Una historia sin esperanza.
Se ve que Angelina Jolie últimamente la pasa pésimo, por lo menos en la ficción. En El substituto era una madre soltera a la que le quitaban a su hijo y después de hacerla peregrinar por todas partes le entregaban un chico que no era suyo. Cuando la pobre mujer protestaba, la querían convencer de que era una madre desamorada y la encerraban en un loquero en donde, como es proverbial, sufría toda clase de vejaciones y maltratos. Conseguía salir pero se había quedado sin hijo, sin trabajo y con la mirada reprobatoria de una sociedad patriarcal que no la dejaba ni a sol ni a sombra. El final la mostraba con una sonrisa dolorida, obligada a aceptar las condiciones que el mundo le imponía. Clint Eastwood, el director de aquella película, retomaba en parte la dramaturgia de algunos melodramas de los años treinta y cuarenta en los que la condición de la mujer era objeto de cuestionamiento e incluso de encarnizado desvelo. Al personaje que Jolie le toca componer en Agente Salt no le va mucho mejor. Aunque lejos de aquel humanismo vagamente feminista de El sustituto, la película de Philip Noyce nos trae de vuelta a una mujer acosada y perseguida, también por culpa del amor. En este caso a su marido.
Agente Salt resulta ser un thriller cuyos vericuetos demenciales, tomados de fuentes diversas que incluyen el cine y las novelas de espías baratos, contienen personalidades cambiadas, agentes dobles, conspiraciones mundiales y falsos desertores. Igual que en Boarding Gate, la extraordinaria película de Olivier Assayas que procesaba materiales similares y de la cual parece por momentos una hermana menor y bastante menos sofisticada, Agente Salt pone a una mujer en fuga desesperada en el medio de su trama. Esa mujer tenía una misión pero de golpe se ve tratando de salvar su vida. Del mismo modo, ambas películas son una maraña inextricable solo si uno se atiene al trámite engorroso de intentar describir su argumento.
Pero en cierto sentido, también, la película de Noyce constituye en parte un montaje de contundentes postales de nuestros días, que si no las vemos con total claridad a diario en cambio podemos adivinar, en forma difusa pero irrevocable a la vez, como un reverso apenas novelesco de la fachada que nos rodea: todo está bajo vigilancia, una miríada de monitores nos apuntan; si nos vamos a dormir, hay alguien que por nosotros permanece despierto, como si fuera el agente de una burocracia impenitente, condenado por oficio a narrar el drama ajeno. En Agente Salt prácticamente no hay una escena cuyo desarrollo no sea seguido sin perder detalle por otros personajes en una pantalla. Quizás a modo de compensación, la película abre con una pudorosa sesión de tortura en la que Angelina Jolie (la agente Salt que indica el título) yace semidesnuda y cubierta de sangre. Porque, en esta ocasión, lo virtual no quita lo sufriente.
Lo curioso de la película es que no se dedica a invocar solamente esa paranoia a esta altura familiar, cuyos fantasmas practican el juego convenientemente acreditado que tiene lugar en las altas esferas de la política, sino aquella otra cosa que toma la forma del desconcierto e incluso del horror más cercanos, ese sentimiento de malestar al que la familiaridad nos exime de nombrar: en el fondo no sabemos quién es el otro, ni los demás saben quiénes somos nosotros. Agente Salt es un baile de máscaras enloquecido en el que las proezas físicas casi sobrehumanas de la protagonista se ofrecen como contrapartida de la tristeza espectral que en forma subterránea atraviesa sus planos e impregna el rostro de la actriz. Si Salt da saltos increíbles, por ejemplo, solo verosímiles en el marco disparatado de “guerra fría” con los mismos participantes de cuarenta años atrás que el guión dispone como mapa de lectura apenas pertinente; si se deja caer desde un puente sobre un auto que pasa por debajo a toda velocidad o se sube a una moto en movimiento no sin antes despachar de un golpe a su conductor, es porque solo así parece poder complementarse en forma dramática –cinematográfica, diríamos- el dolor de su tragedia íntima. Y el cine capta más y mejor que ninguna otra arte el contorno cambiante de las cosas, sus formas y volúmenes variables. Si la película se guarda algunas vueltas de tuerca acerca de la personalidad real de la protagonista, éstas cuentan mucho menos en el balance final que esas corridas circenses en las que Angelina pone el cuerpo como casi nunca. Es ésa mujer que huye lo que importa. Su cuerpo buscado, perseguido, golpeado y exhausto, su cuerpo calumniado y manchado de sangre, le impone un tono a la película y le dicta un mandato: el cine, quizás, también se inventó para esto, para captar las formas diversas del movimiento en todo su esplendor, las oscilaciones fenomenales de las figuras en el paisaje.
Noyce hace una película que se ve como un suspiro, del mismo modo que lo que nos rodea nos pasa a veces delante sin que atinemos a aprehenderlo cabalmente. Después de todo, tal vez no se trate, como dice uno de sus personajes, de una historia sin esperanza sino de una desesperación y un dolor que nunca pueden contarse del todo, básicamente porque el prójimo es en el fondo un enigma. Y acaso nosotros también lo seamos. El cine, mientras tanto, incluso aquel pergeñado dentro de la industria con un poco de honestidad o un poco de inspiración, está ahí para darnos señales débiles, intermitentes, de aquello que no comprendemos: parpadeos incansables de un mundo cuyo sentido no termina nunca de ser completamente visible.