El fuego y las mujeres que bailan
En su nueva película, el director de Eva no duerme recrea el Tratado de Brujería Vasca del juez Pierre de Lancre, en una reconstrucción histórica de dolores actuales.
Galardonada en los recientes premios Goya y de manera múltiple (Música, Dirección Artística, Vestuario, Maquillaje, Efectos Especiales) Akelarre puede ahora verse a través de Cine.ar y Netflix. La película de Pablo Agüero (Salamandra, Eva no duerme) toma por referencia el Tratado de Brujería Vasca escrito por el juez Pierre de Rosteguy de Lancre, y recrea su momento histórico, cuando en 1609 el juez recorriera el País Vasco entre interrogatorios y hogueras, donde quemó a decenas de mujeres -según él- brujas; de allí el denominado “sabbat de las brujas”, también conocido como “aquelarre”.
Aquí el desafío notable que enfrenta la película de Agüero, decidida a reconstruir ese momento, a partir de una dirección artística cuyos decorados integran la acción en el siglo XVII. Es todo un logro. Y se lo destaca en primer orden en virtud de una puesta en escena que, si bien de contexto histórico, actualiza lo que representa. Esta operación es casi un riesgo, y Agüero sabe cómo salir airoso.
Antes bien, Akelarre centra su atención en la historia de un grupo de mujeres, cuyos maridos están en el mar, descubiertas en algún baile o cosa parecida, de brujería sospechosa. La presencia del juez Pierre de Lancre (Alex Brendemühl) y su consejero (Daniel Fanego) alertan a la región y ponen en guardia a las mujeres. La acusación y la pantomima de los interrogatorios están en puerta. Lo que inicia como un temor o habladuría, inmediatamente cobra la forma del encierro, el hostigamiento y la tortura. Hombres de atuendo formal, con cruces y libros, atacan y humillan a mujeres desvalidas.
Encarceladas, obligadas a bajar su mirar, el grupo busca el modo de contrarrestar lo que sucede. La llegada de sus hombres no será a tiempo, sólo son ellas, no tienen a nadie más con quien confrontar a los que se legitiman con señales de cruz. El cura del lugar (Asier Oruesagasti) intenta ayudar a quienes sabe libres de culpa pero la obediencia debida le gana la partida. Una a una serán interpeladas y domeñadas; pero entre ellas destaca Ana (Amaia Aberasturi), cuyo decir y mirada ponen en jaque a Pierre de Lancre. Su belleza inocultable, de curvas y placeres latentes, sitúa al juez en un debate interno que le hace trastabillar. El calor del deseo obnubila las decisiones del magistrado, todo dependerá de cómo enfrente la tentación con la que el diablo, parece, le confunde.
En esta atracción, en este juego dilemático, Akelarre encuentra su mayor tensión, entre una mujer consciente de su hechicería sexual y un hombre reprimido y represor. La situación guarda ciertos ecos con Inquisición (1977) de Paul Naschy, donde el famoso licántropo del cine español interpretaba a un castigador eclesiástico que veía tambalear de igual modo su faena. En ambos casos, los hombres viven lo que les sucede como una pesadilla, una alucinación afiebrada, de la que no pueden o no quieren despertar.
Lo que resulta por demás importante en el film de Agüero es la decisión de dejar que sus personajes hablen y se muestren de maneras tal vez “desenvueltas”, en función del momento histórico de la acción. Es un gesto de relieve, porque sitúa aquel hecho en tiempo presente, entre mujeres que saben lo que les sucede –entonces y todavía, entre femicidios que no cesan-, conscientes del disparate que las obliga a ser víctimas. Así, planean estratagemas y demoras en el veredicto, a través de notas de interés respecto del supuesto “sabbat brujeril” sobre el cual tan empecinado se muestra el juez.
Las ganas de saber sobre este aquelarre se toca con la necesidad de verlo. En este sentido, Pierre de Lancre es el voyeur modelo, el que busca las maneras –conscientes e inconscientes- que le permitan poner en escena lo que sólo su febril imaginación puede. Presa del deseo, se deja llevar por las sugerencias de Ana hacia la concreción de un festín orgiástico, en donde ellas bailarán al son de un retumbar tribal. El fuego, la comida en abundancia, los cuerpos desnudos, el espíritu demoníaco en éxtasis. Es destacable cómo el film de Agüero apela a los momentos clásicos del cine de brujas, cuya genealogía conoce tantos títulos célebres, pero desde una toma de consciencia que, sin renunciar a los tópicos, le permite articular un nuevo sentido. Por eso la necesidad de situar a mujeres, vale decir, “contemporáneas”. Nunca mejor hecho.
Lo también importante, por las dudas, es que el hecho histórico no se encuentra alterado, sino denunciado. Que las actrices tengan líneas de diálogo tal vez “desajustadas” respecto de ese siglo, no hace sino evidente lo imposible del retrato cabal de aquellas épocas y cómo el cine, sobre todo, estipuló rasgos genéricos que bien pueden (y deben) revisarse. Por esto mismo, Akelarre es también una suerte de intervención sobre aquellos episodios de espanto, a los cuales pone en evidencia y poetiza. La poética vendrá de la mano de la resolución, conforme a un juego de matices con los que el film preanuncia algo más, entre gestos y algunos diálogos. Es decir, lo hace desde el tópico mismo del cine de terror, pero sin aseverar lo que (no) muestra. El desenlace, en este sentido, cobra un perfil apenas fantástico, que busca en la mirada de quienes miran (personajes y espectadores) la explicación última, ante tanta muerte. Y esta muerte, no es otra que la de las mujeres.