La guerra fría más caliente
Encarnada por Angelina Jolie como una suma de McGyver, La Mujer Maravilla y El Hombre Araña, Evelyn Salt es una agente de la CIA envuelta en una conspiración demencial, que la película no hace sino potenciar, hasta asaltar las puertas de la razón.
Algún día habrá que agradecerle a J. J. Abrams lo que hizo por el futuro de las ficciones. Con Lost inoculó en el corazón de la industria del entretenimiento el virus del disparate, volviéndolo un suceso fenomenal y forzando al Hollywood de las superproducciones, por la propia lógica del éxito, a abrir la puerta a lo descabellado. Por allí viene entrando una serie fílmica cuya razón de ser radica en asaltar la razón. No es raro que la primera de ellas haya sido Misión Imposible 3, escrita y dirigida por Abrams en 2006. Detrás vino Duro de matar 4 y ahora nomás, hace sólo semanas, Brigada A, Encuentro explosivo y Depredadores. Nuevo eslabón de esa serie virtuosa, Agente Salt tensa la cuerda hasta el límite mismo de la ruptura. Ruptura con lo verosímil y, por lo tanto, con buena parte del público, que sigue asociando el cine con la razón. “Una película horrible”, estigmatiza un muy representativo usuario del site especializado imdb, indignado porque nada de lo que sucede en Agente Salt es mínimamente lógico. Cuando es justamente por eso que Agente Salt genera en el espectador inteligente dosis inusuales de excitación.
Uno de los actores de Agente Salt da una clave del linaje al que la película adscribe. Protagonista de la muy buena remake que Jonathan Demme hizo de ese clásico de la fiebre persecutoria que es El embajador del miedo, Liev Schreiber es un personaje clave aquí. Si aquélla era hija de la Guerra Fría, ésta la reinventa cuando ya no existe. En la sucursal de la CIA en la que trabaja Evelyn Salt (Angelina Jolie), un supuesto desertor ruso (el polaco Daniel Olbrychski, icono del cine de Wajda y de Zanussi) pide protección. Durante un interrogatorio, el tipo cuenta una historia delirante, que tiene lugar antes de la caída del Muro. En la historia hay perversos agentes del Kremlin y chicos yanquis, robados a sus familias y entrenados para cometer magnicidios en los Estados Unidos. Lee Harvey Oswald habría sido la primera de esas máquinas perfectas de matar presidentes yanquis, y lo mejor de todo es que ese delirio podría ser verdad.
No, hay algo mejor todavía: el más reciente avatar de esa cadena, una tal camarada Chernkov, sería... la heroína de la película. Primero de los violentos barquinazos que signan el andar de Agente Salt (obra del guionista Kurt Wimmer, cuyos antecedentes no estaban a la altura). Barquinazos literales, propios de película de superacción, incluyendo un maratón de persecuciones en quinta velocidad, saltos de auto a auto, dobles que se juegan la vida y caídas libres desde helicópteros. Pero más que eso importan los barquinazos narrativos, que de tan generalizados y continuos generan una total inestabilidad en la historia y en el espectador. Todo puede suceder en Agente Salt, y todo sucede: desde la inoculación de veneno de araña con fines criminales hasta un lanzacohetes fabricado con la pata de una mesa, un matafuegos y productos de limpieza. Incluyendo la utilización de una bombacha de Jolie para cegar una cámara de seguridad, inusitados desafíos a la ley de gravedad y un despliegue de lealtades, traiciones, mascaradas y topos, que eleva a la enésima las obras completas de Graham Greene, John Le Carré y Eric Ambler.
Super(¿anti?)heroína que es como una suma de McGyver, La Mujer Maravilla y El Hombre Araña, Evelyn Salt se comporta, para todos los efectos, como versión femenina del Ethan Hunt de Tom Cruise en las tres Misión: Imposible. La historia de los niños asesinos de la Unión Soviética equivale a una versión KGB de Los niños de Brasil, el esquema básico de perseguido-que-persigue responde al de las películas de Hitchcock y las referencias al lavado de cerebro y a los coreanos del norte –que hacen eclosión en un intento de magnicidio, durante un gigantesco acto público– provienen de El embajador del miedo. Llena de primeros planos, luces fuertes y cortes abruptos, la puesta en escena del australiano Phillip Noyce (director de la muy buena Terror a bordo en su país, adocenado más tarde en Hollywood) halla la perfecta correspondencia visual que el pulp, el trash y otras interjecciones piden a gritos. Que el villano más repulsivo se llame Tarkovski es, qué duda cabe, una turrada. Pero también una divertida muestra de la total irresponsabilidad que anima la primera película (muy) buena que la Sra. de Pitt protagoniza en su vida.