Jan Thomas cumple una larga condena por el asesinato del pequeño hijo de Agnes, aunque el joven no se siente culpable sino víctima de la mala suerte. Cuando sale de prisión gracias a su buena conducta, lo contratan para tocar el órgano en una iglesia de Oslo. Allí conoce a Anna, una bonita sacerdotisa de la comunidad protestante. Anna tiene un hijo rubio de ocho años que posee un extraño parecido con el difunto precoz. La pasión se instala inevitablemente entre Anna y Jan Thomas, que supera su fobia inicial hacia el niño y comienza a curar las últimas heridas de su pasado. La historia podría detenerse en esta lenta reconstrucción de la identidad del protagonista, respaldada con hallazgos estéticos y narrativos pertinentes. Pero cuando Agnes reconoce por azar a Jan Thomas en la iglesia, reaparecen los fantasmas del pasado con un mar de histerias lacrimales y tentativas desesperadas que desmoronan el sobrio esquema de la película.
Erik Poppe filma los tormentos paralelos de Agnes y Jan Thomas. El relato se divide entre episodios del pasado y del presente que entran en colisión y resuenan entre sí para ilustrar la experiencia subjetiva de cada protagonista. Jan Thomas se encuentra empujado por dos madres hacia un examen de conciencia. La película ofrece un estudio sobre la culpa, el perdón y la expiación con algunos simbolismos bastante obvios, el agua es purificadora pero también instrumento de muerte. El protagonista expresa sus emociones positivas a través de la música. Las variaciones líricas del órgano logran acentos sorprendentes que se insertan con naturalidad en las imágenes, la fuerza sorda de los tubos se articula armoniosamente con la suavidad acompasada de las luces. Se trata de un ejercicio arriesgado con el que el director confirma su talento para crear ambientes y ritmos. Pero la atmósfera lograda no concuerda con los desbordes explicativos, con el patchwork de recuerdos dispuesto para rellenar los espacios abiertos en la historia de manera artificial y redundante.