañana me dejan regalado, a los otros o a ellos", dice el papá de Kevin en uno de los momentos más reveladores del film, en el que además del drama de una familia, un barrio, un país, se da cuenta de la lucha de los familiares, amigos y vecinos del nene por lograr justicia y cárcel para los responsables de su muerte, o al menos para los cómplices que liberaron la zona. "Todos mis hijos, mis nietos, son Kevin", proclama Nora Cortiñas en otro pasaje del relato, que entremezcla también definiciones de Diego Maradona, el tipo que salió de Villa Fiorito y hoy, aún en la cima de la gloria, dispara con el filo de la lengua y la contundencia de la zurda: "Nunca va a haber igualdad, tenemos que seguir luchando". Más allá de los planos de niños en busca de un poco de ocio infantil en medio del drama de una vida que los hace adultos en cuanto nacen, que nadie quiere ver, está en el breve y desconsolado testimonio de una vecina el resumen de años de una política de Estado que no reconoce diferencias partidarias: "Treinta años de Democracia y todo sigue igual". Porque ahí está la única grieta real, una que los medios masivos no muestran, que no aparece en los discursos electorales más que en alguna promesa al pasar con palabras como "erradicación" o, en el mejor de los casos, "urbanización". Una grieta que a lo sumo la enorme mayoría mira de costado, como el lugar al que no se quiere pertenecer ni casi tampoco escuchar hablar. Tres décadas de poderes ejecutivos, legislativos, judiciales, ignorando al que vota pero no puede ejercer presión. Al que no tiene voz en los medios, al que marcha y lo acusan de cambiar presencia por choripanes. Al que le clavan un gendarme en la puerta de su vivienda con la excusa de darle seguridad, aunque apenas le asegure balazos en la pared y pedido de documentos a cualquier hora. "Entre 1983 y 2015, 201 personas desaparecieron en Democracia. 4664 murieron víctimas del gatillo fácil", resume el documental como dato central, que da vueltas de forma tácita, entre niños que pelean con la realidad de calles rotas, de inundaciones con cada lluvia, de policías violentos, de comisarios narcos, de una dirigencia que los mata. Ni un pibe menos es también otro grito de La Poderosa, organización villera que la lucha en el barro todos los días, con periodismo, revista, acción y ahora también con cine. ¿Uno de los estrenos más importantes del cine argentino en los últimos años? Quizá y por ser de lo más urgente que las salas del país vayan a ver en estos tiempos dulces para represores y genocidas. Ni un pibe menos, ni un impune más.
Santiago Segura es uno de los grandes actores cómicos de habla hispana y para comprobarlo alcanza con visionar cualquiera de las películas de la saga Torrente, o mejor aún, poner el ojo en Muertos de risa, quizá el gran film de Alex de la Iglesia. Ahora, en cierto modo para ratificar el lugar que ocupa en la comedia en castellano, el actor español acaba de estrenar en Argentina Casi leyendas, donde comparte cartel con Diego Peretti y Diego Torres. El relato se ocupa de la historia de Axel (Segura), Javier (Peretti) y Lucas (Torres), tres músicos que formaron una banda a comienzos de los años 90 pero que, por un hecho desgraciado, nunca llegaron a la consagración definitiva. Hoy, 25 años después de aquella gestación, se reúnen para encontrarse con los 15 minutos de fama que alguna vez Andy Warhol prometió al mundo. El director Gabriel Nesci, que supo transitar la comedia melómana con la efectiva Días de vinilo, repite aquí el apego por el guión de fórmula y lo hace con buenas armas, más allá de los lugares comunes o algunos clisés de la comedia nacional y popular. Aquí es donde volvemos a Segura y lo central que es su participación para el resultado final del film. Su personaje, evidente portador de Asperger, se lleva las mejores líneas de diálogo del guión, sobre todo cuando aparecen pinceladas de humor negro e incluso algunos pasajes de tinte bizarra. Junto a él, Diego Peretti aparece deslucido, por momentos haciendo su papel de taquito, con menos marcación de la que parece haber recibido el actor español. Diego Torres, por su parte, es efectivo desde su lugar de tipo entrador y canchero (papel que también podría haber compuesto sin mayores cambios Adrián Suar). Casi leyendas es entonces una producción redonda en concepto y realización, ajustada al público argentino a través de un devenir melodramático, pero a la vez con chispazos de comedia brillante en algunos pasajes. Además, los guiños retro a cargo de los cuarentones que buscan vivir una segunda juventud sobre el escenario tienen su coronación con la participación ¿estelar? de íconos 90s como Cae o BB Sanzo. Elecciones que, al menos en el público local, suman.
Uno podría decir que Duro de matar (Die Hard) es lo que es gracias al western y que sagas como las de Freddy Kruegger o Halloween existien gracias a Texas Chainsaw Massacre. Incluso hablar de Interiores de Woody Allen y obligarse a la referencia del cine de Bergman. Hasta podríamos salpicar a Nueve reinas con el recuerdo de algunos grandes policiales del Hollywood de los 70s. En todos los casos mencionados, la mayor parte de las críticas al momento del estreno de cada film hicieron mención a las referencias o deudas autorales de cada título y/o realizador. En ese marco, llama la atención la festiva celebración con la que la crítica recibió en todo el mundo el estreno de Elle, opus del holandés Paul Verhoeven (Robocop, Total Recall, Showgirls). Porque este film del desgenerado realizador es, en parte, un remedo de lo que supieron pulir a través de los años tipos como Michael Haneke o Claude Chabrol. El primero a través de una obra subversiva y brutal, de un recorrido plagado de ventanas tapiadas y puertas al vacío. El francés, por su parte, supo transitar una filmografía que manchó de film noir a dramas y comedias por igual. Dos cerebros geniales que, hoy, aparecen mucho más que citados por Verhoeven, un militante del zig zag a la hora de los géneros más que de la posmodernidad de la que es hijo. Así es que en ese mar de links Elle por momentos deslumbra, pero sólo por el trabajo de Isabelle Huppert, la gran dama del cine francés. La Elle de Isabelle es Michèle, mujer que a los 50 encuentra en sus momentos de soledad una oportunidad de explorar los vericuetos de la perversión que, a la sazón, aparecen satisfechos por un inescrutable personaje de su entorno. Aquí, como en La pianiste, de Haneke, el más obvio de los títulos referentes, el personaje de Huppert alcanza el handicap más alto de la flagelación. Lo hace en escenas incómodas para el ojo promedio y ahí radica la fascinación que despierta la película, sobredimensionada por los premios y nominaciones que recibió aquí, allá y en todas partes. Verhoeven, sobre un guión que deja algunas rendijas abiertas a la hora de la lógica interna, monta sin embargo un buen trabajo de deconstrucción de lo que la actriz y el realizador holandés hicieron en el citado film de 2001, aunque sin la impronta de aquella y con más saldo deudor que otra cosa. Pero se deja ver, por Huppert y su eterno registro de frialdad y fuego interpretativo.
Salir de la sala de cine y que las imágenes de la propia vida aparezcan en un montaje veloz y desordenado, sin guión, como un repaso a cargo de Jean Luc Godard por los momentos más importantes de las últimas dos décadas. Así de potente puede ser enfrenarse a 120 minutos de celuloide. Para quienes vimos Trainspotting en cine en el verano de 1997, asistir al estreno de su secuela, 20 años después, genera un combo de sensaciones que va más allá de la cinefilia y la mayor o menor identificación con sus protagonistas, perdedores hermosos de la Gran Bretaña obrera arrinconada por el liberalismo. Quizá por eso este escriba no puede resistirse a la referencia del fuera del cuadro, como quien era adolescente cuando vio en pantalla grande el Episodio IV de Star Wars y décadas después se enfrentó a The Force Awakens. Desde el estreno de Trainspotting y hasta la llegada a los cines de Trainspotting 2 el que suscribe vio nacer a su hija que hoy tiene 17 años; conoció a la que hoy es su pareja y madre de su hijo que hoy tiene un mes y medio; enterró a su madre; se casó y se divorció; tuvo otras relaciones que también finalizaron; se desarrolló en su primera carrera terciaria (periodismo) y egresó de la segunda (locución); viajó por el mundo y profundizó su pasión por el cine. Un veintipico que hoy está en los cuarenta y pico, tal como Renton, Spud y Simon. 20 años de haber sido aguijoneado por un film que más allá de sus valores dentro del estricto análisis cinematográfico, marcó generacionalmente a los que nos dejamos llevar por su cóctel de textos incendiarios, montaje frenético, conceptos de cultura rock y la irrefrenable atracción por lo prohibido y lo marginal. Danny Boyle con T2 vuelve al cine de autor desde que estrenó 28 Days Later, aquel opus sobre zombies previo a la fiebre por los no-muertos. Quince años pasaron desde ese estreno, los mismos que transcurrieron desde que Irvin Welsh publicó Porno, novela que continuó a Trainspotting y que sirve como base central de la secuela fílmica. Y el amigo Boyle, afecto al sacudón visual, pone en juego en este caso sus mejores mañas y su calidad de entretenedor al mismo tiempo que logra plantear una historia quizá incluso mejor contada que aquella. El relato se hace cargo desde la primera toma de la memorabilia. Tal como hizo J.J. Abrahms con Star Wars, Boyle planta guiños sin desapegarse de la premisa de contar algo nuevo. Por ello es que no cae en el mero efecto retro de la referencia y pone en presente adulto a los jóvenes de ayer. El trío protagónico tuvo recorridos diferenciados y se nota desde el minuto cero. La fuga para adelante de Renton (Ewan McGregor) en aquel final de cuento, huyendo de Edinburgo con miles de libras robadas que no repartió con sus amigos, tiene aquí una continuación que fluye igual que el paralelo que lo muestra corriendo en la primera escena tal como lo hizo en la intro del relato original. Solo que en 1996 corría de los que lo perseguían y en 2017 corre sobre una cinta de gimnasio. El mantra del choose life, pero en clave posmoderna. Y de esa posmodernidad de plástico también se escapa su personaje y lo explicita en medio de un diálogo de pretensión iluminista con Spud (Ewen Bremmer), el junkie terminal del grupo: "Mi nueva adicción es escaparme", le dice a modo de consejo para que intente salir de la heroína. Elegí la vida. O lo que te quede de ella, parece recomendar. En la post crucifixión de los personajes, los roles de Simon (Jonny Lee Miller) y Begbie (Robert Carlyle) aparecen en esta secuela como la resaca de lo que fueron, pero, al igual que el resto, con una puntillosa continuidad de sus perfiles. Quizá así es que Trainspotting 2 se coloqua en este punto en el club de las secuelas mejor trazadas del cine, ese del que son socios unos pocos títulos (con El Padrino 2 y Volver al futuro 2 como vitalicios). Hay sangre y jeringas en los textos de Welsh como hay ruta en los de Kerouac o electroencefalogramas en los de Hunter Thompson. El mérito de Danny Boyle es haber hecho carne esa épica de la perdición para entregar otra buena narración, otro infierno encantador a través del cual, por una rendija, dejar que se cuele una luz de redención generacional.