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Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Las piedras de la ignorancia

Con cuatro películas muy diferentes entre sí; pasando en su ópera prima Tesis por el thriller psicológico para terminar en el melodrama de corte realista desde Mar adentro, Alejandro Amenábar es de esos directores inquietos que siempre buscan el riesgo y redoblan los desafíos en cada proyecto, sin olvidarse nunca del espectador, pero tampoco de que el cine en definitiva también es un gran negocio. Y en ese triángulo, cuyos vértices jamás se tocan, compuesto por el cine comercial, el de autor y el híbrido a veces queda la sensación de atadura a la hora de no poder amalgamar elementos.

Ágora, su último y más ambicioso film que viene levantando polémicas entre defensores y detractores, es un fiel reflejo de falta de criterio y buenas intenciones a la vez, porque sus irregularidades manifiestas desde un guión que hace del maniqueísmo un uso poco inteligente se ven subsanadas por una puesta en escena a tono con el desafío planteado por el director de Los otros.

También aquí puede vislumbrarse la dialéctica del trío o la coexistencia de tres elementos que se repiten a lo largo de una trama, que se ocupa -de forma elemental- de exponer las aristas oscuras de la religión cuando deviene en fundamentalismo que se repite por los siglos de los siglos llevándose la peor parte el cristianismo, en un segundo nivel el judaísmo y con mucho menos responsabilidad el paganismo tal como queda manifestado en este relato.

El otro terceto lo constituye un pseudo y tibio triángulo amoroso entre la protagonista Hipatia (Rachel Weisz), una filósofa y astrónoma que en la Alejandría del siglo IV d.c. intenta enseñar a los paganos principios de astronomía preguntándose por el movimiento de los planetas al poner en práctica las teorías de Ptolomeo y de Aristarco.

Sus pretendientes, alumnos ellos, son el esclavo Davo, quien duda de las bondades del paganismo y coquetea con las ofertas del cristianismo, que por ese entonces se convertiría en la religión mayoritaria y amparada por el poder del Emperador Flavio. Su rival es nada menos que el libre pensador Orestes (Oscar Isaac), quien en el futuro se convertiría en prefecto y su actitud políticamente correcta con los cristianos terminarían por condenarlo en un claro ejemplo de cobardía.

No obstante, teniendo en cuenta lo que representa cada personaje, podría pensarse que Ágora es una alegoría de la lucha entre el conocimiento y el oscurantismo; la luz de la sabiduría contra la espesa negrura de los dogmatismos -que no son otra cosa que la expresión palpable de la ignorancia- siendo Hipatia el símbolo de la filosofía y el centro inmóvil (igual que el sol) por el que giran la religión y el libre albedrio, cuya ilusión de movimiento en apariencia marcaría un constante cambio ante los ojos de los hombres, cada vez más alejados los unos de los otros.

Ahora bien, la torpeza de Amenábar radica en el subrayado constante y la letra gruesa detrás de las intenciones para su nueva crítica contra la religión y, en menor nivel, ciertos manierismos que terminan cansando como el abuso de los planos cenitales para dejar en claro la mirada celestial sobre las atrocidades de lo terrenal y las miserias humanas. El otro problema que arrastra desde el comienzo es la falta de ritmo de transición entre secuencias donde es justo reconocer una excelente reconstrucción histórica y una esmerada dirección en las escenas de despliegue visual, como la quema de la biblioteca de Alejandría por parte de los cristianos y esa suerte de contrapeso o justicia poética a partir de la lapidación de los mismos cristianos por parte de los judíos.

Por todo ello, es justo decir que el nuevo opus de Alejandro Amenábar termina decepcionando a aquellos que estaban acostumbrados a un cine menos complaciente y menos concesivo con el gran público.