Sinceramente, muy sinceramente, está película es una de aquellas que me irritan hasta la cólera; pero no por ser malas; sino por lo buenas e interesantes que podrían haber sido y que venían siendo hasta caer estrepitosamente bajo a último momento. Al respecto, me gustaría contarle, querido lector, una pequeña “máxima” que me tiró hace un tiempo un profesor, queriendo guapearme al enterarse de que iba a empezar a redactar crítica, a quién detesto enormemente; pero que, dadas las circunstancias, debo, muy a mi pesar, darle la más absoluta razón: “Una mala película, que arranca como tal, no tiene en absoluto posibilidades de remontarse en ningún punto del metraje. Por otro lado, tené en cuenta que una buena película, en cualquier momento puede irse a pique”.
Lamentablemente, la presente es un ejemplo concreto de esto último.
Un joven, paseando por un parque, jugando, quizás, a iniciarse en el delito o a delinquir como simple pasatiempo pseudo-adolescente, termina matando a un niño. Quizás no estamos absolutamente seguros de la intencionalidad del hecho, pero sí tenemos la certeza, o por lo menos a mi no me quedó ninguna duda, acerca de la responsabilidad de este joven frente a esta muerte. Más tarde, condena cumplida a medias, por buena conducta, sale con la condicional. Como buscando una suerte de perdón divino, se mete en una iglesia como organista. Hasta acá todo venía muy bien. Una elipsis y, por ende, progresión dramática admirable que, como mencionó Rodolfo arriba, me hizo acordar a los Dardenne, donde se vale de lo no dicho, de lo no explicado. Al igual que en El Hijo, no tenemos certeza de que es lo que ha sucedido, del porqué de todo ello. La película hasta cierto punto se vale de este recurso. La muerte del niño parecía ser, por más grave y aberrante que suene esto, apenas una excusa para mostrar todo el problema de redención de este personaje cuando debe retomar su vida. El hecho inevitable de tener que seguir viviendo, donde la condena no es la cárcel, sino la vida misma.
Ahora bien, todo esto se cae porque, justamente, la película juega a explicarlo todo, a la exposición total, de las formas más literales y banales posibles, amparándose en una suerte de compilado de moralejas cristianas acerca de porque Dios creó el pecado y a los pecadores. Lo único interesante que gira en torno a la cuestión con la iglesia, el órgano y su música como conductora de lo dramático, el cual me hizo acordar un tanto a Bergman en Luz de Invierno, es la paradoja que ronda al protagonista, durante todo el segmento que se dedica a contar su lado de la historia. La paradoja en torno al deseo de querer rehacer su vida, dejar atrás el pasado, y, por esto, acercarse de alguna forma, aunque sea como músico, a lo religioso, pero al mismo tiempo, sin dejar una pizca del pasado atrás, puesto que no asume ninguna responsabilidad frente a lo sucedido, es decir, frente a su pecado y, para colmo, se involucra emocionalmente con la sacerdotisa y su hijo, enfermizamente parecido al que murió en sus manos, como un intento, quizás, de redimirse frente a lo sucedido. Esta paradoja es, al menos para mi, el punto más cumbre de la película. Pero como mencionaba antes, a la hora de las conclusiones, la película juega a la moraleja fácil, a tratar de cerrar todo su discurso con palabras, y en ello pierde gran parte de las riquezas que venía construyendo en su desarrollo.
Cuando el montaje se decide a contarnos el otro lado de la moneda, el de la madre que perdió a su hijo, en mi opinión, la película se agota. Vuelve sobre sus pasos, muestra lo tapado, se esmera en no dejar nada al azar, pero a su vez, termina en una redundancia empalagante, interminable, donde se nos explica y re-explica todo el suceso de la muerte de dicho niño; y con esto no sólo borra todo posible rastro de inexactitud respecto a la trama, sino también todo posible rastro de reflexión que se valga del fuera-campo, de lo que queda sin contar, de una posible resolución que se niega a dejar en manos del espectador y queda impostada en una moral artificial por parte de sus personajes