No se le puede negar originalidad al debut en la dirección de Thomas Hardiman. Su aparición en la última edición del Festival de Locarno despertó muchos elogios y lo cierto es que Medusa Deluxe sorprende por el entorno elegido para desplegar su trama y la calculada apuesta visual del director debutante, en cuyo estilo se adivinan diferentes influencias: Pedro Almodóvar y Peter Greenaway -los más señalados por la crítica internacional-, además de los que él mismo citó en diferentes entrevistas: Robert Altman, Léos Carax, Alfred Hitchcock, Michelangelo Antonioni... Medusa Deluxe es un thriller frenético que le imprime ese ritmo acelerado a la singular historia que cuenta usando recursos eficaces para ese propósito: el plano secuencia y la cámara en mano de Robbie Ryan (quien ha trabajado con cineastas tan disímiles como Ken Loach, Nah Baumbach y Yorgos Lanthimos) muy pegada a un grupo de protagonistas que vive un momento de alta tensión por un crimen sorpresivo en el que casi todos son sospechosos. El lugar donde tiene lugar esa guerra de nervios tiene sus particularidades: los diferentes pisos de un edificio laberíntico donde se preparan los participantes de un concurso de peluquería. La extravagancia y el colorido de los peinados son parte importante de los atractivos visuales de una película que también juega constantemente con la iluminación como factor dramático. A la víctima no solo la asesinaron. También le arrancaron el cuero cabelludo, una perversión maliciosamente calibrada que genera una ola de rumores, sospechas y acusaciones explícitas y más veladas, narradas con un visible pulso coreográfico. Entre los más exaltados por la tragedia está la estilista Cleve (una performance intensa y virtuosa de Clare Perkins), tan soberbia como virulenta con los que la contradicen, celosa, gritona y capaz de enhebrar chismes insólitos y relatos intrincados a la velocidad de la descarga de una metralleta. El otro personaje destacado es René, maestro de ceremonias de una competencia cuya realización entra en crisis, superado por las circunstancias y completamente consustanciado con el tono febril de la película gracias a un trabajo muy ajustado de Darrell D’Silva. La gran tradición de la actuación británica siempre es un punto a favor, y Hardiman hizo un buen casting. El desempeño de los actores es tan importante en este caso porque Medusa Deluxe no pone el foco en la investigación propiamente dicha del brutal asesinato, sino en las conversaciones en torno a ella y en las digresiones que permiten que conozcamos mejor a los personajes torturados por la ambición, el egoísmo o la angustia en un ambiente también cargado de erotismo, humor negro y deseos esquivos. Lo mejor de Medusa Deluxe es la convicción con la que Hardiman construye un universo exótico, apoyado en una puesta en escena osada, distanciada de lo más convencional. El acento está tan puesto ahí que el interés por la resolución del enigma se va diluyendo a medida que la narración avanza y el regodeo con el artificio y la proeza técnica ocupan un espacio cada vez más porfiado y evidente.
Más que una biopic, Disco de oro es un abierto homenaje a Neil Bogart, en los años 60 cantante profesional y luego fundador del sello discográfico Casablanca Records, que trabajó con artistas famosos como Kiss, Bill Whiters, Donna Summer y Village People. El protagonista de esta historia murió en 1982, cuando tenía apenas 39 años y es su hijo, Timothy Scott Bogart, quien se hizo cargo de recordarlo a través de una película de claro tono devocional -al borde de la hagiografía, incluso- que cuenta cómo el hijo de un humilde cartero de Brooklyn se convirtió en el creador del sello independiente más exitoso de la historia de la industria musical estadounidense. La vida de Bogart estuvo marcada por logros y excesos, pero el film pone el foco en la parte más amable de ese recorrido, acumulando información a un ritmo vertiginoso y combinándola con buenos pasajes musicales y grandilocuentes escenas de ficción imaginadas para edificar la leyenda, como la inicial, con un Bogart extasiado que consigue un trato con Buddah Records para lanzar “Oh Happy Day”, el primer single de la historia que cruzó gospel y pop, mientras se suma a una coreografía perfecta en una iglesia repleta de fieles afroamericanos. Fogueado en varios musicales de Broadway, Jeremy Jordan interpreta el papel principal con el énfasis que exige la actuación en un escenario teatral y remarcando el perfil de emprendedor lúcido y arriesgado que es capaz de detectar grandes negocios, sostener por mucho tiempo dos relaciones sentimentales paralelas y ser un amor con sus empleados.
La ambición desmedida suele ser mala consejera, y en El siervo inútil, cuyo título remite a una conocida parábola bíblica, el que sufre las consecuencias de su propia falta de escrúpulos es Luca, empleado de una inmobiliaria que pretende construir un housing en viejos terrenos del ferrocarril en la provincia de Córdoba y ante las lógicas exigencias legales, intenta avanzar igual gracias a la posible gestión de un político que obviamente no será desinteresada. Si hay algo que llama la atención en esta ópera prima de Fernando Lacolla, cineasta cordobés hasta ahora había dirigido dos cortos de ficción y algunas series documentales para Canal Encuentro, es su capacidad para sintetizar, a través de un discurso cinematográfico tan claro, directo y eficaz en sus ideas fuerza como sofisticado en términos visuales, una mirada aguda en torno a los múltiples temas que cruzan el relato: la codicia -que aquí incluso funciona como el combustible tóxico que alimenta la relación entre el protagonista y su pareja, la hija del hombre para el que trabaja, además-, los negocios turbios que involucran al sector privado con la política indecente, la falta de empatía con el otro -sobre todo cuando ese otro está en inferioridad de condiciones- y finalmente ese extravío irreflexivo al que se entrega el confundido personaje que Federico Liss interpreta con una precisión quirúrgica, comprometiéndose a fondo en un trabajo que es un sostén importantísimo para esta película sobria y contundente.
Anunciado como el debut en la ficción de Miguel Kohan -director de los documentales Café de los Maestros (2008) y La experiencia judía, de Basavilbaso a Nueva Ámsterdam (2021)-, El despenador es en realidad una película que escapa deliberadamente de las clasificaciones, abrevando en un terreno muy transitado en los últimos años, es cierto -el cine concebido a partir del cruce de géneros que intenta borronear las fronteras de la ficción-, pero buscando con decisión su propio camino. Y lo cierto es que lo logra. En principio porque captura un elemento central del contexto sobre el cual trabaja: el tiempo (su cadencia, su despliegue) es en la Puna radicalmente distinto al de la dinámica urbana. Kohan consigue insuflarle al relato ese ritmo preciso (la película lo transmite), pero lejos de entregarse a la monotonía, la esquiva inventando una entrañable road movie andina relacionada con el proyecto personal de un antropólogo paciente, amable y melancólico que queda envuelto en varios pasos de comedia mientras disfruta del viaje, muchas veces más poderoso y revelador que el mismo destino. La investigación en la que se embarca el personaje -interpretado impecablemente por el actor jujeño Rubén Fleita- tiene que ver con cuestiones existenciales, con la comprensión de los fenómenos de la vida y la muerte que también es propia de la gente del lugar. El despenador se acerca a ese universo con curiosidad y asombro, esquivando sagazmente la solemnidad y dejando huellas ostensibles de una mirada, un recorte que dibuja su propia identidad con la misma curiosidad que mueve a su protagonista.
Basado en una novela gráfica de Juan Sáenz Valiente (quien en su momento también publicó historietas con guiones de Alfredo Casero en la revista Orsai de Hernán Casciari), este largometraje estrenado en la última edición del Bafici tiene como protagonistas a un detective privado muy particular, contratado por un hombre que sospecha una presunta infidelidad de su esposa, una enigmática coreógrafa de danza contemporánea. Como en muchas historias del cine negro, el investigador termina seducido por esa mujer a la que empieza espiando, pero aquí hay mucho más que un thriller al uso: la comedia condimentada por el absurdo matiza una historia también atravesada por el clima enrarecido de los sueños y en la que el paisaje juega un rol muy importante. Los directores -Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, cuyos antecedentes eran dos documentales muy personales, Cracks de nácar y La forma exacta de las islas- aprovecharon muy bien cada plano exterior, trabajándolo con criterio y buen gusto, aportándole a la película belleza y un vuelo poético que combina novedosamente con la trama de suspenso y humor bizarro que Juan Carrasco, Katja Alemann y Edgardo Castro sostienen con trabajos sólidos, adaptándose con soltura a los constantes cambios de tono del relato. Aun con algunos desniveles en los pasajes que exigen mayor carga dramática, La sudestada llama la atención por su desparpajo y su originalidad. El rigor de su puesta en escena, sus citas (cinéfilas, literarias) y su apuesta por la extravagancia la fortalecen y la dotan de encanto y personalidad.
Un mes antes de su desaparición, producida en los inicios de la última dictadura militar en Argentina, Haroldo Conti publicó una crónica en la revista Crisis sobre la isla Paulino de Berisso. En esa misma época, el joven estudiante Roberto Cuervo preparaba un documental sobre este autor nacido en Chacabuco que fue parte de una generación de grandes escritores integrada, entre otros, por Rodolfo Walsh, Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón y Juan José Saer. Luego del secuestro de Conti, Cuervo debió abandonar ese trabajo, que era su tesis de grado para la carrera de cine de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y falleció en 1979.
Como artista visual, Eugenia Bekeris dedicó su carrera a preservar la memoria de hechos históricos de una importancia indiscutible: el Holocausto, la represión ilegal en la última dictadura militar en Argentina, la violencia contra los pueblos originarios. Su obra enfoca esos acontecimientos atravesados por la tragedia con una mirada crítica y siempre atenta a los valientes gestos de resistencia. También se puede inferir ahí un deseo de exorcismo, una voluntad de traducir la angustia y el dolor a los términos del arte. Retratos de Eugenia logra meternos en la intimidad de esta creadora manteniendo siempre el decoro para acercarse al personaje. Es un documental sobrio pero elocuente en el que Juan Manuel Repetto vuelve a encontrar un tema importante y no tan explorado, como lo había conseguido con Fausto también (2015), la historia de un joven autista que decide ingresar a la universidad argentina. El de Bekeris es un caso singular e interesante: alguien que se obstina en reconstruir una identidad diluida, dañada, con el arte testimonial como herramienta principal. Su trabajo -que incluye la documentación en notas y dibujos de juicios de lesa humanidad- está claramente apoyado en la investigación, pero su vía de interpelación es más sensible que científica. Y la película refleja con sutileza esa historia personal en la que tantos se reconocerán, seguramente, incluso cuando la emoción tiñe todo el ambiente. Alejandro Lingenti
El modelo más evidente de este film francés, que se estrenó en la prestigiosa sección Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2021, es la famosa Billy Elliot, del británico Stephen Daldry: aquí también un chico de clase obrera se interesa por el arte burgués (el canto lírico en lugar de la danza, en esta oportunidad) y vislumbra a partir de esa vocación un futuro posible. Mientras cumple con la obligación de un trabajo comunitario, Nour, el joven y carismático protagonista de la historia -interpretado con mucho encanto por Maël Rouin Berrandou, toda una revelación- se las arregla para que una profesora muy atenta lo invite a participar de unas clases de canto en principio destinadas exclusivamente a un grupo de niñas. Pero es su propia familia la que no lo apoya: con un padre ausente y una madre al borde de la muerte, quien toma las decisiones es el hermano mayor, el más riguroso de todos, y él decide que Nour se concentre exclusivamente en ir a la escuela y trabajar. Sus otros dos hermanos no son de mucha ayuda: uno trabaja como taxi boy y el otro, él más rebelde de los cuatro, vende droga al menudeo. Cada uno parece concentrado en lo suyo. Sin embargo, hay momentos de empatía y buen humor entre ellos, y son esos pasajes los que elevan el vuelo de una película que es mucho mejor cuando reluce la nobleza de sus personajes y su resiliencia en situaciones adversas que en los momentos donde se obstina en señalarnos el camino redentor del arte y se vuelve algo más demagógica.
Los recuerdos de un pasado entrañable en un paisaje imponente, los lazos familiares y amistosos, los intrincados caminos del amor. En todo eso pone el foco Reparo, ópera prima de la chubutense Lucía Van Gelderen estrenada en la última edición del Festival de Mar del Plata. A los 30 años, Justina vuelve a Puerto Pirámides, un lugar donde vivió de niña y adolescente unas cuantas experiencias que la marcaron. El regreso coincide con un suceso que, aunque ella no lo admita explícitamente, la inquieta: el casamiento de Patricio, un ex novio con el que todavía parecen quedarle cuentas pendientes. Mientras gestiona como puede esa novedad que la incomoda, ayuda a la hermana de su madre (ya fallecida) en un pequeño restaurante y entra de nuevo en contacto con personas y lugares que indudablemente la marcaron y forjaron su identidad. Tanto Florencia Torrente como Luciano Cáceres, María Ucedo y Daniel Melingo (un músico siempre ajustado en sus trabajos actorales) aportan sensibilidad y aplomo en sus roles. La trama de la película es sencilla y fluida. Y el entorno, ideal para el tono melancólico de la historia. Lugar conocido por el avistaje de ballenas que atrae a turistas de todo el mundo, Puerto Pirámides también suena de una manera especial: el mar, viento, la aparición intermitente de esos cetáceos gigantes, un rumor muy particular que también juega un rol importante en el relato y que escuchamos de fondo mientras la protagonista toma conciencia del paso del tiempo y de los cambios que inevitablemente debe enfrentar y asumir.
Un ingeniero con una vida rutinaria recibe una noticia que lo trastoca todo: padece una enfermedad incurable y le quedan apenas unos meses de vida. Llega entonces la hora de enfrentar un camino distinto, de trazar balances, de reconocer errores y también de cumplir deseos. El protagonista de esta historia se siente lógicamente abrumado por su nueva situación y la relación con su pareja refleja esa crisis, hasta que la aparición inesperada de un personaje peculiar le empieza a señalar un posible rumbo. Originalmente, Martín Viaggio -director también de A quién llamarías (2009) y Amando a Carolina (2018)- recibió de manos de un productor de cine argentino de los años 60, Guillermo Smith, un relato corto que imaginó como base de una película. Aquel cuento inspiró un guion difuso con un argumento central que, por sus características, corría el riesgo de caer rendido a la solemnidad y el sentimentalismo. Y más que intentar esquivar esos problemas, Cuando ya no esté los abraza con una voluntad inquebrantable. Es el profesionalismo de actores con mucha trayectoria como Noemí Frenkel, Marcos Woinski y sobre todo Gustavo Garzón, concentrado en entender su papel y resuelto a involucrarse emocionalmente en ese desafío, los que mantienen a flote un film que muchas veces parece ir a la deriva, oscilando entre los lugares comunes subrayados con planos en cámara lenta y una atmósfera esotérica creada artificialmente para dar paso a un surtido de moralejas pedestres.