Una clase sobre el dogma protestante
En su adolescencia, un muchacho fue responsable de la muerte de un bebé. La expiación de su pecado, tras la cárcel, aparece en un trabajo como organista de una iglesia. Pero él no muestra arrepentimiento ante la madre de la víctima, que se convierte en un ángel vengador.
Crimen, culpa, arrepentimiento, segunda oportunidad, redención: Aguas turbulentas es como una clase sobre el dogma protestante, expresada por medios dramáticos. En la visión del guionista Harald Rosenlöw-Eeg, el hombre es un pecador en potencia, pero también un dechado de virtudes espirituales en potencia. Las fuerzas que rigen al mundo le ofrecen la oportunidad de redimirse de sus pecados, siempre y cuando manifieste arrepentimiento. Si no lo hace, el destino volverá sobre él, para recordarle el crimen cometido. Sólo cuando lo haya expiado estará en condiciones de renacer a una nueva vida. Como Aguas turbulentas es una película y toda película debe ganarse el favor del público, estos férreos valores religiosos se encarnan en un muchachito tan atractivo como un rocker melancólico y una sacerdotisa sólida, rubia y bonita, en la mejor tradición de las estrellas escandinavas. Porque está claro que Aguas turbulentas no podía provenir de otro lugar del globo que no fuera un país nórdico, zona donde el protestantismo ha echado algunas de sus anclas más pesadas.
En su adolescencia –incitado, daría la impresión, por una chica con bastantes menos escrúpulos que él– un muchacho llamado Jan Thomas secuestró a un bebé, y el secuestro terminó de la peor manera posible. Tras largos años en prisión, se le otorga la libertad condicional por buena conducta y consigue trabajo como organista de una iglesia. Con el melancólico mechón cayéndole sobre la frente, la mirada de cordero, la barba crecida con un dejo cool, Jan no se contenta con ejecutar burocráticamente sus partituras. Lo hace con la pasión de un Keith Jarrett veinteañero, en estado próximo al trance e innovando lo suficiente sobre el repertorio eclesiástico como para tener Puente sobre aguas turbulentas entre sus hits. Por si alguien no pescara por qué insiste el muchacho con ese clásico, los reiterados flashbacks recuerdan que fue en un río de aguas rápidas donde Jan consumó su pecado.
Aunque no le resulta fácil a Jan vencer la resistencia de las autoridades cuando se ponen al tanto de su legajo, cuenta con alguien de su lado. Separada y con un hijo, está claro que a la muy saludable sacerdotisa Anna el joven le inspira algo más que una pía compasión. Pero es allí que –oh, el destino– un día llega a la iglesia la mamá del niño, creyendo reconocer en el joven del mechón caído al culpable de haber tronchado su vida. Siguiendo hasta ese momento escrupulosamente la línea de puntos que lleva al agonista de la culpa a una indefectible redención, la aparición de Agnes salva la película. Pero no por piedad sino, bien al contrario, por la locura que hay en ella. Desesperada, definitivamente no repuesta de la pérdida de su hijo, por más que lleve nombre de cordero de Dios, Agnes se comporta como lobo suelto, cualidad de la que la visceral Trine Dyrholm es responsable principal.
Que el culpable de su tragedia no esté dispuesto a arrepentirse aparta definitivamente a esta madre del dolor de toda la apariencia de normalidad que había edificado a su alrededor (familia, trabajo, profesión), convirtiéndola en versión femenina de un ángel vengador. Puede ser que ni siquiera en esa instancia la película dirigida por el noruego Erik Poppe traicione una perspectiva religiosa, pero abraza en tal caso el costado más loco de las escrituras. Ese que ante el cataclismo aconseja prender un fósforo y poner la propia casa en llamas, con todo adentro.