¿Qué tienen en común Sylvester Stallone y Robert De Niro? Si no fuera porque están juntos en esta comedia de Peter Segal, la pregunta parecería inadecuada, casi una provocación. Supuestamente, el primero es un tronco inexpresivo, una pieza anabólica de gimnasio cuyas recientes operaciones faciales terminaron de impedirle cualquier gestualidad sugerente. El segundo es para muchos uno de los grandes actores de todos los tiempos, capaz de expresar todas las emociones con cada centímetro de su cara.
Una vía para examinar Ajuste de cuentas es justamente pensar la confrontación oblicua de dos métodos de interpretación. No sólo se enfrentan Rocky Balboa y Jake LaMotta (el boxeador interpretado por De Niro en Toro salvaje de Scorsese), sino también los propios actores y las escuelas interpretativas que representan y que nada tienen en común. Cuando se preparan para la pelea final, tras 30 años de espera, los métodos de entrenamiento son signos que van más allá del deporte: Stallone apela al esfuerzo; De Niro cuenta con todos los medios. Intuición y fuerza contra conocimiento y estudio. ¿Quién gana ese duelo secreto?
La historia es sencilla: Henry "Razor" Sharp (Stallone) solamente ha perdido una pelea, con Billy "The Kid" McDonnen (De Niro), y viceversa. Están empatados. La gran revancha no tuvo lugar cuando eran jóvenes por un asunto de alcoba. La aparición de la bellísima Kim Basinger explicará la situación, y más aún cuando el entrenador de Billy termine siendo su hijo, a quien acaba de conocer. Alan Arkin encarna al viejo entrenador de Sharp, casi canalizando a Burgess Meredith en su papel de entrenador de Rocky.
Si bien el filme es una suma de lugares comunes, hay cierta nobleza (baladí) y algún que otro gag que lo salvan de la total insignificancia. Segal y compañía están empecinados en emocionar y divertir, pero aún así se vislumbra parcialmente la actual precariedad laboral estadounidense. Si bien la puesta en escena es mecánica, cada tanto hay algún atisbo de elegancia, como un plano al comienzo en el que se ve a Stallone meditabundo en una confitería.
El personaje de Arkin en un momento se define como un dinosaurio. Stallone, De Niro, el propio Arkin son viejos dinosaurios de la industria. Con el paso de los años, cierta dignidad resplandece. La resolución de la pelea es un modo tosco de trascender el éxito, pero el golpe final viene en los créditos. Es un gag magnífico y es ahí donde reside la fuerza moral de la película.