La caldera del diablo
Ganadora de la Cámara de Oro del Festival de Cannes, Ajami refleja la violencia cotidiana en un barrio de Haifa que no hace sino replicar el conflicto armado que tiene en llamas desde hace décadas a Medio Oriente.
Parece por lo menos un sinsentido que esta película israelí, que participó el año pasado de la Competencia Internacional del Bafici, llegue ahora a su estreno en salas cuando una nueva edición del festival porteño todavía tiene acaparado por todo este fin de semana al mismo público al que se supone está dirigido Ajami. Ganadora de la Cámara de Oro del Festival de Cannes, entre muchos otros premios y reconocimientos (fue competidora de El secreto de sus ojos por el Oscar al mejor film extranjero), la ópera prima realizada a cuatro manos por el palestino Scandar Copti y el israelí Yaron Shani es esa clase de películas que no siempre consigue estar a la altura de sus ambiciones, que son muchas.
El título del film remite a una barriada de Haifa, no muy lejos de Tel Aviv, donde conviven israelíes, palestinos y cristianos, todos revolcados en el mismo lodo: el de la violencia cotidiana, que parece bastante más que el mero reflejo del conflicto armado que tiene en llamas desde hace décadas a Medio Oriente. Según expone Ajami ya desde su primera secuencia, en ese barrio –como en Calles peligrosas, de Martin Scorsese, que da la impresión de ser uno de los modelos sobre el cual está construido el film–- cualquier diferendo se resuelve de la peor manera posible: a los tiros, o incluso a las cuchilladas.
Es lo que le sucede, por caso, al bueno de Malek, un adolescente palestino que ve cómo se disgrega toda su familia cuando su tío se convierte en víctima de una venganza entre clanes beduinos que puede cobrar la vida de cualquiera, incluso la suya, aunque sea un perfecto inocente. Las deudas allí se pagan con sangre, o se saldan con mucho dinero, demasiado para esa familia humilde, que apenas si puede vivir de su trabajo. Que el mediador entre beduinos y palestinos sea una suerte de “padrino” cristiano habla del espeso caldo de cultivo que es ese barrio. Que la hija del mediador –también cristiana, claro– sea en secreto la novia de un palestino, a la sazón el hermano de Malek, da una idea del denso entretejido que va elaborando Ajami a lo largo de sus dos horas de trabajoso relato.
Dividido en cinco capítulos, que tienen todos finalmente los mismos personajes enfrentados a situaciones cada vez más difíciles, como si esa espiral de violencia sólo pudiera profundizarse, Ajami expresa de una manera muy visceral lo que sucede no sólo en las calles sino también puertas adentro en ese barrio, convertido en un campo de batalla no oficializado como tal. El problema es que todo aquello que a priori parece verdadero y espontáneo (por el uso de locaciones reales, por la participación de actores no profesionales) poco a poco se va volviendo mecánico y artificioso por culpa de un guión que se empeña en manipular situaciones y personajes, a la manera del repetido mosaico de Amores perros, otro de los modelos de Ajami, y no precisamente el mejor.