El juego de los Spregelburds
El dramaturgo y actor le pone especial brillo a una película que vuelve a ensayar interrogantes sobre la posibilidad de otras vidas, otras elecciones. Y aunque por momentos toma cierta distancia emocional de sus personajes, la trama funciona.
Las dos películas de Alejo Taube no podían ser más distintas: de la sequedad de un verano en el interior de Buenos Aires a la ventosa Mar del Plata fuera de temporada; de un registro urgente y furtivo a otro preciso y excesivamente prolijo; de Jorge Sesán, el mismo de la seminal Pizza, birra, faso, a la hollywoodense y bellamente pecosa Mía Maestro (Frida, Poseidón, Amanecer Parte 1). Hasta la aproximación al eje común de ambas historias, la dualidad, es antitética. Porque si la doble vida mantenida por el protagonista de Una de dos, quien surfeaba entre la tensión cívica de diciembre de 2001 y la participación en negocios espurios, requería de un ojo si se quiere pasivo; en Agua y sal, en cambio, la ambigüedad del relato aspira a operar directamente sobre el espectador. El quid está, entonces, en si las causas y justificaciones que el film propone son suficientes para alcanzar ese cometido.
Estrenada en la Competencia Latinoamericana de Mar del Plata ’10, Agua y Sal aparenta tener en Javier (Rafael Spregelburd) a su protagonista. El tipo tiene todo para pasarla bien: una mujer hermosa (Maestro), un trabajo empresarial y plata suficiente para gatillar un buen hotel en Mar del Plata. Pero –sin peros no habría película– algo falla. Y bastante. Su voz en off alerta que a veces le gustaría llevar otra vida, ser otro. Un paseo por el puerto con su chica, una foto y primer plano al marinero de un barco pesquero. Nada raro, a no ser porque el apodado Biguá –¿la sal?– no es sino... Javier –¿el agua?–, pero barbado. ¿Suena conocido? Puede ser: Agua y Sal es una suerte de hibridación entre Las vidas posibles y El otro. El dispositivo es similar al de la ópera prima de Gugliotta, con un mismo protagonista poniéndoles el rostro a dos personajes, inflamando así la idea de una potencial desaparición electiva; mientras que, a su vez, adopta trazos argumentales cercanos al film de Rotter, como ese deseo manifiesto de despersonalizarse adoptando usos y costumbres ajenas.
Biguá es la antítesis de Javier. Habitante de una pensión, está envuelto en la incertidumbre generada por el incipiente embarazo de su novia adolescente (Paloma Contreras). En ese panorama, un viaje en alta mar es la oportunidad perfecta para recaudar el dinero suficiente y solventar una mudanza en pareja. Pero –otra vez los peros– otro suceso quiebra el eje narrativo, llevándolo nuevamente hasta Javier. Qué ocurrió en las profundidades, quién es quién y qué esconden los Spregelburds son piezas que el lector deberá descubrir por su cuenta, siempre y cuando establezca una sinapsis continua con el devenir de la trama. Aquí Taube relega la cercanía perroneana de su ópera prima para apostar a un relato más distante y prolijo. Lo que no es necesariamente negativo, salvo cuando esa prolijidad deviene momentánea frialdad y genera un desapego para con los personajes y su suerte.
Sin embargo, Agua y Sal no se hunde en la distancia emocional insalvable gracias a la flotación natural de ese actor enorme que es Rafael Spregelburd. Desde la excelente La ronda en adelante, el dramaturgo se apropia de sus criaturas para darles carnadura a través de gestos mínimos. En él confluyen el andar bonachón del taxista de la ópera prima de Inés Braun, el gesto adusto y repulsivo ante su vecino en El hombre de al lado, y ahora Javier y Biguá, dos personajes en las antípodas, aunque apenas distanciados por la pasada o no de una afeitadora.