Pandillas de Alejandría
Extraño recorrido el de Alejandro Amenábar -“¡elíptico!”, diría Hypatia, la protagonista de Agora-: cercano al cine fantástico o de suspenso con Tesis, Abre los ojos y Los otros, su cine dio un volantazo con Mar adentro, incluso con un personaje que parecía sacado de una película fantástica. Y qué decir ahora de Agora, su película más extrema; extrema aún cuando la presencia de una figura universal como Rachel Weisz, muchos efectos especiales, gran presupuesto y una recurrencia a la épica y el peplum hacían prever un megaéxito. Sin embargo fue un fracaso. ¿Y por qué extrema? Porque en tiempos de épicas romanas a lo Gladiador o 300, Amenábar apuesta a un film que sí, hace gala de su parafernalia y tiene algunas escenas de acción, pero es básicamente un film de reflexión, de diálogo, un drama romántico con aristas trágicas y una crítica al extremismo con el que se manejan las religiones. Y a lo arriesgada de la propuesta sumemos su ambición, o pretensión ya que no logra ser igual de efectiva en todos los temas que aborda: está dicho, que Agora tome todos estos riesgos no la hacen una mejor película. Aunque sí hay una decisión del director por demás interesante: mostrar a los cristianos como una pandilla de violentos y forajidos.
La jugada del director con las expectativas del espectador respecto de su film, podríamos analizarla a partir del tema que se aborda: Weisz es Hypatia, conocida para la historia por ser la primera mujer matemática sobre la que hay registro. Y para más datos, su figura también es importante para los movimientos feministas, ya que por enfrentarse desde su paganismo al ascendente cristianismo que por aquellos momentos gobernaba en Alejandría, terminó siendo lapidada, supuestamente por una horda de cristianos furiosos, aunque hay quienes le adjudican al crimen a Cirilo, figura emblemática de este credo religioso. Hypatia estaba analizando por aquellos momentos, según refleja el film escrito por Amenábar y Mateo Gil, la órbita terrestre. La obsesionaba descubrir cómo era el movimiento que desarrollaba el planeta para que el sol muestre diferentes etapas a lo largo del tiempo: decididamente el movimiento no era circular. Entonces, Agora trabaja sobre las formas, sobre las más comunes y sobre aquellas que se salen de la norma, que sobresalen. Esa es la elipsis y eso es lo que intenta el director con su película: demostrar que, como antes, el cine puede apostar a un gran espectáculo que no por eso pierda la posibilidad de debate y de discutir algunos temas. Agora intenta ser esa elipsis.
Sin embargo, en esta movida, Amenábar pierde buenas chances de redondear un producto más interesante. Agora no es una basura, sí apenas un producto aceptable. Y uno imagina que las intenciones del director eran mucho más altas que los resultados: se preocupa tanto por la reflexión, que la película se debate largamente en diálogos a los que les falta sustancia, emoción o mayor profundidad. Por otra parte, cuando apuesta al gran espectáculo -la destrucción de la Biblioteca de Alejandría-, le falta un manejo mayor de la puesta en escena: hay un par de metáforas visuales -como un plano que termina al revés- que son hasta indignas para un estudiante de cine. Víctima del síndrome de la sábana corta, cuando Agora quiere ir para un lado falla en el otro, y viceversa. Seguramente la demostración más fehaciente de este problema sea la subtrama amorosa: ya sea por la falta de actores más carismáticos (ni Oscar Isaac como Orestes, ni Max Minghella como Davus están a la altura de Weisz) esta parte, que atraviesa buena parte del relato y hasta es importante en el desenlace, carece de interés, de peso dramático. Por suerte, la Weisz hace de algunos parlamentos imposibles algo real, la tipa actúa con una simpleza absoluta. De hecho no pareciera estar actuando. Ella es el corazón del film.
Pero, sin dudas, Amenábar es un director interesante. Y ahí está la forma en que muestra el ascenso del cristianismo contra el paganismo. Una vez que los seguidores de Jesús se instalen en el poder, buscarán eliminar también a los judíos. La forma en que ambas facciones se disputan espacios y poder se parece bastante a la que Martin Scorsese usa para construir los cimientos de su Nueva York en Pandillas de Nueva York. La venganza, la sangre, la destrucción del adversario como forma de autoimposición. Los bandos enfrentados, sin diálogo, sin posibilidad de reflexión. Igualmente Amenábar logra correrse de la fascinación del neoyorquino por la violencia y su mirada se asemeja más a una visión horrorizada. Agora, antes que una película atea, es una película orgullosamente humanista. El problema es que Amenábar no logra traducir esto en cine, no al menos de forma sostenida durante las poco más de dos horas que dura el film. Que la denuncia no sea un valor cinematográfico, no al menos en estos términos -otra cosa es la notable El rati horror show-, es un punto en contra que empaña los parciales aciertos de este extraño y demodé tanque.