Pocas obras han ganado tantos premios (desde el Pulitzer hasta el Tony) y han conseguido tanto éxito en los teatros de todo el mundo incluidos los argentinos como la creación de Tracy Letts y, por lo tanto, esta transposición al cine dirigida por John Wells -con guión a cargo del propio Letts tiene que "competir" contra los logros y hallazgos de su antecesora.
Para sortear semejante desafío, Wells contó con uno de los elencos más imponentes de los últimos tiempos: una docena de reconocidos intérpretes que y éste es uno de los principales méritos tanto de la obra como de la película tienen espacio y material suficientes como para lucir todo su arsenal de recursos expresivos, sus múltiples matices, sus facetas más diversas (la trama pendula entre la crueldad y la vulnerabilidad, entre la perversión y la compasión, entre el odio y el desprecio más profundos a la dependencia más absoluta y el amor más desesperado).
La película reducida de tres a dos horas respecto del original teatral tiene al personaje de Violet (Meryl Streep) en el centro de la escena como la matriarca de los Weston, una familia de Oklahoma tan amplia como decididamente disfuncional. Tras la repentina desaparición de su marido (Sam Shepard), un poeta alcohólico que, pronto sabremos, ha decidido quitarse la vida, esta mujer despótica e inestable (adicta a todo tipo de pastillas) recibe a sus tres hijas (Julia Roberts, Juliette Lewis y Julianne Nicholson), quienes llegan acompañadas para el funeral por sus propios maridos, novios y en el caso de la mayor (Roberts) hasta con su propia hija preadolescente (Abigail Breslin).
Lo que sigue es una batalla dialéctica entre esas tres generaciones de los excéntricos Weston (y varios otros personajes que los rodean), en la que, además, se irán acumulando y luego desentrañando todo tipo de secretos y mentiras, de excesos y abusos.
La película funciona bastante bien en los términos en que está planteada (extensos y desgarradores diálogos escritos a puro virtuosismo para el lucimiento histriónico de sus estrellas), pero este despliegue de ácidos y cínicos parlamentos resulta al mismo tiempo su principal limitación.
Es que, más allá de los esfuerzos de Wells y de su director de fotografía, Adriano Goldman, por dotar al film de cierto movimiento, de "airearlo" con imágenes de los exteriores rurales de esa región en plena explosión veraniega, estamos ante el imperio de la palabra y de las actuaciones (sobre todo la de Streep), que muchas veces rompen con el naturalismo y se acercan casi inevitablemente a cierta ostentación y grandilocuencia teatral.
La película es como un culebrón culto, un muestrario de las ruindades, de la peores miserias, de toda esa carga de hipocresía, cinismo y hasta sadismo que puede albergar un núcleo familiar. Hay algo de fascinante, pero también de patético en esa articulación entre mujeres dominantes (de apariencia fuerte, pero también de enormes carencias afectivas) y hombres entre sumisos y dependientes, muchas veces ausentes, inmaduros e irresponsables.
Agosto, con su aura de obra prestigiosa, con sus intérpretes de primera línea, con su provocativo estilo de comedia negra con picos escabrosos, tiene atractivos suficientes como para seducir a cierto segmento de público. El resto, en cambio, es muy probable que salga indignado de la sala. La película no esconde lo que es ni lo que propone. Sólo hay que saber de qué lado se para cada uno a la hora de decidir enfrentarse o no a los conflictos que aquí se exponen con absoluta crudeza e intensidad.