Éste es otro nuevo ejemplo del llamado “nuevo cine argentino” que basa sus cimientos en el denominado cine no narrativo, lo que puede leerse, como aburrido.
Pero tiene como plus a su favor la pareja protagónica, tanto desde la química que despliegan en pantalla como la performance individual de cada uno. No voy a descubrir a Leo Sbaraglia ahora, actor con mayúsculas. Pero sin embargo Celeste Cid, para quien este es su cuarto filme protagónico, hasta ahora, ante todo, era un rostro angelical (no digo celestial para no ser redundante), aquí hace uso de recursos tanto corporales como todo un mosaico de emociones en ese privilegiado rostro, todo un bagaje expresivo e histriónico que, al menos quien escribe estas líneas, no le había visto este nivel en las anteriores conformando una excelente actuación.
El interés del espectador si se sostiene sería casi exclusivamente por responsabilidad de los actores, muy bien acompañados por Erica Rivas y Marilu Marini, pero es sólo eso.
El grave problema del texto es que durante los primeros 68 minutos, narrativamente, si le cabe la palabra, se dedica a exponer una situación de conflicto de pareja que ya se instala y queda explicita en la primera secuencia.
Esa repetición de escenas que sólo implantan el conflicto, nunca termina por empezar a desarrollarlo. No es que no se entienda, el problema es que cansa.
Si le agregamos que los diálogos no sólo son banales, cotidianos, superfluos, que no es una técnica perjuiciosa por antonomasia, el problema es que hacen referencia constante a las acciones que están siendo mostradas a través de las imágenes, situación que vuelve a ser redundante, ergo tedioso.
Luego, en poco más de cinco minutos se despliega el conflicto y se resuelve todo demasiado rápido, para terminar entrando en una especie de epilogo no sólo previsible sino innecesario.
Por supuesto que los rubros técnicos, la puesta en escena, la dirección de arte, la elección de los planos, el manejo de la cámara, la iluminación, el uso del color de manera naturalista son de muy buena factura, lo mismo que el diseño de sonido y, nobleza obliga, la dirección de actores, pero no logra sostenerse por las dificultades nombradas de lo que intenta contar, escenas y secuencias totalmente aisladas sin prosecución, que sólo muestran un conflicto, por lo que el montaje siendo correcto, queda deslucido.
El relato es claro, simple; Lucía es arquitecta, Manuel ingeniero, conforman un matrimonio, padres de un hijo de 7 años, cuya vida en común ha entrado en una de esas mesetas en las que el otro dejo de sorprender, como decía el poeta, el perfecto asesino del amor.
Sin todavía dar cuenta de la decadencia en su relación, deciden iniciar un proyecto en común y en beneficio de la familia. Si se quiere una metáfora, la reconstrucción de una casa como para conformar un verdadero hogar que los cobije o contenga, pero la crisis no pasa por lo individual de cada uno sino del deseo que se fue apagando.
En síntesis, un despliegue de talento actoral desperdiciado.