Agora

Crítica de Diego Lerer - Clarín

Togas y piedrazos

Esta superproducción de Alejandro Amenábar se centra en la lucha entre ciencia y religión en el siglo IV.

No siempre las buenas intenciones resultan en buenas películas.

Agora , superproducción de 70 millones de dólares que Alejandro Amenábar ( Mar adentro, Los otros ) filmó en inglés con Rachel Weisz, está planteada como una película que, a partir de contar la destrucción de la Biblioteca de Alejandría en el siglo IV (más los acontecimientos previos y posteriores a ese hecho), quiere llegar a un saludable e inteligente punto: hacer una crítica de los fanatismos religiosos y cómo han sido perjudiciales para el desarrollo del conocimiento a lo largo de la historia hasta llegar a hoy.

El problema del filme es cómo lo hace: Agora no es más que una suma de discursos dichos más a los espectadores que hablados entre los personajes que debaten (cual asamblea o reunión de consorcio en togas) los puntos que la película trata. Como la reciente El origen (que al menos tenía la suficiente pirotecnia visual para distraernos), Agora necesita explicarse todo el tiempo. Pero no trata de aclarar sus complejidades de guión, sino directamente hablar de los temas del propio filme.

Un filme de ideas, es cierto, no es algo que abunde entre las superproducciones. Pero Amenábar no sabe cómo crear drama a partir de ellas. Y, por otro lado, los conflictos que intenta crear -el religioso/científico; y el romántico, con tres hombres distintos que se enamoran de Hypatia (Weisz)- nunca crecen ni se conjugan. Da la sensación de que el filme es una pegatina de debates, escenas de muchedumbre (no hay mucha acción ya que los conflictos se dirimen, en su mayoría, con brutales piedrazos) y explicaciones de los avances científicos de Hypatia.

Ella cree sólo en la ciencia y aborrece la idea de lo religioso. Eso la aleja del creciente cristianismo, y de las disputas entre paganos y cristianos que terminarán en la destrucción de ese monumento del conocimiento del que logran salvar poco material. Y también están los judíos de por medio, ofreciendo otro potencial conflicto.

Y mientras ella trata de descifrar cómo orbita la Tierra alrededor del sol, tres hombres que fueron sus estudiantes y que siempre intentaron, sin suerte, conquistarla (parece que el amor y la pasión están más a mano de los religiosos que de los fríos científicos) van participando de los violentos cambios que atraviesa el Imperio Romano hacia su previsible decadencia.

Pomposa, con apenas Weisz saliendo airosa del desafío actoral que es recitar parlamentos como si fuera una obra escolar en el tono más solemne imaginable, Agora tampoco aporta mucha acción, algo que Amenábar intenta disfrazar con ampulosos planos aéreos con los que trata, uno imagina, de mostrarle a sus productores en qué se gastó el dinero en una película cuyos temas podrían haberse debatido en un par de salones.

Agora es una didáctica obra de teatro transformada en una extraña superproducción. Y la transformación resulta un híbrido casi sin vida.