Suena paradójico, pero no se respira otra cosa que aire contaminado en el cuarto largometraje de Anahí Berneri. Contaminado por la molicie, los pequeños problemas cotidianos que se amplifican sin sentido, las miserias y la violencia contenida y explícita que muchas veces invade la vida en pareja. Son pocos, muy pocos los vestigios de empatía que sobreviven en la relación entre Lucía (Celeste Cid) y Manuel (Leonardo Sbaraglia), embarcados en la planificación de una mudanza a un derruido caserón en las afueras de la ciudad que simboliza a la perfección el estado de su vínculo. En el medio de esa guerra de nervios queda su hijo, un niño (Máximo Silva) que apenas puede abstraerse de los conflictos permanentes que lo rodean gracias al ala protectora de su abuela, interpretada con solvencia por la cantante Fabiana Cantilo (también están muy ajustados Lorena Vega y Alejandro Catalán en otros personajes secundarios).
Manuel intenta escapar del agobio refugiándose en una vida fuera del entorno familiar que tiene múltiples facetas: arquitecto, socio de un bar, motociclista ocasional, amante furtivo. Sbaraglia le pone el cuerpo a ese personaje atormentado sin apelar a subrayados, jugando con cierta ambigüedad, tornándolo inquietante y creíble a partir de sencillos detalles. Su frustración aparece en cada gesto, en cada frase que pronuncia.
Como contraparte, Cid logra dotar de encanto y sensualidad a esa treintañera que deposita en la planificación de la obra la expectativa de reconstrucción del proyecto vital que se viene a pique. Es notable cómo ambos trabajan en cada escena los pormenores de esa disolución. La tensión se respira en cada conversación, en los intentos fallidos de reconvertir una sexualidad en terapia intensiva, en las anárquicas reapariciones del deseo con otros interlocutores. Hay más de una actitud de los protagonistas que denota las dificultades para cruzar definitivamente la línea de la adolescencia que hoy casi es norma. A los tumbos, Lucía y Manuel se lastiman, y lastiman todo lo que entra en contacto con ellos. Protagonizan, pero también observan -más de una vez impávidos- su propia crisis, la niegan, la corporizan en inútiles catarsis. No se deciden a enfrentarla hasta que paga los platos rotos quien menos debería. Más que amarga, Aire libre es una película valiente y verdadera. Apunta directo a su objetivo reutilizando con inteligencia ese catálogo de lugares comunes en el que suelen convertirse los matrimonios cuando no se asumen los peligros que los acechan. Cuando el erotismo (entendido como algo más amplio que lo que pasa en la cama) se desvanece, el volumen de la relación amorosa se apaga, en fade o de manera abrupta. Aire libre simplemente lo advierte. Y perturba.