Caricias de un encierro cotidiano
Filmar el encierro ?con la ironía supuesta por el título, Aire libre? es rasgo estético en Anahí Berneri. Ya en su anterior film, Por tu culpa (2010), se detenía de manera insoportable en roces de ambigüedad física, entre caricias que son golpes. Laceraciones también presentes en las miradas que atravesaban Encarnación (2007) y en el cuerpo de Juan Minujín en Un año sin amor (2005). El cine de Berneri se introduce en estos intersticios, en los detalles de una cotidianeidad brutal e invisible, cercana al espectador.
Hay un tacto perfecto en el modo de llegar a tal instancia. Un proceder pausado, que erosiona de a poco lo que rodea a los protagonistas porque son ellos, justamente, quienes alteran lo que les orbita. Acá, como fusible, el hijo. El niño que es vaivén entre sus padres (los admirables Celeste Cid y Leonardo Sbaraglia). Cuando están juntos, un zumbido insoportable los embarga. Como si fuesen dos globos que se hinchan de a poco, en cualquier momento prestos a explotar.
Así, las cosas se caen, se rompen. Es la lámpara que se estrella. Es la moto que se derrumba. Las casualidades quieren que nadie salga herido, sólo superficialmente. Las palabras apenas pueden decir lo que pasa porque es tan hondo el resentimiento que no hay posibilidad de encontrarlas. Eso sí, mejor es simular, que la argamasa no se note quebradiza, ante el hijo, ante los padres.
Ella, de hecho, es arquitecta. Y la casa donde deposita sus sueños de un living lleno de libros ya es otra, por fuera de la ciudad. Le pega al paredón con la masa de una manera que hace confundir risas con odio. Con un cuerpo varado entre el derrumbe y el erotismo velado. Celeste Cid brilla de manera inconmensurable, odiosa y perturbadora. Camina de modo enojado, drástico, a la vez que seductora dentro de su vestido pequeño.
Él, ingeniero, recupera la moto, en un ir y venir que le permita cumplir con las obligaciones de la ciudad, con el hijo como recado que entregar. Sumido en su silencio, introspectivo, adormecido en sueños de luces estroboscópicas, con noches recuperadas para hacerle hacer al cuerpo todo lo que ya casi no puede.
Las escenas de sexo son desaprensivas, los cuerpos desnudos de los intérpretes están cansados, sin deseo, con el goce puesto en un duelo perverso.
La guía actoral con el niño protagonista (Máximo Silva) debe ser resaltada, capaz de lograr una zozobra de impaciencia, de gestos superpuestos, de movimiento continuo y, de pronto, de una quietud angustiante. Es en el niño donde se cifra lo que sucede, nadie tiene tan claro como él lo que sus padres no dicen aceptar.